Como ya hemos hablado en otra entrada anterior, el poder que había adquirido la Iglesia en el siglo XV era bastante cuantioso. El principal recurso del clero emanaba de los diezmos que pagaban los fieles. Los ingresos que procedían de los inmuebles, las aparcerías, los rebaños, los molinos, los hornos, etc., también representaban sumas considerables. Además, los arzobispos o abades recibían impuestos y tasas, en su calidad de señores temporales, de los territorios que dependían de su jurisdicción. Por otro lado, no hay que olvidar las limosnas y la generosidad de los fieles, pues en ocasiones, miembros de la aristocracia ayudaba a aumentar el patrimonio de la Iglesia, de manera que éste no cesaba de engrosar.
Así, la condición de ser miembro del clero, incluso de los niveles más inferiores, representaba unas ventajas muy generosas: se adquiría una condición social distinguida junto a numerosos privilegios; no se pagaban impuestos; se dependía de una jurisdicción especial, etc. Por ello, mucha gente accedía a los puestos eclesiásticos, y no precisamente por vocación, pues entre un gran señor y un prelado no solía existir diferencias notables.
Dicho esto, cabe señalar que, en paralelo a este rango que había alcanzado el alto clero (en nada se diferenciaban de la aristocracia), se había producido por otro lado una decadencia moral en el interior de la Iglesia. En las órdenes monásticas había caído en desuso la disciplina originaria con muy pocas excepciones y los monasterios no eran, con frecuencia, más que lugares de entretenimiento.
Las calamidades del siglo XV a raíz de la Peste Negra habían afectado tanto a las órdenes religiosas como al resto de la sociedad. Muchos conventos, despoblados por la mortandad y las epidemias, habían perdido gran parte de sus efectivos, y entre los monjes supervivientes la disciplina se había relajado considerablemente; se habían abandonado segmentos enteros de la regla; los monjes se consagraban esencialmente a hacer que fructificasen los bienes que habían heredado y que debían a la generosidad de los fieles o de los grandes; vivían cómodamente sin preocuparse demasiado de las obligaciones que implicaba la pertenencia al estado monástico.
Así las cosas, los Reyes Católicos, junto con la colaboración del cardenal Jiménez de Cisneros, iniciaron una tarea de reforma de la Iglesia, y uno de los rasgos fundamentales que caracterizarán dicha reforma será la de la selección cuidadosa de los candidatos para ocupar beneficios eclesiásticos (es lo que se denomina “derecho real de suplicación”, el cual trataremos en una entrada posterior). De manera que, para conseguir el control sobre el clero español, los Reyes Católicos intentaron que el nombramiento de los cargos eclesiásticos recayera en la corona y no en el papado. El objetivo fundamental de esta reforma será la de disminuir el poder de la Iglesia y aumentar, consecuentemente, el de la corona y el estado.
Esta reforma de la Iglesia llevó aparejada consigo una reforma de las órdenes religiosas y así elevar el nivel intelectual y moral del clero. De esta manera, el prelado trabajó para impedir que las riquezas territoriales de los grandes monasterios constituyeran un problema para el Estado y erradicó lenta, pero progresivamente, la relajación moral de las comunidades conventuales.
Sin embargo, no hay que exagerar la preocupación de los Reyes Católicos respecto a la religión, pues el vínculo entre ambas instituciones será fundamental también durante su reinado.