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12. Conclusiones

En el capítulo dedicado a las conclusiones del presente trabajo de investigación, realizaremos una interpretación en torno a los siguientes puntos de reflexión:

7.1. El origen del Pleito del Obispado: la falta de coincidencia entre los límites eclesiásticos y políticos.

7.2. Las causas de las reivindicaciones episcopales oriolanas.

7.3. La oposición murciana a la escisión de la diócesis de Cartagena.

7.4. El apoyo real a las aspiraciones episcopales y la creación del obispado de Orihuela.

7.1. El origen del Pleito del Obispado: la falta de coincidencia entre los límites eclesiásticos y políticos.

Tras la Reconquista de las tierras del sudeste de la Península Ibérica a los musulmanes, a mediados del siglo XIII, el infante Alfonso (el futuro Alfonso X) decidió fomentar la reimplantación del Cristianismo en ellas, restaurando el obispado histórico de Cartagena. El monarca asignó a la nueva diócesis los territorios que acababa de conquistar, de modo que ésta quedó conformada por todo lo que hoy es la actual provincia de Murcia, parte de la de Albacete, una porción de la de Almería, un estrecho margen de la de Valencia y aproximadamente la mitad sur de la provincia de Alicante.

Sin embargo, a principios del siglo XIV, como consecuencia de la firma de los tratados de Torrellas y Elche, el límite meridional entre las coronas de Aragón y Castilla fue ligeramente modificado, quedando definitivamente establecido más al sur, entre las localidades de El Pilar de la Horadada y San Pedro del Pinatar. De esa manera, el sur de la actual provincia de Alicante, a cuya cabeza se hallaba la entonces villa de Orihuela, pasó a pertenecer políticamente al Reino de Valencia y la Corona de Aragón, aunque siguió dependiendo a nivel espiritual de los obispos castellanos de Cartagena.

Con el tiempo, esta anómala situación, la falta de coincidencia entre los límites políticos y eclesiásticos, fue la causa de graves problemas para los habitantes de Orihuela y su término, e hizo surgir en ellos una necesidad de independencia espiritual que en la segunda mitad del Trescientos se desarrolló para plasmarse en el inicio de las reivindicaciones en pos de la consecución de un obispado propio, independiente del de Cartagena, con sede en la iglesia oriolana del Salvador y con una diócesis formada por los territorios del Reino de Valencia que pertenecían al obispado «murciano».

7.2. Las causas de las reivindicaciones episcopales oriolanas.

Si bien la no coincidencia entre los límites políticos y eclesiásticos fue la premisa que propició el Pleito del Obispado, la necesidad segregacionista fue fortaleciéndose progresivamente en la conciencia oriolana por otros variados motivos. Podemos agruparlos en cuatro categorías generales:

  • 7.2.1. Los frecuentes roces entre las poblaciones de Orihuela y Murcia, de marcado carácter nacionalista.
  • 7.2.2. Los conflictos relacionados con el ejercicio del poder espiritual por el obispo y el cabildo de Cartagena, y sus respectivos oficiales.
  • 7.2.3. La falta de atención pastoral a los diocesanos del Reino de Valencia por parte de los prelados cartaginenses.
  • 7.2.4. La percepción por el obispo y el cabildo de Cartagena de rentas procedentes de la parte de la diócesis perteneciente al Reino de Valencia.
  • 7.2.1. Los frecuentes roces entre las poblaciones de Orihuela y Murcia, de marcado carácter nacionalista.

Desde la misma fundación de Murcia por Abderramán II, en el siglo IX, la proximidad espacial de ésta a Orihuela, la posición destacada de ambas al frente de sus respectivas zonas de influencia económica y su rivalidad como centros de poder, promovieron la existencia de múltiples conflictos entre los habitantes de las dos poblaciones.

Dichos roces se hicieron más frecuentes a partir de principios del siglo XIV cuando, en virtud de los aludidos tratados de Torrellas y Elche, Orihuela y su término pasaron al Reino de Valencia. Desde ese momento, la pertenencia de las dos poblaciones a monarquías distintas propició que ambas tuviesen leyes diferentes, sistemas de gobierno y administración distintos, e incluso, que sus respectivos habitantes hablasen distintas lenguas. Y tuvo, asimismo, como consecuencia que murcianos y oriolanos se enfrentasen en las guerras de sus soberanos; en grandes contiendas que, como en el caso de la Guerra de los Dos Pedros, tuvieron como escenario de las batallas el propio Levante peninsular.

No obstante, si bien las relaciones entre murcianos y oriolanos se agriaron a raíz de su participación en enfrentamientos a gran escala -recordemos la existencia de episodios violentos y sañudos como la toma de Orihuela en la citada guerra bajomedieval o el Saco de 1521 en el contexto doble de la Germanía y el Pleito del Obispado-, no empeoraron menos por la larga serie de roces que se hicieron habituales entre los habitantes de ambas localidades. Nos estamos refiriendo a las discordias entre nobles, a los robos de ganado, a los asaltos en los caminos, a la tala y quema de árboles, a la destrucción de los campos de cultivo e, incluso, a las inundaciones provocadas por desbordamientos artificiales del río Segura. La rivalidad llegó hasta tal punto que se hizo común que los oriolanos que tuviesen que desplazarse a Murcia por cualquier motivo fuesen allí maltratados o vejados; y viceversa. Tanto los habitantes de Orihuela como los de Murcia tenían a sus vecinos como enemigos capitales, y en atención a tal consideración, solían comportarse.

Pese a que las autoridades civiles de ambas poblaciones mantuvieron regularmente relaciones más o menos cordiales, la rivalidad popular y el elemento nacionalista se alimentaron recíprocamente, y hallaron un nuevo y poderoso motor de crecimiento en la cuestión del obispado.

En este sentido, tanto la rivalidad secular como la conciencia nacionalista tuvieron una clara incidencia en el ámbito de las relaciones espirituales. En el caso oriolano fomentaron la apuntada necesidad de lograr la independencia de la tutela eclesiástica y el deseo paralelo de encabezar un obispado que tuviese como diócesis las referidas tierras del sur del Reino de Valencia. Y en el caso murciano se manifestaron en la prohibición de que «extranjeros» (entre los que se hallaban, por supuesto, los clérigos del otro lado de la frontera) pudiesen detentar beneficios en las iglesias de la parte castellana del obispado; disposición que, de manera opuesta, también fue decretada posteriormente por Martín el Humano para evitar que los murcianos-castellanos pudiesen disfrutar de prebendas en los templos sitos dentro del Reino de Valencia.

Por último, hemos de señalar que tras la unión de las Coronas de Castilla y Aragón, las discordias entre murcianos y oriolanos no perdieron su componente nacionalista. Al contrario, la conciencia de pertenecer a naciones distintas siguió siendo uno de los principales sustentos de la voluntad oriolana por lograr la independencia espiritual.

7.2.2. Los conflictos relacionados con el ejercicio del poder espiritual por el obispo y el cabildo de Cartagena, y sus respectivos oficiales.

