Concilio de Trento
D. W. Jones comienza explicando qué significado y significancia tienen los concilios generales, algo que ayuda a comprender el concilio de Trento y todo lo que se ha hablado de la contrarreforma, ya que o bien aclara lo que muchos no conocen, o bien refresca la memoria de algunos que si conocen tales procesos. Y escribe que “los concilios generales son asambleas del alto clero que, en representación del conjunto de la Iglesia, definen puntos doctrinales esenciales y otras materias, por medio de decretos que, en principio, obligan a todos los cristianos. Instrumentos del gobierno eclesiástico, este tipo de concilios se han convocado generalmente en situaciones de emergencia, siendo en todo momento considerados como el mejor instrumento de reforma.” Un dato enteramente revelador que resalta el autor es el hecho de que “desde 1471, todos los candidatos al pontificado prometieron y juraron que, si salían elegidos, convocarían un concilio en el plazo de dos años.” Esta promesa fue “sucesivamente incumplida por ocho papas”, que además no cumplieron con un decreto de 1417 en el que se “ordenaba la celebración de concilios cada diez años. La pregunta que se hace Jones es, “¿de qué tenían miedo los pontífices?”, es decir, ¿por qué no convocar un concilio? El motivo principal sería el temor de pérdida de soberanía, ya que en algunos estados ya se gobernaba con gran autonomía respecto a Roma. Los monarcas, además, solían amenazar con convocar un concilio en momentos de confrontación con el Papa, para así vulnerar la autoridad papal. De todas formas Jones apunta al ‘conciliarismo’ como temor principal de los pontífices, es decir, una corriente que estaba en auge, y que contemplaba los concilios para ir restándole importancia a la autoridad papal hasta convertirlos en meros administradores, dándole más capacidad de decisión en cuestiones importantes a los obispos. Por consiguiente, el ‘conciliarismo’ era un movimiento descentralizador en lo tocante a la administración de la Iglesia, por lo que esto muestra que el abordar un concilio no era un problema para el papado por temor a los protestantes. Y dice Jones, “los papas León y Clemente pasaron toda su vida política combatiendo, pero su principal enemigo no fue Martín Lutero.” Una figura ineludible sobre la posibilidad de convocar un concilio fue Carlos V, ya que quiso durante mucho tiempo que se convocase y tuvo el poder para hacerlo, pero no lo hizo. Fue cuando se encontraba Pablo III de papa cuando ambos estaban de acuerdo en convocar un concilio, pero en lo que no estaban de acuerdo era en las materias que se debían tratar en el mismo. El pontífice pretendía la “clarificación doctrinal y la restauración de la autoridad papal”, mientras que Carlos V entendía que “primero se debía abordar la reforma institucional”, ya que solo así los protestantes estarían dispuestos a negociar una reconciliación con Roma.
Es interesantísima la siguiente cita de Jones para entender lo esencial del Concilio de Trento:
“El concilio abrió con la presencia de tan sólo 29 obispos, apenas el 5 por 100 de los prelados procedentes de los territorios que aún eran católicos; de los que asistieron en algún momento a las reuniones conciliares, un tercio eran italianos y una décima parte, españoles; y, hasta la llegada de un grupo significativo de obispos franceses en 1562, ninguno de ellos había conocido de cerca la crisis protestante. Es precisamente ahí donde se encuentra la clave que permite comprender la orientación teológica de Trento, cuya inadecuada representación y su ignorancia acerca de la Reforma protestante, imposibilitaron cualquier intento de llegar a comprender a los herejes. Frente al espíritu de Ratisbona, Trento asumió el papel de defensor de la fe, construyendo el equivalente teológico del muro de Berlín y sustituyendo el pluralismo doctrinal del medievo por la certeza en las materias de doctrina. […] En realidad, ‘aunque hubo herejías y cismas antes de la Reforma protestante, el amplio conjunto de doctrinas que ahora se rebatían representaba una amenaza sin precedentes’ (Pelikan, 1984). Por medio de esas actuaciones, la Iglesia romana consiguió afirmar su autoridad docente y declararse a sí misma como único juez infalible. En definitiva, se consiguió que la acción global contra la Reforma protestante emprendiese finalmente su rumbo.”
