El término Pequeña Edad del Hielo (PEH) fue empleado por vez primera en 1939 por el glaciólogo americano, nacido en Holanda, François E. Matthes y lo hizo para referirse al ciclo climático inmediato al momento más cálido del Holoceno en el que se produjo un moderado avance de los glaciares en Sierra Nevada (California) (Matthes, 1939). Fijó sus límites temporales entre 1350 y 1880, dentro de una secuencia temporal en la que la sucesión de períodos fríos y cálidos de corta duración se remontaba a un milenio atrás. La PEH se prolongó durante algo más de cinco siglos y se caracterizó por una gran variabilidad, irregularidad y extremismo y, en general, un empeoramiento relativo de las condiciones climáticas que las gentes de la época notaron, sobre todo, por el descenso de las temperaturas y el incremento de las precipitaciones. Hay autores que defienden su comienzo en torno a 1300 y su final alrededor de 1850, lo cual vendría a coincidir con los momentos en los que el hielo aumentó su presencia en Groenlandia durante los primeros años del siglo XIV y se extendían los glaciares alpinos. Otros estiman que el término PEH debería limitarse al período comprendido entre los últimos años del siglo XVII (Mínimo de Maünder) y mediados del XIX, momentos en los que el frío fue muy intenso, la cota de nieve bajó en unos 100 metros respecto de los niveles actuales y en muchas partes del planeta (Alpes, Islandia, Andes, China o Nueva Zelanda) los glaciares avanzaron más allá de los límites actuales. La situación remitiría en la segunda mitad del siglo XIX, tras un recalentamiento de origen antrópico (tala de bosques y emisiones de CO2 consecuencia de la Revolución Industrial) que provocó el retroceso de los glaciares.
Los mayores expertos en esta cuestión precisan que fue en el siglo XVI cuando realmente se produjo un deterioro notable de las condiciones térmicas así como modificaciones en el comportamiento habitual de las precipitaciones (Lamb, 1972, 1988; Gribbin y Lamb, 1979; Bradley y Jones, 1992; Pfister, 1992). Como se ha indicado, las anomalías climáticas fueron perfectamente percibidas por los contemporáneos y dejaron constancia escrita de ellas en fuentes muy diversas, en las que resaltan los padecimientos por frío, humedad, encadenamiento de malas cosechas e incremento de los precios del grano. Estas circunstancias influirían en los comportamientos demográficos y dejarían profunda huella en el subconsciente colectivo (Bauerfeind y Woitek, 1999; Behringer, 1999; Grove y Rackham, 2001).
Los estudios del grupo que encabeza el prof. Alberola Romá han puesto de manifiesto que la PEH dejó su impronta en la península Ibérica, al igual que sucedió en el continente europeo, en forma de empeoramiento de las condiciones climáticas, con un descenso significativo de las temperaturas y un aumento sustancial de las precipitaciones de rango extraordinario. (Alberola, 2014). Los siglos XVI y XVII fueron los más duros, sobre todo de 1660 a 1715 debido al influjo del denominado Mínimo de Maünder. A partir de la tercera década del XVIII se observa una suavización de las temperaturas que desaparece en los años sesenta de la centuria, momento en que descienden los valores termométricos y se incrementa la simultaneidad de hidrometeoros extremos (Oscilación Maldá). Con la última década comienza una nueva recuperación térmica que, con oscilaciones, se mantendrá hasta los años treinta del siglo XIX. Inviernos suaves y veranos calurosos dominaron al comienzo del siglo en la península Ibérica y, salvo el crudo invierno de 1804, no hay constancia de grandes fríos ni nevadas extraordinarias exceptuando las de enero de 1806. A esta corta fase cálida siguió una década fría entre 1809-1819 coincidente con la guerra y posguerra de Independencia. Entre 1820 y 1860 tuvo lugar la Oscilación Final (1999), de características muy similares a las de los siglos XVI y XVII; esto es: intensos fríos entre 1831 y 1840, incremento de las grandes nevadas y de las precipitaciones extraordinarias -sobre todo en los años 1838-1848- y un apreciable descenso de los períodos secos que, sin embargo, volverían a partir de 1880.
Los resultados más recientes aportados por este grupo de investigación, junto con los de otros que funcionan en las universidades del país, ponen de manifiesto la importancia que la variable climática tiene en el análisis histórico. Una variable a la que debemos concederle la misma importancia que a las demás que vienen nutriendo y haciendo posible el progreso de la ciencia histórica. El “archivo humano”, en acertada expresión del profesor Christian Pfister, proporciona copiosa información de altísimo valor cualitativo de la que extraemos los imprescindibles proxy data que permiten la cuantificación y el estudio seriado de los diferentes sucesos. Luego está el otro archivo, el “natural”, objetos de investigación por parte de glaciólogos, dendrocronólogos, sedimentólogos, físicos, geólogos, climatólogos, etc., mediante el empleo de un instrumental y técnicas caros y sofisticados. El estudio de los episodios de origen climático, natural o biológico de rango extraordinario y de consecuencias catastróficas acaecidos durante siglos pasados –en nuestro caso, los correspondientes a la Edad Moderna- ha despertado la atención de los historiadores no sólo por lo que significaron en sí mismos sino, sobre todo, por las calamidades que padecieron las sociedades del momento. Sociedades que quedaron inermes, sumidas en el caos y la destrucción; sin recursos económicos, dominadas por el miedo, a merced del hambre, las enfermedades y la muerte; desorganizadas durante un tiempo más o menos largo y reorganizadas, al cabo, gracias a las solidaridades más próximas o a las ayudas exteriores procedentes de las diferentes instancias político-administrativas y religiosas. Hay que insistir en un hecho singular: la abundante información manuscrita e impresa que estos acontecimientos generaban permite, a día de hoy, conocer con detalle las circunstancias que concurrieron, el grado de afectación en personas, bienes e infraestructuras así como el antes y el después de la realidad económica y social de los territorios arrasados. Pero el análisis del desastre también nos conduce hacia otros campos no menos interesantes, como pueden ser las actitudes humanas frente al comportamiento de las fuerzas de la Naturaleza, el providencialismo o papel que se concedía a Dios en todo ello, los avances de la ciencia y de la técnica para hacer frente a la catástrofe o intentar prevenirla, etc.