A pesar de la influencia que la Iglesia tenía sobre la sociedad bajomedieval y moderna, los mandatarios civiles y eclesiásticos y la población de Orihuela no mostraron recelo alguno a la hora de obedecer a la soberanía temporal de los reyes de la Corona de Aragón, o, simplemente, a los dictados de sus propios intereses antes que a la autoridad espiritual cartaginense. Ello provocó que, a lo largo de los siglos que duró el Pleito del Obispado, los oriolanos sufriesen la imposición de una variada gama de censuras eclesiásticas. Las excomuniones y los entredichos se sucedieron de una manera tan inmediata y cotidiana que podemos arriesgarnos a afirmar que los oriolanos se acostumbraron a vivir en situaciones de irregularidad espiritual, pese a las incomodidades morales que ello conllevaba. Asimismo, también podemos decir que la ingente cantidad de negociaciones que los oriolanos tuvieron que afrontar, en aras al alzamiento de las penas, les proporcionó una larga experiencia que les sirvió para formar a verdaderos peritos en las actividades diplomáticas (como Miguel Molsós, Perot Pérez Terol, Vicente Martí, Luis Martínez, Ginés de Vilafranca o el propio Diego Ferrández de Mesa, por citar algunos ejemplos).

La imposibilidad de obedecer al mismo tiempo órdenes de las autoridades políticas (monarcas, lugartenientes generales del Reino de Valencia o gobernadores ultra Sexonam) y de las eclesiásticas (obispos, provisores y cabildo cartaginenses, o ejecutores de comisiones apostólicas) llevó en no pocas ocasiones a los oriolanos -tanto clérigos como laicos- a sufrir excomuniones e interdictos. Los cartaginenses tendieron, por norma, a defender sus intereses eclesiásticos materiales y espirituales, y también las directrices políticas de los monarcas castellanos, y ello les llevó a chocar con las decisiones de los soberanos de la Corona de Aragón, que acostumbraron a ser diferentes, si no contrarias. La mayor parte de estos conflictos se dieron durante los reinados de Pedro IV el Ceremonioso, Martín I el Humano y Alfonso V el Magnánimo. Y finalizaron en la época de los Reyes Católicos, como consecuencia de la unión de las dos coronas.

Las autoridades cartaginenses también toparon con relativa frecuencia con el Consell de Orihuela. Los conflictos tuvieron principalmente dos ámbitos de discordia: el jurisdiccional y el económico.

Para comprender los roces jurisdiccionales, hemos de tener presente que en la sociedad bajomedieval y moderna, los clérigos gozaban del privilegio de contar con una jurisdicción particular, de modo que no podían ser juzgados por ningún juez laico. En el obispado de Cartagena, la máxima autoridad judicial a nivel eclesiástico era el obispo, y tras él, su primer ayudante, el provisor y vicario general.

Los prelados cartaginenses -y sus delegados- se mostraron especialmente atentos a la hora de defender el régimen jurisdiccional separado de los tonsurados de toda la diócesis, incluidos los del arciprestazgo de Orihuela y los vicariatos de Elche, Ayora y Alicante. Por ello, actuaron enérgicamente siempre que los munícipes oriolanos procedieron contra eclesiásticos, y no dudaron un ápice en utilizar las censuras espirituales con la intención de amedrentar a los citados mandatarios y hacerles desistir de su propósito de juzgar o penar a los clérigos encausados. Y se comportaron de idéntica manera en los momentos en que tuvieron que defender otros privilegios eclesiásticos, como el derecho de asilo, que también fue violado con cierta frecuencia.

Otro tipo de conflictos de carácter jurisdiccional tuvo su origen en los abusos de poder que las autoridades cartaginenses cometieron sobre los oriolanos que citaban para dirimir sus causas eclesiásticas en los tribunales episcopales, sitos en Murcia.

Tras la inclusión de Orihuela en la Corona de Aragón, los monarcas prohibieron con fueros que sus habitantes saliesen del Reino de Valencia a resolver sus pleitos. Y el Consell de la población del Bajo Segura defendió dichas leyes siempre que las consideró atacadas. Ello chocó en repetidas ocasiones con la intención de los mandatarios espirituales de que los diocesanos acudiesen a los juzgados murcianos, y supuso un buen número de rompimientos.

La actitud municipal no impidió, no obstante, que muchos oriolanos se personasen en los citados tribunales. Y allí sufrieron múltiples contratiempos. Dado que los oficiales episcopales no solían conocer el valenciano, los oriolanos tenían que defenderse en castellano, lengua que muy pocos hablaban con fluidez. Además, cuando se tenían que enfrentar con murcianos, éstos gozaban de un trato de favor, y con una frecuencia extrañamente habitual eran beneficiados con sentencias favorables. Ello significaba que los oriolanos tenían que pagar las costas judiciales, y las tasas que habían de abonar eran cuatro o cinco veces superiores a las que tenían que satisfacer los pobladores de Murcia.

Las autoridades de Orihuela quisieron solucionar estos abusos de poder de dos maneras. En un primer momento, trataron de conseguir una relativa independencia jurisdiccional y, por ello, suplicaron a diversos reyes y papas que les permitiesen disponer de un vicario general particular, que tuviese la facultad de tratar en la misma capital del Bajo Segura todos los pleitos eclesiásticos que se suscitasen en la parte de la diócesis perteneciente al Reino de Valencia. No obstante, posteriormente se dieron cuenta de que la solución más efectiva para evitar los desmanes y las injerencias de los obispos y los oficiales cartaginenses era la independencia total y, a partir de ese momento, mostraron un mayor interés por lograr la creación del obispado de Orihuela.

Por otra parte, los munícipes oriolanos también tuvieron conflictos con las autoridades cartaginenses por cuestiones económicas. Los prelados y sus oficiales defendieron las exenciones fiscales del clero y sancionaron con censuras los sucesivos intentos municipales de conseguir que los clérigos de la población contribuyesen mediante el pago de impuestos -como la sisa- en los gastos de defensa y de obras públicas (reparación de muros, valles, fuentes, puentes y caminos).

Asimismo, los citados mandatarios espirituales trataron de acceder a la percepción o, al menos, la administración de las rentas de las fábricas de las iglesias de Orihuela y su término. Dichos apetecibles frutos -también llamados tercios diezmos- pertenecían en origen a la Corona y, en virtud de diferentes privilegios, fueron concedidos a la corporación municipal, con el propósito de que fuesen aplicados a la construcción y reparación de los citados templos. Los prelados, influidos por el cabildo de Cartagena, trataron de hacerse con ellos o con su gestión de diferentes maneras: prohibiendo que los fabriqueros fuesen laicos, acusando a los munícipes de negligencia o malversación de fondos ante los lugartenientes generales del Reino de Valencia, o, incluso, amenazando con censuras a cuantos se opusiesen a su percepción.

7.2.3. La falta de atención pastoral a los diocesanos del Reino de Valencia por parte de los prelados cartaginenses.

La situación de abandono espiritual que sufrieron endémicamente los diocesanos de Orihuela y su término por parte de los mitrados cartaginenses y sus vicarios generales tuvo diferentes manifestaciones y fue motivada por un conjunto de factores interrelacionados, que podemos agrupar en varias categorías:

  • 7.2.3.1. Las consecuencias de la propia configuración interna de la diócesis.
  • 7.2.3.2. Los problemas derivados de decisiones de la Sede Apostólica.
  • 7.2.3.3. La influencia del propio Pleito del Obispado.

7.2.3.1. Las consecuencias de la propia configuración interna de la diócesis.

Tras la restauración del obispado de Cartagena, su diócesis quedó conformada por vastos territorios que, según la exposición de D. Diego de Comontes, fueron articulados en diferentes unidades espirituales: los oficialatos de Murcia, Cartagena y Lorca, los arciprestazgos de Orihuela, Villena, Chinchilla y Huéscar, y los vicariatos de Alicante, Elche, Ayora, Hellín, Segura, Jorquera y Albacete. Además, también quedaron dentro de los límites diocesanos diferentes localidades de encomienda de varias órdenes militares. Diversos testimonios de la época hacían alusión al gran tamaño de la diócesis, que abarcaba tierras comprendidas en una línea de 78 leguas, de las cuales 22 correspondían a los territorios sitos dentro de los límites del Reino de Valencia.

