BIBLIOGRAFÍA

-La España Moderna, Martínez Ruiz Enrique, Giménez Enrique, Armillas José Antonio, Maqueda Consuelo.

-Época moderna : de la monarquía hispánica a la crisis del Antiguo Régimen Bustos Rodríguez, Manuel

-Historia de España en la Edad Moderna.
Floristán Imizcoz, Alfredo

Revistas:

Clio, año 3; nº30 (pág 54-61)

Clio, año 5; nº 59 (pág 30-39)

La aventura de la Historia, año 5; nº 54 (pág 32-39)

La aventura de la Historia, año 8; nº 97 (pág 60-70)

Historia y vida, nº 450 (pág 68-79)

Historia de Iberia Vieja, nº61 (pág 32-37)

Páginas web:

http://herenciaespanola.blogspot.com

http://www.artehistoria.jcyl.es

http://gagomilitaria.blogspot.com

http://es.oocities.com/capitancontreras/

http://www.youtube.com/

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EL SIGLO GLORIOSO DE LOS TERCIOS

1525.

El ejército de Carlos V derrota en Pavía a los franecses de Francisco I, con lo que consolida su poder en Italia y su modelo militar.

1536.

Publicación de la Instrucción de Génova, por la que Carlos V organiza en Tercios la infantería española destacada en Italia.

1548.

Batalla de Mühlberg (Sajonia); victoria de los ejércitos imperiales católicos e hipotético restrablecimiento del catolicismo en Alemania con concesiones a los protestantes.

1571.

Batalla de Lepanto; victoria de los Tercios de Mar en la ofensiva naval contra los otomanos.

1576.

Los Tercios de infantería española, que llevan meses sin cobrar, se amotinan y saquean Alost y Amberes.

1578.

Los Tercios de Flandes, comandados por don Juan de Austria, derrotan a las fuerzas de los Estados Generales de los Países Bajos en Gembloux, junto a Namur.

1591-1597.

El Ejército de Flandes penetra en territorio francés y se apodera de plazas fronterizas con los Países Bajos.

1604.

Spínola arrebata Ostende a los holandeses tras un largo asedio.

1620.

Tropas del ejército de Flandes comandadas por Ambrosio de Spínola invaden el Palatinado.

1625.

Spínola toma Breda en nombre de Felipe IV.

1629-1632.

Avance de los holandeses y pérdida de importantes plazas en los Países Bajos.

1633.

Un ejército comandado por el duque de Feria asegura el camino español, al explusara los suecos de Alsacia.

1634.

El cardenal-infante don Fernando abandona Milán para dirigirse a Bruselas y vence a los suecos en Nördlingen.

1639.

Los holandeses derrotan a la Armada española en la Batalla de Las Dunas.

1643.

Los franceses vencen a los Tercios de Flandes en la Batalla de Rocroi.

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LA FAMA DE LOS TERCIOS

Durante más de un siglo, los Tercios debieron tener una fama similar a la que en su día pudieron tener las legiones romanas. Roland de Guyond, un famoso capitán que luchó contra ellos, escribía que cuando atacaron la ciudad de Amberes, el 4 de noviembre de 1576, la dio por perdida, pues “yo conocía bien a toda aquella gente, soldados, generales y sabía de lo que eran capaz”. Razón tenía. Amberes estaba defendida por 22000 hombres, y se resguardaba tras muros de cinco metros. Sobre ellos cayeron 5000 españoles y los arrollaron.

Sus victorias se basatabn en una técnica mil veces ensayada, en un ánimo sin desmayo para soportar los sufrimientos y privaciones de la guerra, en un valor sereno para afrontar la muerte y en un afán de honor, reputación y mértio que les movía a acometer las mayores empresas y correr los más atrevidos riesgos.

Raffaele Puddu escribe: “Para fomentar el mérito y los servicios de los soldados españoles y la oportunidad de que el soberano les favoreciese con respecto a sus otros súbditos que también le servían con las armas, se les recordaba que ellos constituían el principal nervio sobre el que reposaba el poderío y la seguridad del Imperio”.

La pobre soldada suscitaba el alistamiento, como decía la coplilla:

A la guerra me lleva mi necesidad;

Si tuviera fortuna, no fuera en verdad.

Pero también la búsqueda de oportunidades fuera de las peleadas tierras mesetarias, el afán de conocer otros lugares y correr aventuras prodigiosas, tal como prometían quienes realizaban las levas, muchos de ellos veteranos capitanes de los Tercios. Una vez alistados, difícilmente se abandonaban las filas, salvo en caso de muerte, heridas o enfermedad graves.

Los soldados permanecían por costumbre, falta de perspectiva o ambición de hacer carrera militar.

Prestigio, honra, ascensos fueron el gran motor de los Tercios, a cuyos soldados ha querido asimiliar la Leyenda Negra bravuconería, matonismo y violencia. Habría casos, sin duda, pero no era ni mucho menos la tónica general. Por el contrario, según François de la Noue, el famoso general francés conocido como Brazo de Hierro, que disputó varias batallas a los Tercios y fue prisionero suyo: “Entre los españoles , en seis meses, no asistimos ni a un litigio, ya que estos desprecian a los pendencieros y se vanaglorian de ser moderados. Y si se suscita una lid, hacen todo lo posible por componerla, mejor, hasta cuando es necesario dirimirla por las armas, salen de ella con honor”·

Los Tercios no eran lugar para espadachines y matones. Según observa Miguel de Cervantes a través de su personaje el Licenciado Vidriera: “tales tipos, cuando llegan al campo de batalla olvidan de repente un arte que han ostentado con orgullo en cien duelos y riñas de taberna.

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EL CAMINO ESPAÑOL

Durante los 80 años que duró la guerra en Flandes, entre los siglos XVI y XVII, era necesario enviar tropas desde el norte de Italia a través de corredores militares.

1.La primera ruta.

El itinerario original cruzaba el Franco-Condado, Alsacia, Alemania, Suiza y Lorena, y fue utilizado militarmente por primera vez en 1566 por el duque de Alba, cuando tuvo que trasladar a Flandes el ejército que debía acabar con la rebelión en ese país. La imposibilidad de llegar a él por mar, debido a la hostilidad inglesa, francesa y holandesa, hizo del Camino Español durante muchos años la única vía de aprovisionamiento de los tercios, hasta que Francia, poco a poco, consiguió estrangular también ese acceso vital.

El camino fue una hazaña logística asombrosa para su tiempo y estuvo vigente hasta 1622.

2.La segunda ruta.

