Que la Constitución española, como cualquier otra constitución democrática, esté sujeta a cambios y que estos cambios deban sustanciarse por voluntad democrática no quiere decir que la Constitución sea un instrumento inservible que quepa ignorar o dar por amortizado.
Precisamente, frente a las turbulencias del presente, los cambios sociales acelerados y la inconsistencia de los estados, privados en gran parte de su soberanía, la Constitución es el único anclaje seguro para garantizar que el curso de la sociedad se lleve a cabo respetando el pluralismo, la libertad, los derechos fundamentales y los procedimientos democráticos que hacen posible una convivencia en paz.
La Constitución de 1978, una constitución pactada que puso fin a las constituciones de parte, sustentada en un amplio consenso social, ha supuesto un hito en la Historia de España. Gracias a la Constitución, se desplegó un proceso de modernización de España –en todas las esferas, jurídicas, culturales, económicas e institucionales– y se sentaron las bases de una sociedad empoderada de derechos, cuyos frutos llegan hasta nuestros días. No valorar el éxito de una fórmula que ha permitido el mayor desarrollo de nuestras potencialidades como país es desconocer la Historia y la realidad españolas.
Pero es verdad que tanto la Constitución del 78 como otras muchas constituciones de los países desarrollados están aquejadas de una enfermedad, y esa enfermedad consiste en que los procesos globalizadores y el esquema capitalista-financiero que dominan en la actualidad –de lo que es buena muestra la UE– han reformulado los contenidos constitucionales por la puerta trasera.
Dicho de otra forma, el pacto constitucional del 78, que se concretó en la fórmula de Estado Social y Democrático de Derecho, está siendo vulnerado en la práctica mediante el desmantelamiento de sus contenidos sociales. Además de la reforma aplicada al propio texto –como la penosa reforma del art. 135– otros muchos factores inciden en la fractura constitucional, caso de la política legislativa del gobierno conservador, que trata de restringir derechos fundamentales o imponer su moral particular a una sociedad por definición abierta.
La crisis económica, como es bien sabido, ha radicalizado estas contradicciones, haciendo visible que la carga de la crisis recae sobre las espaldas de las clases favorecidas, incluidas las clases medias, saldándose en términos de desigualdad y marginación de amplios sectores de la población.
De manera que tenemos por delante un cuádruple problema que debemos abordar para adecentar la casa: La restitución del pacto social; un pacto territorial que garantice la integración de España como Estado plurinacional y federal; un pacto que garantice la dignidad de las instituciones, gravemente afectadas por la falta de independencia, la corrupción y la ineficacia en su funcionamiento; y un pacto democrático que rediseñe un sistema electoral actualmente injusto y que abra a los partidos políticos a la interacción con la sociedad.
Abordar estos cambios, supone, en efecto, una reforma constitucional. Una reforma que no puede consistir en que el niño se cuele por el desagüe de la bañera. Es decir, que los valores y principios constitucionales que nos hemos dado prevalezcan, así como los elementos sustanciales de la arquitectura constitucional propia de un Estado Social y Democrático de Derecho. Mientras tanto, la defensa de la Constitución, que incluye el respeto a sus reglas de reforma, tiene que ser integral. Defender la Constitución, sí, pero toda ella.
Fuente: http://polop.cpd.ua.es/dossierua/REPOSITORIO/30-06-2014/INFORMACION/LA%20CONSTITUCION%20EN%20EL%20DIVAN.jpg
http://www.diarioinformacion.com/opinion/2014/06/30/constitucion-divan/1519497.html