Más o menos todos tenemos en mente una idea de lo que es la utopía, idea que Northrop Frye condensa en una definición:
Una utopía es un Estado ideal o sin tacha, no sólo lógicamente consecuente en su estructura, sino capaz de permitir a sus habitantes toda la libertad y la felicidad posibles en la vida humana. Considerada como un ideal social final o definitivo, la utopía es una sociedad estática; y la mayor parte de las utopías han incorporado salvaguardas contra una alteración radical de su estructura. [Frye, 1982: 62]
Pero esta definición, como casi todas, es insuficiente, por lo que hay que intentar matizarla y comprender un poco más a fondo, en este escueto espacio, lo que supone la utopía y el pensamiento utópico.
El término «utopía» nace con la obra del mismo nombre de Tomás Moro, publicada en 1516. Topos significa, en griego, lugar o país, mientras que la «u» inicial genera dos acepciones: ou-topía, en ningún lugar, y eu-topía, el país donde todo está bien, el Estado Perfecto. Moro consideraba ambas, para hacer notar tanto la irrealidad como la perfección de su propuesta. Como señala Beatriz Fernández Herrero [1992: 14-15], la primera se refiere al espacio, inexistente o al menos desconocido, y tiene que ver con la dimensión mítica y ahistórica de la utopía; la segunda indica la temporalidad de la utopía, relacionada con el deseo de que se haga efectiva en la realidad, algo posible porque la sociedad se puede transformar dentro del tiempo histórico, normalmente proyectado hacia el futuro. Así, se puede decir que se conforma tanto de pensamiento mítico como de pensamiento racional. José Luis Abellán sintetiza así esta contradicción aparente: «Es la consecuencia del deseo de realización del mito, que trata de plasmarlo dentro del pensamiento racionalista, adaptándose a la estructura mental del hombre moderno» [citado en Fernández Herrero, 1992: 15]. Es decir, aúna elementos antropológicos con elementos históricos.
Su gran ambigüedad y variedad, tanto en intenciones como en formas de expresión (desde la puramente literaria al ensayo filosófico más estricto), complica el camino. Una utopía puede ser lúdica, de realización, crítica, deseada, esperable, etc. Esta diversidad tipológica ha llevado a menudo al intento de dividirla polarizando en extremos, cuyo máximo ejemplo sería el de la distinción entre utopía y distopía o contrautopía, es decir, una utopía con resultados negativos. Pero eso es simplificar demasiado. Sería mejor -aunque menos práctico, más ajustado a la realidad- estudiar el concepto de utopía a lo largo de la historia, pegado a sus expresiones de cada momento, algo que haré en otra entrada.
Sin embargo, sí se pueden distinguir algunos elementos comunes que distinguen a la utopía de la fábula, del mito, de la filosofía en general o de otras formas de pensamiento. José Antonio Maravall realiza un recorrido por ellos en el capítulo «El pensamiento utópico y el dinamismo de la historia europea», en su libro Utopía y reformismo en la España de los Austrias, recorrido que caracteriza mejor el concepto, con más concreción pero sin perder amplitud ni ambigüedad. La utopía es, en primer lugar, una construcción paradigmática, la proyección mental de una imagen político-social bien definida. Tiene una tendencia hacia el dirigismo, la intervención humana es en origen lo que la hace posible. Sin embargo, el sistema “cobra vida” una vez completado, de ahí que la crítica más frecuente a la utopía es que es contraria a la libertad; pero, como contraargumento, en el fondo el proyecto se lleva a cabo para alcanzar la libertad más fundamental, la plena realización de la persona. Su objetivo final es la liberación del ser humano, el desarrollo máximo de la capacidad del individuo de ser dueño de sí mismo. No hay que olvidar que la utopía moderna nace unida al humanismo, por lo que comparte los ideales renacentistas. Entre ellos, el más importante es su carácter racional, mediante el que aspira a reflejar el orden de la naturaleza. Es un proceso de racionalización del ser humano y del mundo, para llegar a comprenderlos en su último sentido y poder actuar así sobre ellos, con la intención de hacer cumplir, con nuestra voluntad y medios, el mejor de los mundos posibles (esta idea de Leibniz no surgió de la nada, sino que en parte es consecuencia de la tradición de siglo y medio de pensamiento utópico). La utopía, por tanto, es más reformadora que creadora, y puede ser hasta revolucionaria según el grado en el que aspire a suprimir el presente, pero siempre parte de él y siempre como proceso, no como advenimiento. Así, aunque pudiera parecer lo contrario, utopía siempre está relacionada con su contexto histórico-social. Maravall considera que el pensamiento utópico es por definición burgués, y que sólo se explica a partir de la mentalidad anti-mística/anti-milenarista y racional que va unida a esta clase social. Es cierto que la utopía es casi siempre la negación del sentido social burgués, sobre todo por la habitual supresión de la propiedad privada y del dinero; pero no es menos cierto, sin necesidad de llegar al pensamiento marxista, que es con la burguesía como llega el cambio social real, la capacidad del ser humano de actuar y cambiar la historia, y hasta la propia concepción del individuo. La contradicción es asimilable. Crane Brinton lo explica de otro modo [1982: 83]: distingue entre «el pensamiento utópico que es claramente elitista en sus fines y generalmente, por tanto, en sus medios para alcanzar esos fines, y el pensamiento utópico que es elitista sólo en cuanto a sus medios para alcanzar un fin que puede llamarse anárquico, igualitario o democrático» [1982: 83]. Como conclusión se puede señalar que, para Maravall, en la utopía se da un carácter de historicidad (otros la consideran inevitablemente antihistórica): proyecta un paradigma que impulsa y acelera la marcha de una sociedad en la historia pero, al mismo tiempo, no se sale de esta ni la anula. En el blog veremos todo esto en ejemplos teóricos y prácticos extraídos de la Historia Moderna hispánica.