Bartolomé de las Casas ha pasado a la historia, entre otros motivos, por ser el principal valedor de los derechos de los indios. Sus posiciones sobre esto derivarían, en el futuro, en el concepto de los Derechos Humanos, y aun del mismo Estado de derecho. Unió su concepto de libertad con la imagen de pureza y bondad que le transmitían los indios, en un pensamiento de clara raíz e intención utópica. Si Moro pretende que los habitantes de Utopía sirvan de modelo a los europeos, Las Casas quiere que los indios no cambien, que sigan siendo como son, o como el civilizado español ha imaginado que son.
No hacía falta crear una utopía. Ya estaba hecha: eran las sociedades indígenas. Sólo había que luchar por valorizarla y conservarla. Para él, el principio de libertad pertenece a la esfera de la voluntad, y su derivación social es política: un buen gobierno es aquel aceptado y conservado libremente. Todo un demócrata del siglo XVI. El orden de las sociedades de los indios es perfecto y armónico, porque son sociedades conformadas y mantenidas libremente. Esto va mucho más allá del debate sobre su humanidad: no sólo son seres humanos, sino que en cierto sentido lo son más que nosotros, y por tanto deben ser respetados y hasta admirados. Las Casas es consciente de que, según esto, si los indios no quisieran ser evangelizados, tendría que aceptarlo. Pero también piensa que la religión cristiana es la mejor elección racional, por lo que bastaría con explicarla bien para que su libre albedrío escogiera la opción razonable. ¡Cuánta fe en el ser humano! ¡En el poder de la información y de la inteligencia! ¿Es el padre Las Casas un ilustrado con dos siglos de antelación? ¡Así da gusto!
La estabilidad y el desarrollo total de la vida humana sólo puede suceder en la ciudad, siguiendo el pensamiento aristotélico. La organización urbana permite la autosuficiencia de una sociedad, idea que Las Casas intenta encajar con la realidad indígena. A lo largo de su Apologética Historia, enuncia los distintos estamentos que la componen: labradores, artífices, hombres de guerra, ricos hombres (para comerciar), sacerdotes y jueces. Va probando que se da en las sociedades indias, incluso mejor que en el Viejo Mundo. De esto concluye que en estas sociedades existe, como dice Maravall, la potencialidad para dar «adecuadamente el paso de la prudencia doméstica a la prudencia política». Las casas que ahora conoce pueden pasar a barrios,y esos barrios a ciudades, manteniendo una economía agraria familiar basada en la adecuada distribución de las labores, que incluye «un complemento artesanal, una limitada utilización del dinero y una práctica de conmutaciones que les libraba, sin embargo, por su forma y medida, de los peligros del comercio codicioso».
Este naturalismo moral, de herencia todavía medieval, entronca con la eternamente estable y redonda armonía social deseada por la utopía. Las Indias derrochan, citando a Maravall [1982: 169] «fertilidad, sanidad y suavidad [ … ]; una perfecta armonía reina entre la dulzura del medio natural, la perfección corporal, la capacidad intelectiva y la disposición moral». Una sociedad perfecta derivará en una salud social y moral perfecta y, al final, en la religiosidad ideal. Los indios vivían en una utopía en funcionamiento. Pero ¿qué hacer para preservarla? ¿Y para… mejorarla?