Muy a menudo una idea revolucionaria en la ciencia se ve rechazada por estar adelantada a su tiempo, por el carácter novedoso y dificultoso de su comprensión, por la cerrazón de obtusas mentes acomodadas en lo previamente conocido, rutinario y previsible.
La historia de Barbara McClintock (1902-1992) es un ejemplo de perseverancia y constancia ejemplar que superó al final todas las reticencias de sus compañeros. Fue probablemennte la investigadora más importante de la genética del maiz de todo el siglo XX, con amplias contribuciones como el primer mapa genético de este organismo. Especialista en citogenética, demostró que el entrecruzamiento implicaba un intercambio físico entre cromosomas y se especializó en el estudio de la rotura de los cromosomas, previendo la función específica de los telómeros en la estabilización de los mismos. Pero el descubrimiento que le llevó a la fama fue el de los elementos transponibles o transposones, esos trozos de ADN que pueden cambiar de sitio en el genoma.
En 1951 expuso al público por primera vez sus hipótesis sobre la acción de estos elementos, a los que denominó “elementos de control“, y su papel en la expresión de los genes y en la rotura cromosómica. La complejidad de los resultados y su complicidad con Richard Goldschmidt, defensor del cromosoma como unidad de herencia y detractor de Beadle y de su teoría del gen, hizo que sus resultados no fueran recibidos como debieran. Se dice que Joshua Lederberg, después de una visita a su laboratorio, dijo: “Por Dios, esa mujer o está loca, o es un genio”. Era esto último.
El carácter de McClintock también tuvo mucho que ver con las relaciones con sus colegas. Fue acusada a sus espaldas de intolerante y de arrogante. Aunque ha sido puesta como ejemplo en muchos estudios de género, normalmente no se la cree víctima de discriminación por este motivo. Se sentía especialmente abandonada por sus compañeros, y ante su indiferencia, en 1953 dejó de publicar trabajos científicos sobre su más importante descubrimiento, los transposones. Empezó a trabajar entonces en la genética de la evolución del maíz, realizando estudios con numerosas variedades sudamericanas de la planta y revelando un importante patrimonio biológico sobre el cultivo ancestral de este cereal.
Sin embargo, no se tardó demasiado en comprender su trabajo. La función de los genes estaba efectivamente regulada según se demostró en Escherichia coli (Pardeee, Jacob y Monod, 1959), descubrimiento que aún hoy todavía no le ha sido ampliamente reconocido. En las décadas siguientes, las nuevas técnicas de biología molecular permitieron el descubrimiento en bacterias, bacteriófagos y levaduras, de elementos transponibles, justo como los que había descubierto años antes en un organismo más complejo, el maíz. Por este hallazgo le fue otorgado en 1983 el premio Nobel de Fisiología o Medicina en solitario, “por el descubrimiento de los elementos transponibles”. Sus últimos años permaneció unida al Cold Spring Harbor Laboratory, donde hay un edificio con su nombre en su honor.
Una historia de esfuerzo, perseverancia y dedicación a la ciencia que hace a McClintock merecedora de esta publicación en el día internacional de la mujer.