La conquista de Granada era un derecho que correspondía a Castilla y un sueño de todos los monarcas castellanos, desde Alfonso X hasta el propio Enrique IV, organizando este último alguna que otra campaña contra los granadinos sin demasiada relevancia. Juan II, padre de Isabel la Católica también tuvo pretensiones en el territorio granadino, siendo ya Isabel la Católica, quien desde el comienzo de la Guerra de Granada protagonista de desposorio final.
La reina fue consciente del papel que como monarca de la Corona de Castilla le había cabido en suerte desempeñar, nada menos que el de culminar durante su reinado la empresa histórica por excelencia de su reino, no dejó a otros que actuaran por ella. Ciertamente, los usos de la época y su condición de mujer, le impidieron conducir a ella misma a sus ejércitos a la guerra, pero ello no significó que la dejase totalmente en manos de su marido Fernando. Siendo el papel de la reina en la contienda destacado por los cronistas coetáneos de la época, como el cronista Alonso de Palencia, el cual considera que la reina, a pesar del protagonismo en el conflicto de su marido Fernando, fue imprescindible para su desarrollo.
Hasta 1483, el papel de la reina en la guerra de Granda fue bastante discreto, porque hasta entonces esa guerra había sido una “guerra andaluza”, es decir, una guerra al estilo tradicional donde menudearon los golpes y contragolpes protagonizados en los fundamental por los caudillos y las ciudades del valle del Guadalquivir, con una discreta participación discreta de la Corona. De ahí su fracaso, a pesar de algunas acciones espectaculares. Siendo a partir del año mencionado, cuando empezó a adquirir la categoría de contienda por parte de de la empresa real, efectuándose por parte de Fernando II de Aragón una primera represalia por el desastre experimentando meses antes por las tropas sevillanas cordobesas en la Axerquía malagueña.
Desde entonces, emerge la presencia directa de la reina como pieza fundamental, la cual se encargaría de todo lo referente al reclutamiento de los hombres de guerra, al envío de pertrechos, dinero y bastimentos al real y a obligar a unos y a otros a cumplir con exactitud las órdenes de los monarcas.
Mencionar su primera campaña organizativa, fue la de Álora en 1484, participación que se muestra en la gran cantidad de cartas expedidas al concejo de Sevilla. Otra de las campañas donde se puso de manifiesto su capacidad organizativa en la retaguardia, ya que su marido se encontraba en el teatro de operaciones, fue en la de Ronda en 1485. Destacar un apunte que recoge el cronista De Pulgar sobre la propia Isabel la Católica, y es que ésta, alentaba a su marido para que prosiguiese las conquistas que considerase oportunas porque “ella enviaría lo que fuese necesario para abastecer la hueste”. La participación prosiguió en posteriores campañas, destacando la de Íllora, una fortaleza clave para iniciar el cerco de Granada, donde la reina adoptaría una decisión que la vincularía a la guerra de una manera personal y directa, siendo esta la visita al campamento cristiano y por tanto, centro de operaciones.
Desde entonces Isabel siguió personalmente, siempre que las condiciones lo permitieran, las principales acciones de guerra, convencida de que su presencia era provechosa para levantar el ánimo de los combatientes, además de un aspecto secundario, no dejar al rey solo durante largas temporadas. Así, en 1487 estuvo presente en el sitio de Málaga, exponiéndose a un intento de asesinato por parte de los sitiados, presencia que le permitió poner su firma en el documento de la capitulación. Tras esta experiencia, solo participaría presencialmente en la fase final de la guerra, que culminaría con la rendición de Granada el 2 de enero de 1492, estando presente en el largo asedio de la ciudad de Granada, y poniendo su firma en las capitulaciones.