En 1622, el duque de Saboya se alió con Francia para impedir el paso de los tercios por su territorio. La hostilidad de Saboya obligó a buscar una segunda ruta que, partiendo de Milán, atravesaba los valles suizos de Engadina y Valtelina hasta Landeck, en el Tirol, y de ahí, bordeando el sur de Alemania, cruzaba el Rin por Breisach, en Alsacia, y alcanzaba los Países Bajos por Lorena.

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EL ASEDIO DE BREDA, 1625.

Una disputada plaza fuerte.

La ciudad y plaza fuerte holandesa de Breda se halla enclavada en el Brabante Superior, junto a la confluencia de los ríos Mark y Aa, prácticamente a mitad de camino en línea recta entre Bruselas (unos 80 Km al sur) y Amsterdam (unos 90 Km al norte). En el siglo XVII la ciudad, atravesada por varios canales, poseía importantes fortificaciones. Su castillo, edificado en 1350 por Jan de Polanen, señor de la ciudad, fue restaurado en 1536 por Enrique de Nassau y, en fin, reformado en 1696 por Guillermo III, dándole su forma actual. Fue allí donde se redactó el Compromiso de los Nobles o de Breda, una serie de reclamaciones firmadas por dos mil personalidades flamencas y presentadas a Margarita de Parma, gobernadora de los Países Bajos en nombre de Felipe II, solicitando la supresión del edicto de 1564, que establecía la Inquisición y abolía la libertad de culto.

El rechazo de dicho documento por el monarca español fue uno de los detonantes de la rebelión de las Provincias Unidas, en los cuales la plaza de Breda fue sangriento teatro de operaciones, aunque también marco de reuniones diplomáticas, como el Congreso de Breda de 1575, donde se intentó infructuosamente llegar a un acuerdo entre España y los holandeses, quienes tomaron la plaza en 1579. Los españoles la recuperaron en 1581, pero en 1590 Guillermo de Orange la tomó de nuevo. Sitiada por Spínola, se rindió a las tropas españolas en 1625, siendo recuperada definitivamente por los holandeses, mandados por Federico Enrique de Nassau, en 1637, tras cuatro meses de heroica resistencia. Unos años más tarde, su castillo sirvió de refugio en el exilio a Carlos II de Inglaterra, quien redactó allí su Declaración de Breda (1660), en la cual prometía una amnistía a sus súbditos y aceptaba las principales reivindicaciones planteadas por los parlamentarios en 1641, lo que hizo posible su restauración en el trono inglés. Poco después, en 1667, se firmó allí el Tratado de Breda, concertado entre Francia, Inglaterra, Dinamarca y las Provincias Unidas (Holanda), que puso fin a la segunda guerra marítima anglo-holandesa.

La rendición de Breda, Velázquez

La rendición de Breda, Velázquez

Este Cuadro del pintor sevillano Diego de Silva, más conocido como Velázquez, representa la entrega de las llaves de la ciudad de Breda al general don Ambrosio Spinola y Grimaldi, marqués de los Balbases, por parte de Justino de Nassau (hermano de Mauricio de Nassau). A la derecha, las tropas españolas enarbolan las picas ante las holandesas, visiblemente abatidas, una razón por la que el cuadro sea conocido por el sobrenombre de: “las lanzas”.

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SE NECESITAN COMBATIENTES

El estallido de las rebeliones de Portugal y Cataluña en 1640 abrió dos nuevos frentes de guerra en la península Ibérica que generaron demanda de soldados. El enfrentamiento armado con Francia también se estaba desarrollando en el norte de Italia y no se pudo contar con los veteranos allí curtidos. Se recurrió a españoles recién reclutados, con el consiguiente cambio radical en el carácter de las fuerzas de infantería peninsulares que se organizaron en Tercios.

Paralelamente, la demanda de combatientes para prestar servicio en las mismas zonas de reclutamiento creció en todos los escenarios de guerra y cada vez hubo más Tercios originarios del país donde operaba la unidad. La ausencia de veteranos y la progresiva falta de recursos para financiar los múltiples frentes abiertos minaron la eficacia del Tercio conforme avanzaba la segunda mitad del siglo XVII. En esta etapa, el frente de los Países Bajos tuvo que ser relegado desde el primer momento y los Tercios de Flandes fueron derrotados por los franceses en Rocroi (1643) y por Holandeses en Hulst (1645). En Cataluña detuvieron la insurrección pero las derrotas sobrevinieron en casi todos los escenarios a partir de esa fecha. A finales del siglo XVII, la extinción de la dinastía de los Austrias y la entronización de los Borbones trajeron notables cambios políticos y también militares en respuesta a las exigencias de la Guerra de Sucesión española (1702-1714). Entre ellos, la organización de las fuerzas de infantería en unidades organizas y tácticas distintas: los regimientos, comandados por coroneles, con lo que acabó la trayectoria de la unidad militar más importante de los siglos XVI y XVII.



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LA ESTRATEGIA FRANCESA QUE DEBILITÓ A LOS TERCIOS

El sistema de expatriación militar que sustentaba la eficacia del Tercio tuvo que ser abandonado conforme avanzaba el siglo XVII, ante la creciente inseguridad de los corredores militares que comunicaban Italia con Flandes. Para debilitar la hegemonía europea de los Austrias españoles, Francia atacó el corazón mismo del sistema y tras el estallido de la guerra franco-española de 1635, que no concluyó hasta la firma de la Paz de los Pirineos (1659), resultó imposible trasladar veteranos por tierra a los Países Bajos. El inicio de la Guerra de los Treinta Años en 1618 también impuso cambios en la geografía del reclutamiento. Se hizo más difícil realizar levas en Alemania y el peso de la infantería nativa de los Países Bajos fue cada vez mayor en el Ejército de Flandes. La corona trató de consolidar, sin éxito, una ruta marítima alternativa para el traslado de tropas, desde los puertos gallegos y cantábricos hasta los de Dunkerque, Nieuwpoort y Ostende. La Armada de Flandes, potenciada a partir de 1621, realizó varias expediciones después de 1635, pero no fue capaz de trasladar efectivos con regularidad: la flota holandesa controlaba los accesos a las costas flamencas. La derrota del almirante Antonio de Oquendo ante los holandeses en la Batalla de Las Dunas (1639) significó el fin de esta vía.

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CAPITANES INTRÉPIDOS

Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba.

Fue general del emperador en Alemania, Italia y Flandes. En su dura represión de la revuelta flamenca (1567-1573) obtuvo importantes victorias sibre los rebeldes, pero fracasó en su intento de aniquilar toda resistencia. Aun así, su carrero no se truncó y asumió el mando del ejército que respaldó la candidatura de Felipe II al trono de Portugal en 1580.