La magnitud del obispado, conjugada con otro decisivo factor, la dificultad de las comunicaciones intradiocesanas, que hacía bastante incómodos y arriesgados los desplazamientos (tanto por la naturaleza del terreno como por el riesgo de sufrir asaltos o, incluso, secuestros), impidió a los mitrados proporcionar la adecuada atención espiritual a todos sus diocesanos, desde los mismos tiempos fundacionales.

Además, junto a dichas contrariedades, el elevado y creciente número de habitantes que vivían en las diferentes localidades de la diócesis, contribuyó al citado abandono pastoral. Y aún más, sirvió a los oriolanos como doble pretexto reivindicativo en sus suplicaciones episcopales ante los diferentes papas y reyes: ex una, porque la población residente en la Gobernación ultra Sexonam y la zona de Ayora era superior a la de otros obispados, como Jaca o Barbastro, y, por tanto, suficiente para tener un obispado propio; y ex alia, porque más de la tercera parte de dichos pobladores eran moriscos, y la falta de vigilancia espiritual suponía, además de una mancha para la Iglesia, la pérdida de un resorte de control sobre dicha población.

7.2.3.2. Los problemas derivados de decisiones de la Sede Apostólica.

Algunas decisiones de los romanos pontífices también contribuyeron de una manera más o menos directa o consciente al abandono pastoral que sufrieron los diocesanos de Orihuela y su área de influencia.

El nombramiento de prelados que raramente pisaron las tierras de la diócesis, como D. Juan Martínez Silíceo, o de otros que jamás residieron, como Rodrigo de Borja o Mateo Lang, provocó generalmente esta desatención de las necesidades espirituales.

Asimismo, la decisión de Inocencio IV de erigir el obispado cartaginense declarándolo exento, esto es, directamente dependiente de la Santa Sede influyó también negativamente sobre las necesidades espirituales los diocesanos del Reino de Valencia. El hecho de no poder recurrir a ninguna autoridad eclesiástica superior al obispo, que no fuese el pontífice, acentuó el abandono pastoral e impidió a los oriolanos, en la mayoría de las ocasiones, que dispusiesen de una vía jurídica inmediata para reclamar contra los frecuentes abusos de poder espiritual murcianos. Dicha circunstancia cambió en beneficio de la Iglesia de Orihuela en 1492, cuando Inocencio VIII dictaminó que las diócesis de Cartagena y Mallorca, que hasta esa fecha habían sido exentas, pasasen a ser sufragáneas de la nueva metrópoli valentina. La novedad constituyó todo un alivio para las autoridades de la población del Bajo Segura puesto que, además de reducir considerablemente los gastos y la duración de las embajadas, les ofreció la posibilidad de solicitar ayuda a un superior «regnícola», que, en teoría, había de ser más sensible a sus problemas y reivindicaciones espirituales que el sumo pontífice.

7.2.3.3. La influencia del propio Pleito del Obispado.

Las continuas tensiones motivadas por las reclamaciones episcopales oriolanas fueron otro factor que contribuyó a distanciar progresivamente las relaciones de los habitantes de la Gobernación con los obispos y sus oficiales.

Por otra parte, como hemos apuntado, la falta de atención a las necesidades espirituales de la población de Orihuela y su distrito se hizo evidente en diferentes manifestaciones:

-En el reducido número de actuaciones del Santo Oficio cartaginense.

-En la persistente falta de un vicario general específico, que hiciese más efectiva la autoridad espiritual en dicha zona.

-En la práctica inexistencia de visitas pastorales de los obispos.

-En la pasividad que mostraron generalmente los prelados para tomar posesión en las iglesias principales de las ciudades, villas y lugares de la parte del Reino de Valencia -valgan los ejemplos de Juan Daza, Mateo Lang o Esteban de Almeyda-.

-En el escaso interés que demostraron tener los mitrados, salvo honrosas excepciones, por fomentar las devociones en las tierras situadas al este de la frontera castellano-aragonesa; algo que se puso claramente de manifiesto en su casi nula participación en los actos de culto o en las manifestaciones públicas de piedad que tenían lugar en ellas, pues muy pocas veces asistieron a las misas del gallo o las celebraciones de la Semana Santa que tanto auge tenían en la capital de la Gobernación ultra Sexonam.

-En la escasa vigilancia de la educación y de las prácticas espirituales de los fieles que, en muchas ocasiones, rayaban la superstición y la herejía a causa de la ignorancia.

-Y, por último, en el inexistente control sobre las enseñanzas y los sermones de los curas.

7.2.4. La percepción por el obispo y el cabildo de Cartagena de rentas procedentes de la parte de la diócesis perteneciente al Reino de Valencia.

El último fundamento en que sustentaron la Iglesia y la ciudad de Orihuela sus reivindicaciones episcopales fue la salida anual de una considerable cantidad de dinero y de productos del campo de las tierras de la Gobernación del Reino de Valencia más allá de Jijona, en dirección hacia Murcia, en beneficio de las mensas episcopal y capitular cartaginenses.

De los diezmos recaudados anualmente en el campo de Orihuela y en las tierras de su Gobernación, una cantidad oscilante entre el 33% y la totalidad de las rentas iba a parar a las arcas de los obispos cartaginenses y de los canónigos de la catedral murciana. En muchas ocasiones, cuando los enfrentamientos con las autoridades eclesiásticas del obispado se recrudecían, y los entredichos caían sobre la ciudad del Bajo Segura, era práctica frecuente de los munícipes, bien por iniciativa propia, o bien siguiendo órdenes reales, responder a dichas censuras con la confiscación de tales frutos, lo que enfurecía aún más a los murcianos. Con la creación del obispado, el Consell pretendía evitar que todo ese dinero, y todo ese trigo -que tan necesario era para el consumo de los habitantes de Orihuela-, no fuesen a enriquecer y a alimentar las ambiciones del obispo y los canónigos murcianos.

7.3. La oposición murciana a la escisión de la diócesis de Cartagena.

Desde el mismo inicio de las reivindicaciones oriolanas, el cabildo de Cartagena y, por influencia suya, los obispos se opusieron de plano a la segregación de la diócesis y al proyecto de creación del obispado. Éste les suponía intolerables perjuicios desde múltiples perspectivas. A nivel jurisdiccional, la dismembración les causaba una notabilísima pérdida de poder. En el plano honorífico, un inmediato y notorio descenso del gran prestigio histórico de la sede cartaginense seguiría inevitablemente a la mengua de un buen número de territorios, de una cantidad considerable de fieles y de una veintena de iglesias. Y, por último, desde el punto de vista económico, que según nuestra opinión , y pese a la importancia de todos los demás condicionantes, era el que más les afectaba a los prelados, la fundación del obispado oriolano les había de suponer una disminución aproximada del 30% de sus ingresos anuales.

