Una noche en Cairns, en nuestro hotel, nos despertamos sobre las 4 de la mañana oyendo mucho ruido. Oía romperse cristales, gritos, gente corriendo, más gritos. Pensé: algún borracho que está armando jaleo. Cada vez más cristales rotos y más gritos. Golpes en las puertas. Al final se levantó Patri y me llama “ostrás, qué fuerte”. Pensé: están dando de palos a alguien. Miré por la ventana y vi que el edificio de enfrente (a unos diez metros de nosotros) estaba en llamas. Era la cocina del hotel y las llamas tenían más de cinco metros de altura. Dicho edificio se conectaba con el nuestro y pensé, ale, a salir corriendo. Enseguida los golpes en nuestra puerta y un policía gritándonos, no sé bien qué, porque no estaba yo para intentar entenderle, pero era fácil de suponer: que saliéramos corriendo y que dejáramos las cosas en la habitación. Sí, claro, las cosas. Por lo menos la cámara y los pasaportes los cogimos (aunque al final cogimos las maletas también).
Estuvimos fuera más de una hora, la policía interrogándonos (no he visto nada, no he oído nada) porque parece que tenían indicios que podía haber sido provocado. Al final volvimos a la habitación (estaba amaneciendo) y en una hora nos recogían para hacer otra excursión. Menudo susto. Al salir por la mañana (qué mal, la cocina del hotel no funcionaba (lógicamente) y no encontraba ni un sitio para un mísero café) estaban los del CSI australiano tomando fotos, huellas, buscando restos de gasolina, etc. Una policía (otra que me recordaba al CSI, con la pistola al cinto y el brazo apoyado en ella) nos volvió a interrogar. Que nooo, que no hemos visto ni oído nada, copoooón.