Don Juan de Austria

Hijo natural de Carlos V. Batalló en múltiples frentes de guerra: reprimió la rebelión de los moriscos de Granada (1568-1570), dirigió los Tercios de Mar Mediterráneo (1571-1576) y comandó los Tercios de Flandes entre 1576 y 1578.

Ambrosio de Spínola

Nacido en Italia, sirvió a la monarquía española. En el frente de Flandes su ascenso fue fulgurante tras lograr la expugnación de Ostende n 1604. Felipe III lo nombró maestre de campo general del Ejército de Flandes. Spínola arrebató muchas otras plazas a los holandeses, como Breda (1625). En 1629 volvió a Italia para acaudillar el ejército que actuaba en Lombardía.

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VETERANOS EN TODOS LOS FRENTES

El apogeo del sistema del Tercio se sitúa entre 1567 y1598 (año en que se firma la Paz de Vervins con los franceses) y se asocia a fuerzas expedicionarias. El inicio de las Guierras de Flandes motivó el traslado a los Países Bajos de tropas procedentes de los Tercios de Italia, convertidos en germen y vivero de los restantes Tercios repartidos por los distintos escenarios de operaciones de la monarquía. En el verano de 1567, el duque de Alba llegó a Bruselas al mando de varios miles de infantes españoles organizados en Tercios, identificados por su unidad de procedencia. En Flandes se concentraron soldados veteranos, cuyo largo entrenamiento y experiencia de servicio los convertitía en una verdadera élite militar. Su movilización se había efectuado a través de una serie de valles que comunicaba el norte de Italia con los Países Bajos, corredores militares conocidos como camino español pos su asidua utilización para el traslado de tropas hasta la década de 1630. Estos corredores adquirieron una importancia vital en el sistema militar de los Austrias españoles, en el que era primordial el intercambio constante de soldados entre los alejados teatros de operaciones y la colocación de combatientes veteranos en los frentes más comprometidos, como Flandes. Los profesionales daban mejores resultados que los soldados de leva: tenían una mayor destreza en el manejo de las armas; dominaban las maniobras y los despliegues tácticos; contaban con espíritu de cuerpo, orden y disciplina. Por eso, los Tercios de infantería española se convirtieron en un modelo y un mito en la Europa de su tiempo.

La preponderancia manifestada por los Tercios en combate se apoyó en bases administrativas y financieras sólidas. Mantener semejante sistema de expatriación militar representaba gastos adicionales que Felipe II sufragó con un eficaz sistema de crédito  y transferencia de recursos dinerarios que se alimentaba de los cargamentos de metales preciosos llegados a Sevilla desde las Indias y de las incesantes aportaciones fiscales de la corona de Castilla. A cuenta de estos ingresos, los banqueros del rey adelantaban fondos a las plazas de cambio más estratégicas y pujantes, singularmente las del norte de Italia y la de Amberes.

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LOS PROBLEMAS DE PAGO DE LA CORONA

Las pagas no siempre se distribuían con puntualidad en los Tercios. La periodicidad dependía de la solvencia del Tesoro militar. El sistema de crédito y transferencia de caudales que la corona utilizaba para mantener sus ejércitos resultaba vulnerable y su capacidad no era ilimitada. Cuando la llegada de las floas de plaa de las Indias se retrasaba, los banqueros reales podían  detener el pago de las letras de cambio que nutrían las tesorerías militares eran incapaces de financiar operaciones defensivas u ofensivas imprevistas. Y también los gastos ordinarios, determinados en gran medida por el número de soldados en nómina, solían descuidarse cuando la corona se veía obligada a priorizar unos frentes en detrmiento de otros. En algunos, las tropas podían pasar muchos meses sin recibir sus pagas.

Los soldados profesionales que formaban los Tercios no se quedaban indiferentes. Solían actuar de dos maneras: se amotinaban, acaudillados por sus oficiales, para reclamar los atrasos, o se aprovechaban de la población civil con la complicidad de sus superiores para asegurarse el sustento mediante el pillaje y el botín obtenido en el saqueo de ciudades, villas y campañas. Los motines fueron habituales en el Ejército de Flandes entre 1570 y 1607, y los llamados desórdenes militares persistieron en los Países Bajos durante todo el siglo XVII. El episodio más cruento fue el Saco de Amberes de 1576, un brutal saqueo protagonizado por las tropas de infantería española mal remuneradas que influyó en la formación de la leyenda negra de los españoles en Flandes.

Saqueo de una aldea en Flandes. Pintura de Sebastiaan Vrancx (slgo XVIII)

Saqueo de una aldea en Flandes. Pintura de Sebastiaan Vrancx (slgo XVIII)

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LA INVENCIBLE, 1588

¿Por qué fracasó?
A finales de mayo de 1588, una impresionante flota abandonaba el Tajo con rumbo a Inglaterra. Su finalidad era invadir el reino gobernado por Isabel Tudor y, tras derrocar a la hija de Enrique VIII, reimplantar el catolicismo. En apariencia, la empresa no podía fracasar pero al cabo de unos meses se convirtió en un sonoro desastre.

Las causas fueron identificadas por Felipe II con “los elementos” adversos mientras que los ingleses las atribuyeron a su flota supuestamente dotada de una mayor pericia que la ostentada por la española. Tampoco han faltado los que han buscado un elemento sobrenatural que ha ido de la acción de las brujas inglesas a la intervención directa de Dios castigando la posible soberbia española o protegiendo la Reforma. Sin embargo, por encima de consideraciones trascendentes, ¿por qué fracasó la Armada invencible?

A finales de mayo de 1588, una armada española de impresionantes dimensiones descendía por el Tajo. Dos días fueron necesarios para que la flota —que contaba con más de 130 navíos entre los que se hallaban sesenta y cinco galeones— se agrupara en alta mar. El propósito de aquella extraordinaria agrupación que llevaba a bordo treinta mil hombres era atravesar el canal de la Mancha y reunirse en la costa de Flandes con un ejército mandado por el duque de Parma. Una vez realizada la conjunción de ambos ejércitos, la flota se dirigiría hacia el estuario del Támesis con la intención de realizar un desembarco y marchar hacia Londres. De esa manera, las tropas españolas procederían a derrocar a la reina Isabel I Tudor para, acto seguido, reinstaurar el catolicismo. No sólo se asestaría un golpe enorme al protestantismo sino que además Felipe II vería favorecida su situación en los Países Bajos donde una guerra que, aparentemente, iba a durar poco estaba drenando peligrosamente los recursos españoles.