Por ello, ni el cabildo ni los mitrados mostraron jamás la más mínima dejadez a la hora de defender sus intereses. Durante los siglos XIV y XV fundamentaron su oposición en el apoyo de los reyes de Castilla, que tradicionalmente contaron con una mayor influencia que los de Aragón sobre los sucesivos papas. ¿Por qué? Entre otras razones más coyunturales, porque los monarcas de la Corona aragonesa tenían amplias posesiones en el sur de Italia, el reino de Nápoles, y uno de los objetivos básicos de su política exterior era extenderlas hacia el norte, en dirección a los territorios de los Estados Pontificios. Los papas romanos veían, por tanto, a los monarcas de la Corona de Aragón como potenciales enemigos o, al menos, como inquietantes vecinos, y por ello, preferían beneficiar con sus favores a los reyes castellanos. Teniendo en cuenta esta tendencia general, cada vez que los oriolanos trataron de conseguir la fundación del obispado, los murcianos recurrieron a los monarcas de Castilla y, con su intervención, lograron evitar la división de la diócesis de Cartagena.

Los autoridades oriolanas únicamente lograron éxitos efímeros en coyunturas muy favorables o poco estables:

-En primer lugar, consiguieron la promoción a Colegial de la iglesia del Salvador (1413) aprovechándose del interés que el monarca entronizado tras el Compromiso de Caspe, el castellano Fernando I, mostró por congraciarse con sus nuevos súbditos.

-Unos años más tarde, en 1430, lograron la institución del primer vicariato general gracias al apoyo de los estamentos de los reinos de la Corona de Aragón en las Cortes de Traiguera, a la intervención de Alfonso V el Magnánimo, y al favor de un influyente eclesiástico, D. Alfonso de Borja, que con el tiempo llegaría a ocupar el solio pontificio con el nombre de Calixto III.

-Posteriormente, en 1442, consiguieron que los padres del Concilio de Basilea y el antipapa Félix V decretasen la primera creación del obispado, sin el consentimiento del romano pontífice, Eugenio IV. Ello marcó su perentoria existencia ya que, acabado el período de irregularidad, las disposiciones conciliares fueron anuladas y Alfonso V, que había apoyado abiertamente a los rebeldes, buscó la reconciliación con Eugenio IV. Y aunque le solicitó la confirmación del obispado, el papa prefirió premiar la fidelidad de Juan II de Castilla y decretó su revocación.

-La consecución del segundo vicariato general (en 1461) fue el hito más sorprendente pues se gestó como consecuencia de la política pacifista del rey castellano, Enrique IV el Impotente, y de la disposición del obispo Lope de Rivas y del propio cabildo de Cartagena a buscar una solución concordada al Pleito. De cualquier forma, el logro también fue pasajero, pues la voluntad cartaginense cambió tras la muerte del segundo vicario, Francisco Desprats, y el nombramiento del nuevo oficial se retrasó durante varios episcopados.

Tras la unión de las Coronas y, sobre todo, después del retorno de Fernando el Católico al gobierno de Castilla, las circunstancias del Pleito del Obispado cambiaron considerablemente. A partir de este momento, oriolanos y murcianos tuvieron que acudir a los mismos monarcas para defender sus respectivas posiciones en torno a la cuestión del obispado. Entonces, el éxito de unos u otros pasó a depender, amén de la voluntad de los soberanos, de las influencias con las que contasen, y también del dinero que pudiesen gastar en el envío de embajadas a la cortes real y pontificia, y en sobornos y propinas a los funcionarios y personajes influyentes de ambas administraciones. En todo momento, los murcianos llevaron ventaja en los dos puntos -apoyos y liquidez-. Se aprovecharon del mayor peso específico de Castilla en la Monarquía Hispánica y no tuvieron que sufrir una crisis económica tan aguda como la que sobrevino a Orihuela a raíz de la represión de la Germanía. Y ambos factores les ayudaron durante los reinados del propio Fernando el Católico y de Carlos I a bloquear el progreso del proyecto episcopal de sus vecinos y rivales.

No obstante, no fueron estos dos medios, la consecución del favor de los monarcas y las derramas monetarias, los únicos que utilizaron para refrenar las ansias independentistas de sus contrincantes. También trataron de hacerles desistir de sus propósitos, como ya hemos apuntado, imponiéndoles todo tipo de censuras eclesiásticas. Los momentos en que los oriolanos se acercaron más a su objetivo de lograr y afianzar su independencia espiritual coincidieron con los de mayor actividad punitiva cartaginense. No obstante, la voluntad oriolana fue tan inconmovible que los habitantes de la ciudad -tanto laicos como clérigos- soportaron en varias ocasiones entredichos que se mantuvieron vigentes duraron años o incluso lustros.

La tenacidad oriolana llegó, en ocasiones, a colmar la paciencia de los murcianos. Y éstos debieron llegar a tal grado de desquiciamiento que optaron -de una manera tan poco inteligente como carente de escrúpulos- por recurrir al uso de la violencia con la intención de forzarles a claudicar. Estas prácticas fueron muy frecuentes a principios del Quinientos, tras la segunda creación del obispado. Pongamos algunos ejemplos.

Tras la toma de posesión por poderes de Mateo Lang, las autoridades civiles y eclesiásticas de Murcia realizaron dos acciones que les hicieron perder todos los apoyos y favores que habían logrado ganar poco a poco, gracias a su efectivo esfuerzo diplomático ante Fernando el Católico y León X. Por una parte, mandaron cavar un «riacho», una especie de cauce alternativo para el río, y consiguieron desviar su curso e inundar los campos y las heredades de los vecinos de la parte más meridional del Reino de Valencia, causando algunas muertes y la ruina de la práctica totalidad de los cultivos. Y por otra, y aún más grave, provocaron un enfrentamiento armado que pudo hacer peligrar la unidad de la Monarquía. Más de un millar de murcianos armados efectuaron varias incursiones por las tierras de la Gobernación ultra Sexonam, e intentaron invadir tanto la ciudad de Orihuela como su término, provocando que todo el Reino de Valencia se levantara en armas contra ellos, y causando nuevos daños a sus maltrechos habitantes.

Posteriormente, el marqués de los Vélez también protagonizó un par de incidentes, de inmerecido recuerdo. Satisfaciendo los deseos de los referidos mandatarios murcianos, en 1518 reunió una considerable milicia y cayó sobre la capital del Bajo Segura y su huerta, causando incontables destrozos. La rápida respuesta oriolana le obligó a retirarse. Pero el día de Navidad de dicho año, volvió a atacar la ciudad mientras se celebraban los oficios divinos en la iglesia del Salvador, y perpetró una nueva razia, robando y quemando casas y heredades, cortando cientos de árboles, y terminando de arruinar los campos de cultivo de la huerta. Y más tarde, en 1521, encabezó las tropas reales-nobiliarias que vencieron a las agermanadas y saquearon Orihuela, y forzó a sus autoridades laicas y eclesiásticas a jurar la obediencia al obispo y el cabildo cartaginenses, reconociendo así la revocación del obispado.

La violencia estuvo presente en las relaciones entre los mandatarios espirituales y los oriolanos. En la década de los ’50 del XVI los abusos de poder de los fiscales episcopales causaron grandes alborotos en la población del Bajo Segura. Y en sentido contrario, los habitantes de la ciudad del Bajo Segura también tuvieron reacciones vehementes cuando los murcianos trataron de poner en vigor los diferentes breves revocatorios de la erección episcopal de Julio II -recordemos el suceso que concluyó con el destierro de D. Luis de Soler en 1520-; o en los diferentes momentos en que trataron de perjudicar los intereses oriolanos en la lite -como cuando enviaron a los inquisidores del obispado de Cartagena a ejercer el santo oficio como tales, o cuando procedieron al nombramiento del citado D. Luis de Soler como administrador y visitador del obispado-.

