Me diseñaron para permitir que el que me utilice pueda escuchar con nitidez y aislándolo en la medida de lo posible del ruido exterior. Me colocaron unas grandes orejas, eso sí acolchaditas, una diadema y una extensión a la izquierda para el que me utilice pueda susurrarme y expresarse, ellos lo llaman MICRÓFONO. Me añadieron un cable para poder ser conectado a dispositivos exteriores ya que mi amo no tenía ni conocimiento ni tecnología para poner una base inalámbrica, además así yo sería más barato y encontraría dueño antes. Me colocaron en una caja y me pusieron en venta.
Ansioso en el almacén, esperaba que alguien con sentimiento me comprara y me cuidase. Me introdujeron en el lote 6AK-47, y por fin, alguien se fijó en mí y en mis compañeros, que siempre han sido como mis hermanos, ya que somos igualitos, aunque la genética es caprichosa y algunos genes tienen de mayor control de calidad que otros por parte de su creador.
Llegó el día, mi lote fue a parar al Laboratorio de Idiomas de la Universidad de Alicante y fui colocado en un ordenador de una sala de traducción e interpretación. Qué alegría. El dispositivo al que me pincharon no era la panacea, más bien era un poco vejete y verde, pero contaba con una tarjeta de sonido Yamaha que me hacía sentir cosquillitas en mi control de volumen. Hacíamos un buen tándem. Estábamos contentos de ver entrar y salir a los alumnos y acariciarles sus orejas y sentir sus alientos.
Pero todo no iba a ser perfecto. Quizás desinformación, quizás manía … pero me diseñaron para que mi MICRÓFONO fuese utilizado en la parte IZQUIERDA de la cabeza que hacía uso de mí. La mayoría de esos seres a los que yo quería servir decidieron cambiar mi rutina de vida. Mi micrófono, cayese lo que cayese, debía ser utilizado por la derecha. Yo pensaba … se puede ser diestro o zurdo con las manos, con las piernas … pero … ¿con la boca?.
Me forzaban, tiraban de mis partes, me hacían daño. Veía el mundo al revés, pero seguía dándoles el servicio que me habían encomendado, fusionando mi pinganillo con sus labios, entendiéndoles, trasladándole sus armónicos a mi siempre querida tarjeta de sonido y trasladándoles a sus dulces lóbulos lo que el dispositivo externo les quería transmitir, pero con unos dolores terribles.
Todo tiene un límite. De tanto estirarme, darme vueltas, lanzarme al vacío (alguna vez pensé en suicidarme, pero no estaba a mi alcance), ese alumno al que yo traté con amabilidad y con una vida rutinaria, me rompió esa parte de mi cuerpo tan necesaria … EL MICRÓFONO. Sentí un dolor inmenso y éste dejó de funcionar. Se perdió mi idilio con el alumno … ya no le podía trasladar al ordenador lo que ellos decían …
Empecé a oír quejas. Los alumnos que venían a verme me llamaban de todo menos bonito, porque no funcionaba. Oía a los profesores llamar a los técnicos para que me sustituyesen. Horror … había llegado mi hora … y yo era tan joven … apenas tenía un mes … Me encomendé al Divino y soñé con un mundo mejor en el que en mi próximo reciclado acabase en casa de algún amante del sonido que me cuidase mejor, cerré los ojos y sentí como me desconectaban de mi amada Yamaha, acto seguido sentí un golpe fuerte y perdí la conciencia … Al despertar me encontré en una caja junto con muchos de mis similares que en algunos casos habían corrido peor suerte. Algunos habían perdido una oreja, otros sus almohadillitas, pocos, pocos, estaban ahí por haber envejecido correctamente.
Menos mal que como en todo hospital había un protocolo de Urgencias, pero no tenía claro que quisiese ser curado para volver a una vida tan dura como es la de ser un auricular en el Laboratorio de Idiomas.
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