Para el verano de 1588, Inglaterra y España llevaban en un estado de guerra no declarada casi cuatro años. En 1584, precisamente, el duque de Parma, al servicio de Felipe II, había asestado un terrible golpe a los rebeldes holandeses al conseguir que unos agentes a su servicio asesinaran al príncipe de Orange. Por un breve tiempo, pareció que la causa de los flamencos estaba perdida y que el protestantismo podría ser extirpado de los Países Bajos. Sin embargo, justo en esos momentos, Isabel de Inglaterra decidió ayudar a los holandeses con tropas y dinero. La acción de Isabel implicó un notable sacrificio en la medida en que sus recursos eran muy escasos pero a la soberana no se le escapaba que un triunfo católico en Flandes significaría su práctico aislamiento, aislamiento aún más angustioso dada la pena de excomunión que contra ella había fulminado el papa al fracasar los intentos de casarla con un príncipe francés o con el propio Felipe II trayendo así a Inglaterra nuevamente a la obediencia al papa. La ayuda inglesa —a pesar de sus deficiencias— resultó providencial para los flamencos y a este motivo de encono se sumó que en 1587 Isabel ordenara ejecutar a María Estuardo, reina escocesa de la que pendía la posibilidad de una restauración del catolicismo en Inglaterra y sobre la que giraba una conjura católica que pretendía asesinar a la soberana inglesa. A todo lo anterior, se sumaban las acciones de los corsarios ingleses —especialmente Francis Drake—, que en 1586 lograron que no llegara a España ni una sola pieza de plata de las minas de México o Perú precisamente en una época en que las finanzas de Felipe II necesitaban desesperadamente los metales de las Indias.


La reina inglesa fué la mayor beneficiaria del triunfo, ya que su dudosa popularidad y su gobierno se revalorizaron como la espuma tras “frenar” la invasión española.

La posibilidad de que la invasión tuviera éxito no se le escapaba a nadie. De hecho, el papa Sixto V ofreció a Felipe II la suma de un millón de ducados de oro como ayuda para la expedición y, por otra parte, resultaba obvio que el poder inglés era muy menguado si se comparaba con el español. A la sazón, las nunca bien establecidas finanzas de Inglaterra pasaban uno de sus peores momentos y, de hecho, aunque las noticias de la expedición española no tardaron en llegar, no se tomaron medidas frente a ella fundamentalmente porque no había fondos. Por si fuera poco, en los cinco años anteriores no se había gastado ni un penique en mejorar las defensas costeras. Sin embargo, la realidad no era tan sencilla y, desde luego, no se le ocultaba ni a Felipe II ni a sus principales mandos.

Hacia finales de junio, unas cuatro semanas después de que la Armada hubiera dejado el Tajo, el duque de Medina Sidonia, que estaba al mando de la expedición y que acababa de sufrir la primera de las tormentas con que se enfrentaría en los siguientes meses, viéndose obligado a buscar refugio en La Coruña, escribió a Felipe II señalándole que muy pocos de los embarcados tenían el conocimiento o la capacidad suficientes para llevar a cabo los deberes que se les habían encomendado. En su opinión, ni siquiera cuando el duque de Parma se sumara a sus hombres tendrían posibilidades de consumar la empresa. Semejante punto de vista era el que había sostenido el mismo duque de Parma desde hacía varios meses. En marzo, por ejemplo, había comunicado a Felipe II que no podría reunir los 30.000 hombres que le pedía el rey y que incluso si así fuera se quedaría con escasas fuerzas para atender la guerra de Flandes. Dos semanas más tarde, Parma volvió a escribir al rey para indicarle que la empresa se llevaría a cabo ahora con mayor dificultad. No sólo eso. En las primeras semanas de 1588, el duque de Parma había propuesto entablar negociaciones de paz con Isabel I, una posibilidad que la reina había acogido con entusiasmo dados los gastos que la guerra significaba para su reino y que hubiera podido acabar en una solución del conflicto entre ambos permitiendo a Felipe II ahogar la revuelta flamenca. Sin embargo, el monarca español no estaba dispuesto a dejarse desanimar —como no se había desanimado cuando en febrero de 1588 murió el marqués de Santa Cruz, jefe de la expedición, y hubo que sustituirlo deprisa y corriendo por el duque de Medina Sidonia— ni por el pesimismo de sus mandos ni tampoco por las noticias sobre el agua corrompida, la carne podrida y la extensión de la enfermedad entre las tropas. Ni siquiera cuando el embajador ante la Santa Sede le informó de que el papa “amaba el dinero” y no pensaba entregar un solo céntimo antes de que las tropas desembarcaran en Inglaterra, dudó de que la expedición debía continuar su camino. A fin de cuentas, el cardenal Allen había asegurado a España que los católicos ingleses —a los que Isabel, deseosa de reinar sobre todos los ciudadanos y evitar un conflicto religioso como el que Felipe II padecía en Flandes, había concedido una amplia libertad religiosa inexistente para los disidentes en el mundo católico— se sublevarían como un solo hombre para ayudar a derrocar a la reina. Así, en contra de los deseos de Medina Sidonia, Felipe II ordenó que la flota prosiguiera su camino.

El 22 de julio, la armada española se encontró con otra tormenta, esta vez en el golfo de Vizcaya. El 27, la formación comenzó a descomponerse por acción del mar y al amanecer del 28, se habían perdido cuarenta navíos. Durante veinticuatro horas no se tuvo noticia de ellos pero, finalmente, uno consiguió llegar al lugar donde se encontraba el grueso de la flota para indicar dónde se hallaban los restantes barcos. Por desgracia para Medina Sidonia, ese grupo de embarcaciones fue avistado por Thomas Fleming, el capitán del barco inglés Golden Hind, que inmediatamente se dirigió a Plymouth para dar la voz de alarma. Allí llegaría el viernes 29 de julio encontrándose con Francis Drake que, a la sazón, jugaba a los bolos. La leyenda contaría que Drake habría dicho que había tiempo para acabar la partida y luego batir a los españoles. No es seguro pero de lo que cabe poca duda es de que para la flota española fue una desgracia el que la descubrieran tan pronto. Mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma.
A finales de julio de 1588 mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma. Para la flota inglesa, la llegada de los españoles significó una desagradable sorpresa.
Habían especulado con la idea de atacar la Armada mientras se hallaba fondeada en La Coruña —una idea defendida por el propio Drake— y ahora los navíos de Medina Sidonia estaban a la vista de la costa cuando distaban mucho de poder considerarse acabados los preparativos de defensa. Ahora, lo quisieran o no, los navíos ingleses no tenían otro remedio que enfrentarse con los españoles e intentar abortar el desembarco. El domingo 31 de julio, hacia las nueve de la mañana, mientras la Armada avanzaba por el canal de la Mancha en formación de combate, un barco inglés llamado Disdain navegó hasta su altura y realizó un único disparo. En el lenguaje de la época aquel gesto equivalía al lanzamiento de un guante previo al inicio del combate. Aquel día, la flota española —la vencedora de Lepanto— iba a descubrir que en tan sólo unos años su táctica se había quedado atrasada.