7.4. El apoyo real a las aspiraciones episcopales y la creación del obispado de Orihuela.

La oposición cartaginense al proyecto episcopal oriolano puso de manifiesto, desde el mismo momento de su gestación, que el apoyo real ante la Santa Sede había de convertirse en el factor más determinante de su éxito.

Dicha circunstancia nos lleva a plantearnos una serie de cuestiones. ¿Apoyaron todos los monarcas de la Corona de Aragón las reivindicaciones oriolanas?¿Pusieron todos el mismo interés? ¿Cómo reaccionaron los reyes de la Monarquía Hispánica ante el proyecto? ¿Se opuso alguno de ellos? Y, por último, ¿por qué tardaron los tenaces oriolanos casi dos siglos en conseguir la creación del obispado?

Al contrario de lo que escribieron Gisbert y sus seguidores, el sentimiento independentista no nació a mediados del Trescientos, como consecuencia de los primeros roces entre el Consell de Orihuela y las autoridades cartaginenses.

Tras la Guerra de los Dos Pedros, la imagen de la entonces villa del Bajo Segura salió enormemente fortalecida por la heroica resistencia de sus habitantes al empuje castellano. Su comportamiento valeroso y fiel les granjeó el favor de Pedro IV el Ceremonioso, y el de sus inmediatos sucesores; una disposición que trataron de aprovechar siempre que tuvieron que hacer llegar sus demandas a los soberanos. Pues bien, pese a dicha favorabilísima circunstancia, las autoridades oriolanas no llegaron a pedirle a Pedro IV que intercediese ante la Santa Sede en aras a la creación del obispado. El Ceremonioso instituyó la Gobernación del Reino de Valencia más allá de Jijona y fijó su capital en Orihuela, y les prometió que la villa no sería jamás separada de la Corona de Aragón. Por ello, consideramos que el sentimiento independentista aún no había fraguado en la conciencia oriolana. De otra manera, sus mandatarios le habrían hecho llegar al monarca sus reivindicaciones.

El proyecto episcopal se hizo realidad unos años después, como consecuencia, por una parte, de las continuas censuras eclesiásticas con que castigaron los obispos Vargas y Gimiel a los habitantes de Orihuela y, por otra, del sentimiento nacionalista surgido tras la contienda de los Dos Pedros. La primera suplicación real que hemos logrado constatar tuvo lugar en 1383, según acertó a señalar Gea. En dicha fecha, las autoridades de la población del Bajo Segura le elevaron a Pedro IV una primera suplicación, poco argumentada, que no tuvo ninguna repercusión ante la Santa Sede. El proyecto estaba aún en mantillas.

Dicha situación, no obstante, varió rápidamente. Con el paso de los años, el creciente interés por la independencia espiritual acució a las autoridades oriolanas a madurar el plan. Y en el reinado de Martín I el Humano experimentó un desarrollo tal que logró atraer la atención del soberano. El citado monarca llegó a conocer bien las dificultades que entrañaban cotidianamente las relaciones eclesiásticas entre oriolanos y murcianos, y se mostró especialmente celoso de los intereses de sus súbditos y del predominio de su poder temporal sobre el espiritual de los obispos de Cartagena. En este sentido, despachó diferentes provisiones contrarias a la jurisdicción eclesiástica ordinaria y, lo que es más importante, solicitó a la Santa Sede la erección del obispado. No obstante, el destino jugó en contra de los presupuestos secesionistas puesto que cuando el rey aragonés ya tenía apalabrada la institución episcopal con Gregorio XII, el sumo pontífice falleció y el proyecto quedó paralizado.

Las aspiraciones independentistas volvieron a hallar una coyuntura favorable tras el acceso al trono de la Corona del castellano Fernando I de Antequera, tras el Compromiso de Caspe. La voluntad del monarca por congraciarse con sus súbditos le llevó a apoyar las tesis segregacionistas. Su favor, la buena disposición del Papa Luna, Benedicto XIII -aragonés de nacimiento-, y la habilidad diplomática de Miguel Molsós fueron los factores que permitieron la promoción a colegial de la arciprestal del Salvador de Orihuela. El logro no colmó las expectativas oriolanas, por lo que siguieron trabajando para lograr la creación del obispado.

No obstante, tras la muerte de Fernando I en 1416, su sucesor, Alfonso V el Magnánimo, se planteó favorecer la conclusión del Cisma de Occidente. Por ello, le negó la obediencia a Benedicto XIII y ahí terminaron las esperanzas oriolanas de conseguir del antipapa el objetivo episcopal. De todas maneras, el Magnánimo fue uno de los reyes aragoneses que más favoreció la causa segregacionista.

Tras la entronización del nuevo monarca, las autoridades oriolanas se afanaron por ponerle al corriente de los desmanes de los clérigos murcianos. Y desde entonces, Alfonso V se mostró siempre atento y dispuesto a defender los intereses de sus súbditos frente a los abusos cartaginenses -muy frecuentes a lo largo de los años de gobierno del obispo Bedán-. Despachó mandatos para blindar las rentas de las fábricas o para censurar el ilegítimo trató jurídico que les dispensaban a los oriolanos los oficiales de los tribunales episcopales, y respondió a las censuras espirituales con sucesivas confiscaciones de rentas.

No obstante, el Magnánimo no tomó conciencia real de la necesidad de la creación del obispado independiente hasta que las autoridades oriolanas le solicitaron la erección catedralicia de la Colegial del Salvador, o, en su defecto, la designación de un vicario general foráneo, con poder espiritual sobre los fieles de la Gobernación, en un nuevo marco, un ámbito muy concreto que se iba convertir en trascendental para la evolución del Pleito del Obispado: las Cortes de la Corona de Aragón, que en esta ocasión tuvieron lugar en Traiguera, entre 1429 y 1430.

Abundando en esta cuestión, hemos de destacar que los mandatarios oriolanos trataron casi siempre de aprovechar la convocatoria de Cortes para reclamar la satisfacción de sus reivindicaciones espirituales. Las reuniones estamentarias se convirtieron en coyunturas especialmente favorables, pues les proporcionaron la posibilidad de presentar sus súplicas con el apoyo de los brazos de las naciones componentes de la Monarquía, de manera que los reyes no pudiesen sino aceptar tales demandas si es que querían conseguir sus subsidios.

Por otra parte, también hemos de apostillar que el recurso a la suplicación en las Cortes cobró una mayor trascendencia a partir del reinado de los Reyes Católicos, a raíz de la unificación de las coronas de Castilla y Aragón, pues Fernando el Católico, Carlos I y Felipe II habrían a atender las importunaciones tanto del obispo y el cabildo de Cartagena, y la ciudad de Murcia, como de la Iglesia y la ciudad de Orihuela, y los ruegos elevados en las sesiones parlamentarias tendrían una mayor fuerza que las rutinarias representaciones en la corte, habitualmente localizada en territorio castellano.

La suplicación en las Cortes de Traiguera, conjugada con la intervención de D. Alfonso de Borja y la suplicación real, como ya indicamos, se tradujo en 1430 en la institución pontificia de un vicariato general de Orihuela, que vino a aliviar los problemas que los oriolanos venían endémicamente sufriendo en el plano de la jurisdicción eclesiástica. La reacción murciana fue inmediata: las presiones castellanas a Eugenio IV no sólo hicieron inútiles las ansias de Alfonso V de lograr la fundación episcopal, sino que propiciaron la expedición de varios instrumentos revocatorios del vicariato; unos rescriptos que, por diversas circunstancias, no llegaron a tener efecto alguno.

