El nacimiento intelectual de la Revolución científica les impulsó a examinar y descubrir el universo y de sus fuerzas, la naturaleza del cuerpo humano y de sus funciones. Los hombres utilizaban telescopios y rechazaban la tradicional insistencia sobre la superficie lisa de la luna. Galileo, Leibniz y Newton estudiaron e hicieron gráficos de los movimientos de los planetas, descubrieron la gravedad y la autentica relación entre la tierra y el sol. Fallopio disecciono el cuerpo humano, Harvey descubrió la circulación de la sangre, y Leeuvenhoek descubrió espermatozoides en su microscopio.
Para las mujeres, sin embargo no hubo Revolución científica. Cuando los varones estudiaban la anatomía femenina, cuando hablaban de los órganos reproductores de la mujer, del papel de esta en la procreación, dejaban de ser científicos. Sus conclusiones sobre las mujeres estaban gobernadas por la tradición y la imaginación, no por la observación científica. Los escritos de autores clásicos como Aristóteles y Galeno siguieron teniendo la misma autoridad que cuando fueron escritos, mucho después de que se hubieran dejado de considerar en otras áreas. Los hombres hablaban en nombre de la nueva ciencia, pero sus palabras procedían de la antigua misoginia. En nombre de la ciencia dieron una supuesta base fisiología a las ideas tradicionales sobre la naturaleza, la función y el papel de la mujer. La ciencia reafirmaba lo que los hombres siempre habían sabido lo que la costumbre, la ley y la religión habían postulado y justificado. Con la autoridad de su investigación “objetiva” y “racional” reinstauraron antiguos supuestos y llegaron a las mismas conclusiones tradicionales: la innata superioridad del varón y la justificante subordinación de la mujer.
Como había descubierto Marie de Gournay, la ensayista francesa del siglo XVII, quienes se dedicaban al estudio científico veían a las mujeres como si estas fuesen de una especie diferente, menos que humanas, en el mejor de los casos, un error de la naturaleza, adecuadas solo a complacer al hombre.
El modelo de obra médica era Gynaecea, continuamente reeditada en las últimas décadas del siglo XVI, incluía autoridades clásicas como Aristóteles y Galeno y, por tanto, la idea de inferioridad de la mujer. En el siglo XVII, en un examen para médicos aparecía la siguiente pregunta retorica: “¿es la mujer una obra imperfecta de la naturaleza?”
Los textos médicos y científicos apoyaban la limitada capacidad de las mujeres. Malebranche, el filósofo francés del siglo XVII, comentaba que las delicadas fibras del cerebro femenino hacían que las mujeres fueran extremadamente sensibles a todo lo que les llegaba; por tanto, ellas no podían manejar ideas o formar abstracciones. Sus cuerpos y sus mentes eran tan débiles que debían permanecer dentro de los confines protectores del hogar para estar a salvo.
Ningún estudio del cuerpo humano femenino conllevo a apartar esos conceptos erróneos sobre los órganos reproductores de las mujeres. En las ilustraciones, el útero seguía apareciendo con forma de frasco con dos cuernos y los manuales para comadronas daban al feto, el papel principal en el parto. Como en los textos médicos griegos y romanos, en esos nuevos tratados científicos se asumía que los cuerpos de las mujeres regían su función principal, la procreación. Aun así, esta función se devaluaba. Toda la evidencia de la disección y el razonamiento deductivo reafirmaron la superioridad del papel en la reproducción. Los hombres descubrieron el espermatozoide pero no el ovulo. Creyeron que el semen era el único agente activo. Como había hecho Aristóteles casi dos milenios antes, el estudio científico del siglo XVII mantenía la hipótesis de que las hembras proporcionaban la materia, mientras que la vida y la esencia procedían del esperma.
Estas denigrantes y erróneas conclusiones se vieron reafirmadas por la obra del científico inglés del siglo XVII William Harvey. Tras descubrir la circulación de la sangre, Harvey se dedicó al estudio de la reproducción humana, publicando sus conclusiones en 1651. Diseccionó a una cierva en todas las etapas de su ciclo, preñada y no preñada. Estudio a los pollos y a los gallos. Con toda esta disección y observación, realizo una hipótesis para explicar la procreación.la mujer, como la gallina con el huevo no fertilizado, proporciona la materia, el hombre da vida y forma a esta última. El semen afirmaba, tenía un poder casi mágico.
La anatomía y la fisiología confirmaban la innata inferioridad de la mujer limitada a la función reproductora. También nadie ponía en duda la conexión fisiológica y la naturaleza: El papel determinante del útero sobre el comportamiento femenino. La potencial influencia de este órgano confirmaba a irracionalidad de la mujer y la necesidad de que esta tenía de aceptar un papel subordinado al varón.
Rabelais tomo la opinión de Platón sobre las necesidades del útero, la idea de que este si se le negaba el intercambio sexual, conllevaba a que la mujer pareciese lo que se conocía como histeria. Carecer de menstruación significaba tener un útero enfermo. Tan solo el contacto sexual con el hombre podía prevenir o curar esta condición. Si el útero no tenia tratamiento, no podía presionar otros órganos, o causar convulsiones o volver loca a una mujer. Por consiguiente, el varón seguía siendo agente de primordial importancia en la vida de la mujer. Esta era inferior por naturaleza, potencialmente irracional y propensa a la enfermedad y a la locura sin la oportuna intervención del varón.
Muchas cosas cambiaron entre los siglos XV y XVIII con respecto a la forma en que hombres y mujeres concebían el mundo, sus instituciones y actitudes. El renacimiento ofreció la exaltación de una sociedad en la que el individuo podía liberarse de sus limitaciones tradicionales. Dentro del espíritu del humanismo y la investigación científica, los hombres cuestionaban y volvían a formular supuestos sobre las capacidades de la mente humana y sobre el mundo natural. Evolucionaron nuevos métodos de razonamiento y discurso, de observación y experimentación, que hicieron que se produjera una reorganización en las ideas sobre el universo y que se realizaban descripciones más exactas del mundo de las cosas que les rodeaban, incluyendo el propio cuero humano. Sin embargo, en lo referente a cuestiones sobre el papel de la mujer y su cuerpo, no se firmaron nuevas hipótesis. En vez de eso, inspirados por el movimiento intelectual, los hombres argumentaban aún con más rigor los mismos y antiguos preceptos, adornado las viejas creencias. En lugar de romper con la tradición, las nuevas hipótesis se centraban en las tradiciones clásica, religiosa, literaria y la establecida por la costumbre. En lugar de ser liberadas, las mujeres se veían cada vez atadas con cada vez mayor: obras de eruditos y juristas en las que se explicaba la incapacidad “natural” y legal de la mujer, romances y baladas que contaban historias de damiselas sin castidad y de esposas vengativas cuya misión era la de amargar la vida del hombre.
Aunque estas actitudes misóginas florecieron y se expandieron, la defensa de las mujeres también había comenzado. En el libro de la Ciudad de las Damas de Christine de Pisan, pregunta por qué nadie había hablado a su favor, por qué esa visión negativa con respecto a la mujer había continuado. Ella comenta en su libro: “permíteme decirte que lo que tiene que estallar, estallará en su momento oportuno”
El mundo de lo cortés había ampliado los límites de las expectativas femeninas y había dado a algunas mujeres mayores oportunidades. No obstante para la mayoría, no conscientes aun de su posición desfavorecedora y subordinada, los cambios de las condiciones materiales tuvieron un impacto muchísimo mayor. Desde el siglo XVII hasta la actualidad, cada vez más mujeres fueron capaces de vivir la vida que solo unas pocas pudieron tener en épocas anteriores.