La Armada española se desplazaba en forma de V invertida. Ese tipo de formación no sólo permitía enfrentarse con ataques lanzados desde ambos flancos sino que además, situando los galeones en las alas, facilitaba entablar combate con las naves enemigas que, finalmente, eran abordadas por los infantes españoles, a la sazón los mejores de Europa. Esa forma de combate naval había dado magníficos resultados en el pasado y de manera muy especial en Lepanto, pero durante los años siguientes los españoles no habían reparado en los avances de la guerra naval. Sus cañones tenían un calibre inferior al de los ingleses, sus proyectiles eran de peor calidad, sus naves —aunque impresionantes— eran más lentas en la maniobra y, sobre todo, su formación implicaba un tipo de maniobra que, en realidad, repetía en el mar la disposición de las fuerzas de tierra. Para sorpresa suya, los barcos ingleses se acercaban en una formación nunca vista, es decir, en una sola fila, lo que llevó a pensar que debía existir otra fila que podía aparecer en cualquier momento. Para colmo, a diferencia de los turcos de Lepanto, los ingleses no se acercaban hasta los barcos enemigos buscando el combate casco contra casco sino que disparaban y, a continuación, se retiraban evitando precisamente que se produjera el abordaje. El enfrentamiento resultó desconcertante pero no puede decir que fuera adverso para los españoles. De hecho, cuando concluyó, la Armada estaba intacta y prácticamente no había recibido ningún daño de importancia. Al final de la jornada, dos navíos españoles se verían fuera de combate pero la razón fue una colisión entre ellos.

Al amanecer del día siguiente, la flota española había llegado hasta Berry Head, el extremo suroriental de la bahía de Tor. A esas alturas, Lord Howard, el almirante inglés, contaba con refuerzos considerables y hubiera podido atacar a la Armada pero sir Francis Drake, al que se había conferido el honor de llevar la luz que indicaba a los otros barcos la ruta que debían seguir, se lo impidió. Drake, corsario más que otra cosa, había previsto la posibilidad de capturar una presa y se había apartado de la flota inglesa sin encender una luz que habría puesto sobre aviso a su potencial captura. El resultado fue que el resto de la flota se mantuvo inmóvil y tan sólo el buque insignia de Lord Howard y un par de barcos más persiguieron a los españoles. Drake, efectivamente, capturó el barco español pero la flota inglesa no se reagrupó antes del mediodía y ni siquiera entonces llegó a hacerlo correctamente. Esa circunstancia fue captada por la flota española y Medina Sidonia decidió junto con la mayoría de sus mandos aprovecharla para asestar un golpe de consideración a los ingleses. Para llevar a cabo el ataque, resultaba esencial la participación de las galeazas que estaban al mando de Hugo de Moncada, el hijo del virrey de Cataluña. Sin embargo, Moncada no estaba dispuesto a colaborar. Tan sólo unas horas antes, Medina Sidonia le había negado permiso para atacar a unos barcos ingleses y ahora Moncada decidió que respondería a lo que consideraba una ofensa con la pasividad. Ni siquiera el ofrecimiento de Medina Sidonia de entregarle una posesión que le produciría 3.000 ducados al año le hizo cambiar de opinión. Se trató, no puede dudarse, de un acto de desobediencia deliberada y de no haber muerto Moncada unos días después seguramente hubiera sido juzgado pero, en cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Cuando, finalmente, se produjo la batalla, los ingleses se habían recuperado.

Poco después del amanecer del 2 de agosto de 1588, Lord Howard dirigió su flota hacia la costa de Pórtland Bill en un intento de desbordar el flanco español que daba sobre tierra, pero Medina Sidonia lo captó impidiéndolo. Durante las doce horas que duró la lucha, los españoles hicieron esfuerzos denodados por abordar a los barcos enemigos y en alguna ocasión estuvieron a punto de conseguirlo. No lo lograron pero tampoco pudo la flota inglesa, a pesar de los intentos de Drake, causar daños a la española. Cuando concluyó la batalla, la Armada se reagrupaba con relativa facilidad, no había perdido un solo barco y continuaba su rumbo para encontrarse con el duque de Parma y, ulteriormente, desembarcar en Inglaterra. A decir verdad, esta última parte de la operación era la que seguía mostrándose angustiosamente insegura. La noche antes de la batalla de Pórtland Bill, el duque de Medina Sidonia había despachado otro mensajero hasta el duque de Parma y para cuando se produjo el combate ya eran dos los correos españoles que se habían entrevistado con él. Las noticias no eran, desde luego, alentadoras porque el duque de Parma no tenía a su disposición ni las embarcaciones ni las tropas necesarias.

Sin embargo, los ingleses carecían de esta información y para colmo de males al hecho de no haber causado daño alguno a la Armada se sumaba el agotamiento de sus reservas de pólvora y proyectiles y el pesimismo acerca de la táctica utilizada hasta entonces. Mientras sus navíos se rearmaban, Lord Howard convocó un consejo de guerra para decidir la manera en que proseguiría la lucha contra la Armada. Finalmente, se decidió dividir las fuerzas inglesas en cuatro escuadrones —mandados por Lord Howard, Drake, Hawkins y Frobisher— que atacarían a las fuerzas españolas para romper su formación y así impedir su avance hacia el este. La nueva batalla duró cinco horas —desde el amanecer hasta las diez de la mañana— y los ataques ingleses tuvieron el efecto de empujar a la flota española con un rumbo norte-este —un hecho que muchos han interpretado como una hábil maniobra, ya que hubiera significado empujar a la flota enemiga contra una de las zonas más peligrosas de la costa— pero Medina Sidonia captó rápidamente el peligro y evitó el desastre. Ciertamente, la Armada no había sufrido daños pero se vio desplazada al este del punto donde Medina Sidonia deseaba esperar noticias del duque de Parma y, finalmente, el mando español decidió seguir hacia el este hasta encontrarlo. Ya eran cinco los días que ambas flotas llevaban combatiendo y con sólo un par de barcos españoles fuera de combate y ninguno hundido, la moral de los ingleses estaba comenzando a desmoronarse.

Medina Sidonia se dirigió entonces hacia Calais con la idea de encontrarse posteriormente con el duque de Parma a siete leguas, en Dunkerque y desde allí atacar Inglaterra. Sin embargo, Medina Sidonia seguía abrigando dudas y volvió a enviar un mensajero al duque de Parma con la misión de informarle de que si no podía acudir con tropas, por lo menos enviara las lanchas de desembarco.