En este artículo se nombrarán de soslayo algunos aspectos básicos del Concilio de Trento, por no tratarse este escrito de un trabajo pormenorizado sobre el tema. Así que se van a nombrar algunos aspectos que se explican más claramente en la obra de Jones que en la de Egido. Por ejemplo, que en las dos primeras reuniones tridentinas (1545-1547 y 1551-1552) se trató el tema de la doctrina; y en la tercera (1562-1563) se trato el relativo a la disciplina (control que debían ejercer lo obispos para que las misiones pastorales sobre los fieles se llevaran a cabo). Destaca un personaje como es el cardenal Carafa, el que sería papa Pablo IV (1555-1559). Su política y forma de ver la Iglesia católica en general estaba colmada de un gran fanatismo, y el hecho de que fuera este personaje el que fundara la Inquisición romana (1542) es un hecho que da buena muestra de ello. Durante los años de este papa la reforma perdió vigor, ya que era antirreformista, y eso que con la reforma católica que suponía el Concilio de Trento tanto el pontífice como la misma Iglesia salían reforzados, elevando las cotas de la autoridad pontificia. No así, los nueve papas entre 1559 y 1600 se comprometieron con la reforma. Jones también aborda la cuestión acerca de la residencia de los obispos, de si debían permanecer en sus diócesis y no acumular otros beneficios, algo que también es nombrado por Egido. Esta -cuya cuestión fue sobre todo la residencia de los obispos y acumulación de beneficios- fue una de las reuniones más violentas del concilio (1562), y no se resolvió sino mediante una fórmula ambigua que lo dejaba todo en el aire, pero que por supuesto mantenía intacta la autoridad del papa. Es brillante Jones en una de las conclusiones que ejecuta, ya que después de unos párrafos reflexivos acerca del asunto, afirma que después de todo, “las prerrogativas papales no solo resultaron indemnes, sino que además no tardarían en reforzarse.” Y termina diciendo, “al fin y al cabo, ésta era la época de las monarquías absolutas”. Y es totalmente cierto, la Iglesia católica, con su príncipe o monarca en la figura del papa -tenida como una monarquía más, siendo de vital importancia política, social y económica- seguía la tendencia de la política de Estado del momento.
Mujeres en la contrarreforma. El ejemplo de Teresa de Ávila
Otro de los objetos de estudio de Jones es el papel que le corresponde a las mujeres en la contrarreforma a través de la sugestiva figura de Teresa de Ávila, que fue una auténtica revolucionaria dentro de los límites de la Iglesia católica, siendo consciente de los límites que la mujer tenía impuestos en aquel momento. Así, en 1562 abriría su primer convento de carmelitas descalzas. “Concibió la pobreza total como liberadora [y] anuló los poderosos intereses privados de las familias nobles. […]Trató de imponer una política de admisiones igualitaria, claramente contraria al rango nobiliario que se requería para ingresar en la mayoría de los conventos femeninos españoles.” (Jones, 1995). No pudiendo ser misionero, que es lo que ella habría querido, optó porque las mujeres fueran las protagonistas de “una contrarreforma de la oración” (Egidio, 1980), de forma que desde la oración de los dieciséis conventos que fundó, se pudiera “asestar un golpe directo a la herejía” (Jones, 1995). A la muerte de Teresa de Ávila se fue desmoronando el sentido de estos conventos y, debido a la depresión económica y a los prejuicios xenófobos y sexuales (y sexistas) que fueron surgiendo, el ideario teresiano sucumbió ante la pobreza espiritual y el estado de paranoia en el que se fue sumiendo España. Vemos por ejemplo lo que dijo de Teresa Felipe Sega, nuncio del papa (1579): “[Es] una viajera inquieta, una mujer desobediente y contumaz, que ha inventado nocivas doctrinas a las que llama devoción… y que enseña a otras en contra de los mandamientos de san Pablo, que prohibió a las mujeres que enseñasen”. Esto, que corresponde a un extracto que destaca Jones en su libro, muestra como serían los obstáculos a los que tuviera que hacer frente Teresa de Ávila solo por el hecho de ser mujer.