Poco después, en 1437, Alfonso V hizo público su deseo de satisfacer los deseos de sus súbditos y, además de erigir la villa de Orihuela en ciudad, prometió a sus habitantes que haría todo lo posible por lograr la creación del obispado. Sin embargo, la cercanía de Eugenio IV al rey de Castilla y, consecuentemente, a las posturas murcianas, impidió entonces el progreso lícito del proyecto. De cualquier forma, ello no detuvo al Magnánimo, ni mucho menos a los constantes oriolanos. El alineamiento del monarca con el rebelde Concilio de Basilea abrió de nuevo las puertas a la erección episcopal, y, efectivamente, ésta se convirtió en una realidad a principios de 1542.

La falta de legitimidad de las disposiciones conciliares marcó su efímera existencia. Acabado el período de irregularidad, Alfonso V decidió reconciliarse con el romano pontífice y aunque le solicitó la confirmación del obispado, el papa prefirió premiar la fidelidad de Juan II de Castilla y decretó su revocación.

Esta adversidad no desanimó, empero, ni a los oriolanos ni al propio rey. Unos años más tarde, la insistencia de los segregacionistas movió de nuevo a Alfonso V a solicitar al pontífice la revisión del caso. Eugenio IV dio pábulo a las súplicas reales y encargó a una comisión formada por varios curiales el estudio del expediente. No obstante, la muerte del sucesor de San Pedro paralizó sus planes y la derogación siguió vigente.

Tras el nombramiento del nuevo pontífice, Nicolás V, Alfonso el Magnánimo volvió a suplicar la revisión de la causa, pero de nuevo la influencia de Juan II de Castilla pudo más que los ruegos del monarca aragonés, y en 1451, el papa confirmó la anulación del obispado.

Dicha situación se mantuvo hasta la muertes consecutivas de Juan II y Nicolás V. Entonces advino una fantástica coyuntura puesto que el rey de Castilla, Enrique IV el Impotente, optó por seguir una línea política pacifista y el solio pontificio pasó a ser ocupado por un viejo aliado de la causa episcopal, D. Alfonso de Borja, Calixto III. Sin embargo, las esperanzas oriolanas se vinieron repentinamente abajo en 1458 al sorprenderles otros dos óbitos casi inmediatos, los de sus máximos valedores: Alfonso V y Calixto III.

Recapitulando, podemos afirmar que el Magnánimo trató por todos los medios factibles de conseguir para Orihuela la creación del obispado. Y si no lo logró fue porque tanto Eugenio IV como Nicolás V fueron más sensibles a las propuestas de Juan II de Castilla que a las suyas, y porque, tras conceder su apoyo a los rebeldes de Basilea, hubo de ceder a la voluntad de ambos pontífices, sin oponer obstáculo alguno, para no ver comprometidas sus relaciones con la Santa Sede. Por otra parte, también creemos que la muerte del monarca aragonés y del papa Borja impidió la segunda erección del obispado de Orihuela; una fundación que, con toda probabilidad, podría haber sido duradera.

Durante el reinado de Juan II de Aragón, la voluntad pacifista de Enrique IV el Impotente llevó a oriolanos y murcianos a tratar de encontrar una solución pactada al Pleito del Obispado. Siguiendo las directrices de los monarcas, las dos partes fueron cediendo en sus pretensiones hasta acordar la institución del segundo vicariato general foráneo. La concordia de Logroño propició un período de tranquilidad espiritual sin precedentes en el obispado de Cartagena.

Durante casi tres décadas, las aspiraciones episcopales quedaron más o menos soterradas. No obstante, en 1490, reinando ya Fernando el Católico, el fallecimiento del vicario Francisco Desprats resucitó las discordias y, con ello, el interés independentista. El cabildo de Cartagena decidió incumplir las estipulaciones del acuerdo logroñés y, contando con el apoyo de sucesivos mitrados -D. Rodrigo de Borja (futuro Alejandro VI), D. Bernardino de Carvajal y D. Juan de Medina- y, sobre todo, de sus provisores, logró aplazar el nombramiento de su sucesor. Los oriolanos denunciaron la situación ante el monarca Católico, el metropolitano valentino y la Sede Apostólica y, por fin, en 1498, consiguieron que los murcianos se plegasen a las disposiciones de la concordia y aceptasen el nombramiento de Pedro Argensola.

Fernando II de Aragón siguió con atención los enfrentamientos espirituales entre murcianos y oriolanos pues pronto se dio cuenta de que podían convertirse en un elemento desestabilizador del proyecto de unión de las coronas. Por ello, en todo momento trató de conseguir que los cartaginenses se aviniesen a cumplir la Concordia de Logroño. Y si tuvieron que pasar más de ocho años para que claudicaran fue por la tenacidad que en todo momento mostraron, por el carácter absentista y fugaz de los prelados que ciñeron la mitra y por el carácter parcial de sus provisores.

La solución de la cuestión vicarial no significó, empero, el fin de las discordias. La elección de D. Juan Daza como obispo de Cartagena, en 1502, supuso un nuevo punto de inflexión en los enfrentamientos. La actitud del nuevo prelado y sus oficiales originó nuevas y gravísimas discordias, que no pudo pasar por alto Fernando el Católico. En connivencia con el cabildo cartaginense, Daza se negó a tomar posesión de su cargo en las localidades diocesanas sitas al otro lado de la frontera por consideraciones nacionalistas, se negó a aceptar la autoridad del vicario general de Orihuela, y se dedicó a encarcelar a cuantos emisarios le enviaron los mandatarios civiles y eclesiásticos de la ciudad del Bajo Segura. Su intolerable comportamiento movió a las citadas autoridades a suplicarle al monarca la creación del obispado en 1503. Fernando reflexionó sobre la situación, evaluó las consecuencias políticas que conllevaría la escisión de la diócesis cartaginense y para no ofuscar a los castellanos o a su propia esposa, intentó solucionar el problema de una manera coyuntural y no estructural. Evitó la segregación, promovió la traslación del problemático Juan Daza al obispado de Córdoba y lo sustituyó por un prelado de talante más diplomático y conciliador, D. Juan Fernández de Velasco.

El episcopado del nuevo mitrado fue extrañamente pacífico, sobre todo, si tenemos en cuenta los repentinos giros que dio la Monarquía Hispánica tras las muertes de Isabel I de Castilla y Felipe el Hermoso. La labor de Velasco al frente de la diócesis calmó las discordias, pero, por supuesto, no las hizo desaparecer. Las autoridades oriolanas siguieron insistiéndole al Fernando el Católico que la solución a los endémicos enfrentamientos no podía ser otra que la creación del obispado. Y, por fin, en 1509, sus súplicas hallaron la complicidad del soberano único de las dos coronas.

Fernando V valoró las complejas circunstancias de la cuestión y, pese a saber que la decisión no caería muy bien en Castilla, optó por auspiciar la erección episcopal ante la Sede Apostólica, por una parte, con la intención de castigar los abusos murcianos, y, por otra, para probar si de tal manera lograba hacer desaparecer esas inoportunas discordias, que durante dos décadas habían afectado de una manera más o menos desestabilizadora a su proyecto de configuración de la Monarquía Hispánica. Fernando estudió detenidamente el caso y trató de plantear la fundación de modo que perjudicase lo menos posible al obispo y el cabildo cartaginenses, esto es, teniendo en cuenta aspectos honoríficos, jurisdiccionales y económicos.