El descanso en Calais significó un verdadero respiro para la flota española. Francia, a pesar de ser una potencia católica, mantuvo en relación con la expedición de la Armada una actitud relativamente similar a la adoptada con ocasión de Lepanto. No obstante, en este caso la población tenía muy presente los siglos de lucha contra Inglaterra y simpatizaba con los españoles. El gobernador de Calais —antigua plaza inglesa en suelo francés— no tuvo ningún reparo en permitir que la flota española fondeara y se surtiera de lo necesario. El domingo 7 de agosto, llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas. La situación era preocupante y Medina Sidonia decidió enviar en busca del anhelado duque a don Jorge Manrique, inspector general de la Armada.

Advertido por el sobrino del gobernador de Calais de que la Armada se hallaba anclada en una zona de corrientes peligrosas y de que sería conveniente que buscara un abrigo más adecuado, Medina Sidonia volvió a poner en movimiento la flota. La decisión la tomó precisamente cuando la flota inglesa, ya dotada de refuerzos y aprovisionamientos, llegaba a las cercanías de Calais con un plan especialmente concebido para dañar a la hasta entonces invulnerable Armada. Iba a dar comienzo la denominada batalla de Gravelinas, la más importante de toda la campaña.

El domingo 7 de agosto de 1588 llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas.
La moral de las fuerzas españolas había comenzado a descender de tal manera que Medina Sidonia hizo correr el rumor de que las tropas del duque de Parma se reunirían con la Armada al día siguiente. Para colmo de males, en torno a la medianoche, se descubrió un grupo de ocho naves en llamas que se dirigían hacia la flota. No se trataba sino de las conocidas embarcaciones incendiarias que podían causar un tremendo daño a una flota y que los ingleses habían enviado contra la Armada. La reacción de Medina Sidonia fue rápida y tendría que haber bastado para contener las embarcaciones. Sin embargo, cuando la primera de las embarcaciones estalló al ser interceptada, los españoles pensaron que se debía a Federico Giambelli, un italiano especializado en este tipo de ingenios, y emprendieron la retirada. Lo cierto, no obstante, es que Giambelli ciertamente se había pasado a los ingleses pero no tenía nada que ver con aquel lance y, de hecho, se encontraba construyendo una defensa en el Támesis que se vino abajo con la primera subida del río. Para remate, un episodio que podría haber concluido con un éxito de la Armada tuvo fatales consecuencias para ésta. Ciertamente, ni uno de sus barcos resultó dañado pero la retirada la alejó del supuesto lugar de encuentro para no regresar nunca a él.


Oficiales de la marina inglesa. Los ingleses demostraron una mayor pericia marinera, lo cual no fué, ni mucho menos, determinante en la victoria. Ilustración de Richard Hook

De hecho, para algunos historiadores a partir de ese momento la campaña cambió totalmente de signo. Posiblemente, este juicio es excesivo pero no cabe duda de que cuando amaneció, la Armada se hallaba en una delicada situación. Con la escuadra inglesa en su persecución y sin capacidad para maniobrar sin arriesgarse a encallar en las playas de Dunkerque, Medina Sidonia tan sólo podía intentar que el choque fuera lo menos dañino posible. Una vez más, el duque —que no contaba con experiencia como marino— dio muestras de una capacidad inesperada. No sólo hizo frente a los audaces ataques de Drake sino que además resistió con una tenacidad extraordinaria que permitió a la Armada reagruparse. Con todo, quizá su mayor logro consistió en evitar lanzarse al ataque de los ingleses descolocando así una formación que se hubiera convertido en una presa fácil. Aunque no le faltaron presiones de otros capitanes que insistían en que aquel comportamiento era una muestra de cobardía, Medina Sidonia lo mantuvo minimizando extraordinariamente las pérdidas españolas.

La denominada batalla de Gravelinas iba a ser la más importante de la campaña y, tal y como narrarían algunos de los españoles que participaron en ella, las luchas artilleras que se presenciaron en el curso de la misma superaron considerablemente el horror de Lepanto. Fue lógico que así sucediera porque, al fin y a la postre, Lepanto había sido la última gran batalla naval en la que sobre las aguas se había reproducido el conjunto de movimientos típicos del ejército de tierra. Lo que sucedió en Gravelinas el lunes 8 de agosto fue muy distinto. Mientras los ingleses hacían gala de una potencia artillera muy superior, incluso incomparable, los españoles evitaron la disgregación de la flota y combatieron con una dureza extraordinaria, el tipo de resistencia feroz que los había hecho terriblemente famosos en todo el mundo. Estas circunstancias explican que cuando concluyó la batalla, la Armada sólo hubiera perdido tres galeones, lo que elevaba sus pérdidas a seis navíos. Mayores fueron las pérdidas humanas alcanzando los seiscientos muertos, los ochocientos heridos y un número difícil de determinar de prisioneros. Los ingleses perdieron unos sesenta hombres y ningún barco. La fuerza de la Armada seguía en gran medida intacta pero sin municiones y sin pertrechos —como, por otro lado, les sucedía a los ingleses que no pudieron perseguirla— la posibilidad de continuar la campaña estaba gravemente comprometida.

Por si fuera poco, el martes 9 de agosto, la Armada tuvo que soportar una tormenta que la colocó en la situación más peligrosa desde que había zarpado de Lisboa, ya que la fue empujando hacia una zona situada al norte de Dunkerque conocida como los bancos de Zelanda. Mientras contemplaban cómo los barcos ingleses se retiraban, las naves españolas tuvieron que soportar impotentes un viento que las lanzaba contra la costa amenazándolas con el naufragio. La situación llegó a ser tan desesperada que Medina Sidonia y sus oficiales recibieron la absolución a la espera de que sus naves se estrellaran. Entonces sucedió el milagro. De manera inesperada, el viento viró hacia el suroeste y los barcos pudieron maniobrar alejándose de la costa. Posiblemente, el desastre no sucedió tan sólo por unos minutos.

Aquella misma tarde, Medina Sidonia celebró consejo de guerra con sus capitanes para decidir cuál debía ser el nuevo rumbo de la flota. Se llegó así al acuerdo de regresar al Canal de la Mancha si el tiempo lo permitía, pero si tal eventualidad se revelaba imposible, las naves pondrían rumbo a casa bordeando Escocia.