Sociedad en la contrarreforma
El autor también realiza un análisis sobre la sociedad en los tiempos de la contrarreforma, así como el impacto de la misma sobre la primera. Y desmonta algunos estereotipos que se suelen atribuir a la sociedad, como el respectivo al conocimiento de las sagradas escrituras. Por supuesto era bajísimo el porcentaje de gente que poseía tal conocimiento, pero lo interesante de la explicación de Jones es que muestra que no existe, ni mucho menos, tanta diferencia entre el conocimiento que tenían las clases altas y las bajas sobre religiosidad. También habla de que la superstición estaba a la orden del día y que, por ejemplo, un rey como Felipe II ostentaba una colección de unas 7.000 reliquias. Es decir, que la sociedad en la época de la contrarreforma era ignorante por lo general sin hacer distinción entre clases, y lo mágico y supersticioso convivía con la religión ortodoxa hasta en el caso particular del mismísimo rey. Hace hincapié en que los hombres y las mujeres de la época de la contrarreforma -como los hombres y mujeres de tiempos anteriores a esta-, por lo general solo buscaban sobrevivir a los infortunios que les podía deparar la vida diaria, por lo que abrazar la religión junto a supersticiones de todo tipo era algo habitual. Y el hecho de creer en un dogma religioso era algo más funcional que devocional. En consonancia a todo esto, termina diciendo que “así, las peregrinaciones, el rosario, las bendiciones y los exorcismos se mezclaron con los conjuros y las curaciones propias del folklore. Sin querer exagerar, la religiosidad local, con su profunda percepción de los ritos y los objetos sagrados, se vio de algún modo reforzada, y la aprobación tridentina de imágenes, reliquias y santos así lo garantizó, conservando las iglesias llenas de fieles.”
Esclavitud en el Nuevo Mundo
La síntesis de Jones se hace especialmente relevante en este capítulo, en el que tiene como referencia la conquista de América por los españoles y compara el modus operandi del imperio en las tierras conquistadas con algunos de los postulados de Maquiavelo en su obra el Príncipe. Además, habla de cómo se extiende la creencia de que esas tierras nuevas conquistadas son puras, comparándolas con el paraíso que se muestra en el Antiguo Testamento, y que en aquel lugar podría llevarse a cabo una refundación de la cristiandad pura y sin mácula. Toda una serie de estudios y de teorías acerca de los indígenas fueron surgiendo, algunas de estas teorías vistas desde el prisma actual resultan del todo descabelladas, aunque eso muestra la diferencia entre la mentalidad actual y la de épocas anteriores. Lo cierto es que el Imperio Español impuso un sistema esclavista y de abuso para con los indígenas que hizo que órdenes como los dominicos o los jesuitas se posicionaran totalmente en contra. Las bases de la contrarreforma dan un vuelco en estos momentos, ya que el escenario geopolítico y religioso cambia totalmente. Tanto una como otra orden se situaban en contra del maquiavelismo que amenazaba los fundamentos de la sociedad cristiana. La condición de tomistas tanto por parte de dominicos como de jesuitas, hacía que afirmaran que “todo el mundo tenía capacidad inherente para observar las leyes naturales universales ‘que Dios ha inscrito en sus corazones’ (Francisco de Vitoria, ca. 1535)”, lo cual hacía que se situaran en contra de la esclavitud, ya que el Imperio Español se escudaba en que aquellos indígenas eran paganos y como tales no eran comunidades legítimas, por lo que podían ser esclavos, y que solo las comunidades legítimas fundadas en la piedad no podían ser comunidades esclavas.
‘En su visión de las capacidades del hombre, los conquistadores habían cometido el mismo error que Lutero’ (Skinner, 1978). Una gran ironía.
En el siguiente y último artículo, la conclusión.