Así, siguiendo las directrices del monarca, el 13 de mayo de 1510, Julio II decretó la segunda creación del obispado de Orihuela. La decisión del Católico provocó de inmediato la reacción cartaginense. Y las presiones castellanas le obligaron a retractarse y a recomendar a las autoridades civiles y eclesiásticas de Murcia que recurriesen contra la segregación en la Curia romana.

Los recursos murcianos propiciaron el inicio de una larga sucesión de embajadas a las cortes real y pontificia. A partir de este momento, Fernando tuvo que hacer gala de su habilidad diplomática ante los insistentes representantes de una y otra ciudad, para no granjearse ninguna enemistad. Sus decisiones se vieron influidas por una conjunción de factores. Su origen aragonés le llevó a tratar de beneficiar a los oriolanos. Sin embargo, el peso de la tradición histórica de la diócesis cartaginense y, sobre todo, las presiones castellanas equilibraron la balanza. No obstante, la belicosa actitud de los murcianos le inclinó, en los momentos finales de su reinado, a favorecer la erección episcopal, consiguiendo que León X confirmase las bulas institutorias de Julio II. Fernando murió en 1516. Y en relación con el Pleito del Obispado hemos de afirmar que cumplió plenamente su objetivo: con sus aparentemente ambiguas o duales decisiones, consiguió evitar que la problemática murciano-oriolana pudiese poner en peligro la tarea unificadora iniciada junto a Isabel la Católica.

El acceso al trono de Carlos I conllevó importantes cambios para el desarrollo del Pleito del Obispado. En principio, el nuevo monarca había de ser absolutamente neutral e imparcial; una circunstancia completamente novedosa pues hasta ese momento, los oriolanos siempre habían podido hacer llegar sus súplicas a reyes de la Corona de Aragón, que en la mayoría de las ocasiones habían prestado gustosos su apoyo a la causa independentista. La entronización de Carlos de Gante modificó las «reglas del juego» del Pleito, cuyos logros pasaron a depender de factores muy diversos.

En primer lugar, hemos de señalar que la mayor parte de su tiempo, Carlos dirigió su atención hacia las cuestiones de la política exterior, interesándose de una manera poco comprometida por los problemas de orden interno de sus súbditos hispánicos. Ello nos lleva a concluir que el Pleito del Obispado no le importó, desde luego, tanto como a su abuelo. Sus preocupaciones se dirigieron, más que hacia la unidad de la Monarquía, hacia la integridad de la Cristiandad. Sus luchas fueron contra el francés, el turco o la herejía…

Durante los primeros años de su reinado, su posición respecto a la controversia fue muy variable. Dado el escaso interés que le suscitaba y la poca importancia que le atribuía, y su casi nulo conocimiento del tema, se limitó prácticamente a quitarse de encima a los procuradores de ambas partes que le visitaron, satisfaciendo sus respectivas y sucesivas peticiones. De esta manera, hasta 1518, el Pleito sufrió una serie de vaivenes que pusieron de manifiesto la inexistencia de una voluntad real definida en relación con la lite.

En dicha fecha, la cuestión comenzó a desnivelarse en favor de los intereses murcianos. El monarca se molestó por el hecho de que D. Mateo Lang, obispo de Cartagena y Orihuela, de acuerdo con las autoridades civiles y eclesiásticas de esta última ciudad, tomase posesión del obispado sin informarle de ello previamente. Dicha circunstancia, unida a las protestas murcianas y a las presiones castellanas, le movieron a conseguir que León X revocase la creación del obispado de Orihuela.

Desde este hito de la evolución del Pleito, las relaciones entre Orihuela y Carlos I comenzaron a hacerse distantes. Y llegaron a su peor momento a raíz de la participación de la ciudad del Bajo Segura en la Germanía. Su alineamiento con los rebeldes le supuso nefastas consecuencias a todos los niveles. Orihuela fue saqueada durante un mes por las tropas murcianas del marqués de los Vélez, que sacaron a relucir con sus acciones todo el rencor que habían acumulado durante siglos contra sus vecinos y rivales. Al desorden demográfico y administrativo, se unió la crisis económica que sobrevino con la represión de los agermanados. Y a nivel religioso, la revocación del obispado se hizo efectiva, si bien de una manera irregular, pues el referido marqués forzó a los habitantes de la ciudad, clérigos y laicos, a admitir la superioridad espiritual cartaginense.

Pero no todos los efectos negativos de la participación de Orihuela en la Germanía fueron tan inmediatos. Durante unos cuantos años, Carlos I tuvo en cuenta dicha circunstancia a la hora de rechazar con dilaciones las suplicaciones oriolanas de justicia en el Pleito del Obispado. En líneas generales, el ya electo emperador quiso favorecer a los fieles murcianos y, en este sentido, les apoyó cabe la Santa Sede cuando la irregularidad del juramento de obediencia oriolano les obligó a volver a solicitar la revocación de las bulas fundacionales de Julio II.

Además, los conflictos de las autoridades de Orihuela con la Inquisición cartaginense hicieron empeorar aún más la imagen de la ciudad del Bajo Segura a los ojos del emperador. Y ni siquiera las tensas relaciones que mantuvo con Clemente VII le hicieron dejar de apoyar los intereses murcianos. El pontífice revocó la creación de Julio II por medio de tres rescriptos (1524, 1526 y 1530). No obstante, los oriolanos aprovecharon bien sus posibilidades y lograron retrasar su ejecución. Su habilidad diplomática ante el emperador, el favor incondicional del gobernador del Reino de Valencia más allá de Jijona, D. Pedro Maza, y el recurso al apoyo de los estamentos en las Cortes generales de la Corona de Aragón, celebradas en Monzón, en 1528, impidieron que la derogación del obispado se hiciese efectiva hasta 1532, fecha en que Carlos I mandó severamente a su lugarteniente general en el citado Reino de Valencia, el duque de Calabria, que auxiliase a los murcianos en su afán por recuperar la integridad del obispado cartaginense y por restaurar su autoridad espiritual en toda la diócesis.

Los oriolanos, por supuesto, no se resignaron a aceptar esa superioridad, y de inmediato apelaron contra la derogación del obispado. Y consiguieron atraer la atención del emperador aprovechándose de un factor que realmente le preocupaba: la necesidad de liquidez. Aunque este comentario parezca extraño, creemos que los oriolanos supieron jugar muy bien sus bazas ante Carlos I. Los ingentes gastos derivados de su ambiciosa política exterior le obligaron a tratar de conseguir fondos de sus súbditos de Castilla y la Corona de Aragón. Y para ello utilizó la vía de la celebración de Cortes generales de ambas unidades políticas en diferentes años (1533, 1537, 1542, 1547, 1552). Las autoridades de la ciudad del Bajo Segura, con el apoyo de los estamentos de los tres reinos, consiguieron que el monarca se comprometiese formalmente a revisar el Pleito del Obispado. No obstante, no lograron plenamente sus objetivos pues, dado que desconfiaban del emperador, le suplicaron que remitiese la causa a la justicia apostólica, y Carlos I prefirió encargarse personalmente de resolver la controversia, al considerar que dicha opción sería, sobre todo, menos gravosa para las economías oriolana y murciana. En su pensamiento, desde luego, no cabía la posibilidad de que sus súbditos dilapidaran sus ingresos en embajadas a la Santa Sede, en trámites y en propinas para los interesados curiales.