No se cruzaría ya un solo disparo entre las flotas española e inglesa y la expedición podía darse por fracasada pero en el resto de Europa la impresión de lo sucedido era bien distinta. En Francia, por ejemplo, se difundió el rumor de que los españoles habían dado una buena paliza a los ingleses en Gravelinas y los panfletos que ordenó imprimir el embajador de la reina Isabel en París desmintiendo esa versión de los hechos no sirvieron para causar una impresión contraria. El único que no pareció dispuesto a creer en la victoria española fue el papa, que se negó a desembolsar siquiera una porción simbólica del dinero que había prometido a Felipe II y que jamás le entregaría.


La infantería española era y seguría siendo, pese a este revés, la máquina militar más temida de Europa. Otra habría sido la suerte de Inglaterra de llegar a desembarcar Farnesio con sus veteranos de Flandes. Ilustración de Richard Hook

Durante las semanas siguientes, la situación de la Armada no haría sino empeorar. Apenas dejada atrás la flota inglesa, los españoles arrojaron al mar todos los caballos y mulas, ya que no disponían de agua, y Medina Sidonia ajustició a un capitán como ejemplo para las tripulaciones. Durante los cinco primeros días de travesía hacia el norte, la lluvia fue tan fuerte que era imposible ver los barcos cercanos. No era eso lo peor. El número de enfermos, que crecía cada día, superaba los tres mil hombres, el agua se corrompió en varios barcos y el frío dejó de manifiesto la falta de equipo. Para colmo, no tardó en quedar de manifiesto que buen número de las embarcaciones no estaban diseñadas para navegar por el mar del Norte. A 3 de septiembre, el número de barcos perdidos se elevaba ya a diecisiete y a mediados de mes la cifra podía alcanzar las dos decenas. Entonces se produjo un desastre sin precedentes.

Las instrucciones de Medina Sidonia habían sido las de navegar mar adentro para evitar no sólo nuevos enfrentamientos con la flota inglesa sino también la posibilidad de naufragios en las costas. De esa manera, se bordeó las islas Shetland, el norte de Escocia y a continuación Irlanda. Fue precisamente entonces cuando algo más de cuarenta naves se vieron arrojadas por el mal tiempo contra la costa occidental de Irlanda. De ellas se perdieron veintiséis a la vez que morían seis mil hombres. De manera un tanto ingenua habían esperado no pocos españoles que los católicos irlandeses se sublevarían contra los ingleses para ayudarlos o que, al menos, les brindarían apoyo. La realidad fue que los irlandeses realizaron, por su cuenta o por orden de los ingleses, escalofriantes matanzas de españoles. Hubo excepciones como la representada por el capitán Christopher Carlisle, yerno de sir Francis Walsingham, el secretario de la reina Isabel, que se portó con humanidad con los prisioneros, solicitó que se les tratara con humanidad y, finalmente, temiendo que fueran ejecutados, les proporcionó dinero y ropa enviándolos acto seguido a Escocia. También se produjeron fugas novelescas como la del capitán de Cuellar. Sin embargo, en términos generales, el destino de los españoles en Irlanda fue aciago muriendo allí seis séptimas partes de los que perdieron la vida en la campaña. No fue mejor en Escocia. Allí también esperaban recibir la ayuda y solidaridad del católico rey Jacobo. No recibieron ni un penique. Mientras tanto, más de la mitad de la flota llegaba a España. Era la hora de buscar las responsabilidades.

En términos objetivos, el comportamiento de Isabel I y Felipe II con sus tropas fue bien diferente. Mientras que Isabel se desentendió de su suerte posterior a la batalla alegando dificultades financieras —una excusa tan sólo a medias convincente— el monarca español manifestó una enorme preocupación por los soldados. Sin embargo, no pocos de éstos se sintieron abrumados por la culpa. Miguel de Oquendo, que demostró un valor extraordinario durante la expedición, se negó a ver a sus familiares en San Sebastián, se volvió cara a la pared y murió de pena. Juan de Recalde, que aún tuvo un papel más destacado, falleció nada más llegar a puerto. Sin embargo, Felipe II no culpó a nadie —desde luego no a Medina Sidonia o al duque de Parma— y aunque mantuvo en prisión durante quince meses a Diego Flores de Valdés, asesor naval del jefe de la escuadra, finalmente lo puso en libertad sin cargos.

Fue en realidad la opinión pública la que estableció responsabilidades culpando del desastre al mal tiempo y a un Medina Sidonia inexperto e incluso cobarde. La tesis del mal tiempo pareció hallar una confirmación directa cuando en 1596 una nueva flota española partió hacia Irlanda para sublevar a los católicos contra Inglaterra y fue deshecha por la tempestad antes de salir de aguas españolas y, al año siguiente, otra escuadra que debía apoderarse de Falmouth y establecerse en Cornualles fue destrozada por el mal tiempo. La verdad, sin embargo, como hemos visto, es que el tiempo sólo tuvo una parte muy reducida en la incapacidad de la Armada para desembarcar en Inglaterra. Ciertamente, las condiciones climatológicas causaron un daño enorme a la flota pero ya cuando regresaba a España y bordeaba la costa occidental de Irlanda.

Menos culpa tuvo Medina Sidonia del desastre. A decir verdad, si algo llama la atención de su comportamiento no es la impericia sino lo dignamente que estuvo a la altura de las circunstancias. La misma batalla de Gravelinas podía haber resultado un verdadero desastre si hubiera perdido los nervios y cedido a las presiones de sus subordinados. Ciertamente era pesimista pero, si hemos de ser sinceros, hay que reconocer que no le faltaban razones.

Papel más importante que todos los aspectos citados anteriormente tuvo, sin duda, la inferioridad técnica de los españoles. Fiados en sus éxitos terrestres y en la jornada de Lepanto, se habían quedado atrás en lo que a empleo de artillería, disposición de fuerzas y formas de ataque se refiere. Lo realmente sorprendente no es que no ganaran batallas como la de Gravelinas sino que ésta no concluyera en un verdadero desastre. Dada su superioridad técnica —y también la de su servicio de inteligencia— lo extraño verdaderamente es que los ingleses no ocasionaran mayores daños a los españoles y tal hecho hay que atribuirlo a factores como la extraordinaria valentía de los combatientes de la Armada y a la competencia de Medina Sidonia.