De esta manera, el monarca dio origen a una nueva etapa, un segundo tiempo del Pleito en su reinado. Carlos I citó a los litigantes en diversas ocasiones con la intención de proceder a la revisión de la causa. En 1533, en Monzón. En 1534, en Toledo. En 1535, en Madrid. En 1537, de nuevo en Monzón. En 1538, en Barcelona y Toledo. En 1539, en Madrid. En 1542, otra vez en Monzón. Y en 1543, en Madrid y Barcelona. No obstante, pese a ello, creemos que en el fondo no quiso cambiar el «orden» establecido en la diócesis cartaginense tras la revocación de 1532. Nos resistimos a pensar que otros factores como las incomparecencias murcianas, las estratagemas y presiones del Consejo de Castilla, las dilaciones provocadas por las autoridades oriolanas en coyunturas desfavorables o sus continuos viajes fueran causas suficientes para que el emperador no pudiese poner fin a la cuestión. En el fondo, creemos que la cuestión episcopal no le importaba realmente y que, acomodado tras la citada derogación de Clemente VII, no quiso realizar cambio alguno. Toleró las importunaciones oriolanas, escuchó más o menos correctamente sus sufridas reivindicaciones, pero sin alejar un ápice su atención de cuanto estaba sucediendo en «Europa».

Asimismo, los elecciones reales de D. Juan Martínez Silíceo (en 1541) y de D. Esteban de Almeyda (en 1546) como obispos de Cartagena vienen a confirmar dicha interpretación. Carlos I eligió sucesivamente a ambos candidatos con una clara intención: apaciguar los ánimos en la diócesis y apagar las manifestaciones independentistas. Por las buenas, en el caso del persuasivo maestro del príncipe Felipe. Y por las malas, en el del autoritario portugués. Y consiguió, finalmente, durante el gobierno espiritual de este último, que la desesperanza cundiese entre las autoridades civiles y eclesiásticas de Orihuela y que sus reclamaciones episcopales dejasen de distraerle.

La abdicación del emperador y el acceso al trono de su primogénito, Felipe II, supusieron la entrada en juego de nuevos condicionantes para el curso del Pleito del Obispado. Dichas variables se hicieron aún más favorables a los intereses episcopales oriolanos tras el fallecimiento de Carlos en Yuste.

Las autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad del Bajo Segura se apercibieron pronto de que el nuevo monarca iba a regirse por criterios diferentes a la hora de abordar la resolución del litigio. De entrada, Felipe II no tenía los motivos de su padre para castigar a los pobladores de la ciudad del Bajo Segura, o para ceder a las influencias castellanas. Ni tampoco la necesidad de dedicar su atención a las urgencias europeas, ya que la corona imperial había pasado a su tío Fernando. Al contrario, el heredero de la Corona Hispánica había de ocuparse de las cuestiones de orden interno de su Monarquía y la del obispado era una de ellas. Por todos estos factores, los oriolanos debieron pensar que la entronización de Felipe II abría nuevas posibilidades para conseguir el objetivo episcopal y quedaron a la espera de que se presentase una coyuntura proclive al reinicio de las reivindicaciones.

Los primeros años del reinado de Felipe II pusieron claramente de manifiesto las enunciadas líneas gubernativas. En un contexto histórico profundamente marcado por el Concilio de Trento, el rey español se presentó ante la Cristiandad como el paladín defensor de la fe católica. Y en consecuencia, centró su política religiosa en la erradicación de la herejía y en una escrupulosa vigilancia de la pureza del Catolicismo practicado en sus dominios. Tras acabar con dos focos luterizantes surgidos en Valladolid y Sevilla, se ocupó del segundo principio anunciado y en 1563 comenzó a prestar atención a una línea de actuaciones que creía que podría coadyuvar al fortalecimiento de la fe: la reorganización de la geografía eclesiástica de sus reinos. El monarca halló en la creación de nuevos obispados una solución eficaz para reafirmar e, incluso, incrementar el control que pretendía tener sobre el rigor del Catolicismo profesado por sus súbditos y, en especial, por los que consideraba más peligrosos, los moriscos. Y quizá descubrió la utilidad de este método gracias a las suplicaciones episcopales oriolanas.

Tal como indicamos, las autoridades de la ciudad del Bajo Segura esperaron la llegada de una coyuntura favorable para reiniciar sus suplicaciones secesionistas. Y ésta llegó a principios de 1563 cuando, ante la cercanía de la muerte del obispo Almeyda, le suplicaron al monarca la erección del obispado, poniendo especial énfasis en el hecho de que dicha solución sería la más adecuada para mejorar la atención pastoral de los habitantes de la Gobernación, y que también serviría para vigilar de cerca las sospechosas prácticas religiosas de los abundantes moros convertidos al Cristianismo que constituían la principal mano de obra en los campos de cultivo.

El Rey Prudente, que tenía la costumbre gubernamental de entremezclar los intereses políticos y los religiosos, se apercibió en seguida de que la aplicación del plan oriolano le permitiría obtener beneficios muy notorios en ambos planos, y decidió comenzar a auspiciarlo en secreto, a fin de evitar las protestas murciano-castellanas.

Felipe II hizo suyo el proyecto oriolano y se lo presentó a Pío IV. El pontífice, que al igual que el monarca sentía una especial preocupación por los temas pastorales, acogió favorablemente la iniciativa y le encargó un estudio sobre la viabilidad de la erección episcopal.

El rey accedió de inmediato al requerimiento pontificio y a finales de 1563 ordenó la realización de las pesquisas en las dos partes de la diócesis cartaginense. Convencido por los resultados de la investigación, en mayo del año siguiente, la envió a la Santa Sede, junto con la suplicación del obispado y la carta de presentación del que habría de ser el primer obispo, el catedrático y teólogo salmantino, D. Gregorio Gallo de Andrade; y le encargó al pavorde de la iglesia del Salvador de Orihuela, D. Diego Ferrández de Mesa, la realización de los trámites oportunos para la obtención de las bulas.

Los rescriptos fueron aprobados por Pío IV en su consistorio del 14 de julio de 1564, y expedidos dos meses después. Con ellos, el mencionado pavorde retornó a España y los llevó a la corte, donde Felipe II les concedió su exequátur.

La oposición murciana fue inútil, pues la voluntad de Felipe II se mostró siempre muy firme. El primero de mayo de1565, las bulas de Pío IV fueron publicadas en la Catedral del Salvador, haciéndose realidad la creación del obispado.

Poco después, el 22 de agosto de dicho año, D. Gregorio Gallo consiguió, por fin, sus rescriptos provisorios. Y tras recibir el pase regio, el 23 de marzo de 1566, tomó posesión del obispado de Orihuela.

La división del obispado de Cartagena y la creación del de Orihuela se hicieron definitivas como consecuencia de dicho acto solemne. No obstante, las discordias entre oriolanos y murcianos no finalizaron en ese momento. Los damnificados se negaron a aceptar la escisión de su diócesis, oponiéndose a la nueva distribución de las rentas. No obstante, Felipe II impidió cualquier involución y el 4 de abril de 1576 el papa Gregorio XIII puso fin a las reclamaciones cartaginenses.

Hasta ese día, los murcianos se negaron a aceptar la realidad, manteniendo viva la esperanza de que la segregación de la diócesis de Cartagena fuese revocada. Pero la tenaz voluntad de Felipe II pudo más y, por fin, el obispado de Orihuela se convirtió en una realidad perpetua.