Aunque el duque de Parma tuvo un papel mucho menos airoso en la campaña —y se apresuró a defenderse para no convertirse en el chivo expiatorio de la derrota— tampoco puede acusársele de ser el responsable del desastre. En repetidas ocasiones avisó a Felipe II de la imposibilidad de la empresa y, al fin y a la postre, no se le puede achacar que no lograra lo irrealizable. En realidad, las responsabilidades del fracaso de la campaña deben hallarse en lugares más elevados y más concretamente en el propio Felipe II. A diferencia de otras campañas de su reinado, la empresa contra Inglaterra no se sustentaba en intereses reales de España sino más bien en los de la religión católica tal y como él personalmente los entendía. En 1588, Isabel I estaba bien desengañada de su intervención en los Países Bajos y más que bien dispuesta a llegar a la paz con España. Semejante solución hubiera convenido a los intereses españoles e incluso hubiera liberado recursos para acabar con el foco rebelde en Flandes. Sin embargo, Felipe II consideraba que era más importante derrocar a Isabel I y así recuperar las islas británicas para el catolicismo. Con una Escocia gobernada por el católico Jacobo y una Inglaterra sometida de nuevo a Roma, sería cuestión de tiempo que el catolicismo volviera a imperar en Irlanda.

¿Cómo abandonar semejante plan a favor de los intereses de España? Vista la cuestión desde esa perspectiva, el papa Sixto V, en teoría al menos, tenía que ver con placer semejante empresa e incluso bendecirla. Aquí Felipe II cometió un nuevo y craso error. El denominado “pontífice de hierro” era considerablemente corrupto y avaricioso hasta el punto de no dudar en vender oficios eclesiásticos para conseguir fondos y, de hecho, su comportamiento era tan aborrecido que, años después, nada más conocerse la noticia de su muerte, el pueblo de Roma destrozó su estatua. Aunque prometió un millón de ducados de oro a Felipe II si emprendía la campaña contra Inglaterra, lo cierto es que no llegó a desembolsar una blanca.

Tampoco fue mejor la disposición del resto de los países católicos. Francia no quiso ayudar a España y lo mismo sucedió con Escocia e incluso con la población irlandesa. De esa manera, se repetía en versión aún más grave lo sucedido años atrás con Lepanto. España ponía nuevamente a disposición de la iglesia católica los hombres, el dinero y los recursos pero en esta ocasión ni siquiera recibió un apoyo real de la Santa Sede que, por añadidura, vio con agrado la derrota de un monarca como el español al que consideraba excesivamente peligroso.

Fue la convicción católica de Felipe II la que le hizo iniciar la empresa en contra de los intereses nacionales de España —algo muy distinto de lo sucedido en Lepanto— y también la que le impidió ver que, sin el apoyo de Parma, la misma era irrealizable. En todo momento —y así lo revela la correspondencia— pensó que cualquier tipo de deficiencia, por grave que fuera, sería suplida por la Providencia no teniendo en cuenta, como señalaría medio siglo después Oliver Cromwell, que en las batallas hay que “elevar oraciones al Señor y mantener seca la pólvora”. No faltaron voces entonces y después que clamaron en España contra esa manera de concebir la religión que ni siquiera compartía la Santa Sede. En los cuadernos de cortes de la época se halla el testimonio de quienes se preguntaban si el hecho de que Castilla se empobreciera haría buenas a naciones malas como Inglaterra o clamaban que “si los herejes se querían condenar, que se condenasen”.

El desastre de 1588 costó a España sesenta navíos, veinte mil hombres —incluyendo cinco de sus doce comandantes más veteranos— y junto con enormes gastos materiales, un notable daño en su prestigio en una época especialmente difícil. El principal responsable de semejante calamidad no fueron los elementos, ni la pericia militar inglesa, ni siquiera la incompetencia —falsa, por otra parte— de Medina Sidonia. Lo fue un monarca imbuido de un peculiar sentimiento religioso que, ausente en las demás potencias de la época sin excluir a la Santa Sede, acabaría provocando el colapso del imperio español.

Breves consideraciones personales sobre el desastre de la Armada. Por el General Targul.
Escéptico por naturaleza y sabedor del mucho mal que la historiografía británica nos hizo y, aún hoy, hace, basando sus postulados desde una perspectiva introspectiva, casi mezquina, y ensalzadora de grandiosos triunfos, que solo en contadas ocasiones lo fueron, nunca me he creído del todo que la armada fracasara por el potencial inglés. Los británicos tienen la extraña pero sorprendente capacidad de dejar correr sin sentimiento de culpa alguno sus numerosas derrotas, barnizándolas o tapándolas en base a lo meramente anecdótico, y aprovechar sus glorias militares en una especie de enaltización patria en base a la historia que, en nuestra España medio dividida y mezquina, manejada por políticos de dudosa responsabilidad y más dudoso patriotismo, se nos antoja patrioterismo barato, chovinismo, que diría un francés.

Así, de creer a los libros de historia que leen y aprenden los mozalbetes de la pérfida albión (pese a lo que su compatriota Henry Kamen ha demostrado de forma rigurosa y casi científica), Isabel I, su “gran reina” (que esa es otra, en la bajeza y el maquiavelismo los británicos saben ver algo bueno), gracias a sus grandes marinos-piratas-corsarios-ladrones (o héroes cuais románticos contra el opresivo y genocida imperio español, según la historiografía inglesa), su poderosa y moderna flota y su valiente almirante Drake, vencieron a una enorme flota española, salvando la isla de una destrucción que, por otra parte y según aseguran (pese a que la española era la mejor infantería del mundo y Farnesio, con diferencia, el general más veterano y mejor estratega del entonces) les habría costado lo indecible realizar a los españoles, gracias a un paupérrimo y desentrenado núcleo de ejército (varias veces vatido en Flandes por Farnesio) y unas muy aguerridas pero mal armadas “bandas entrenadas” de Londres y otras ciudades (cuyo grueso estaba formado por mosqueteros y piqueros con peto o vistiendo solo sus ropas).

Creo que esto constituye parte de la mentalidad del vencedor, y además de un vencedor cuasi ocasional que supo beneficiarse del declive del imperio sin apenas mojarse los pies. Es muy fácil conjeturar, pues, en base a la victoria naval, una victoria terrestre. Si bien es cierto que, sabedores de los saqueos y matanzas de rebeldes holandeses en Flandes, los ingleses no se iban a dejar conquistar por las bravas, no es menos cierto que, como se vió durante la campaña, un par de victorias debilitando el poder de Londres hubieran supuesto un oportunista cambio de bando de Escocia e Irlanda. Otro gallo hubiera cantado.

Por otra parte, descargar las culpas sobre Felipe II parece la teoría más novedosa. Para un hombre que pasó media vida entre legajos, lúcido escribano y sosegado político, no fiándose ni de su secretario real (que al cabo le terminó intrigando y tuvo que huir a uña de caballo hacia Francia sublevando Aragón por el camino) y cuya educación y consejos paternos pasaban por la intransigencia religiosa para todo aquello que oliera a protestantismo, los continuos desafios y la perfidia de la reina Isabel (llegando sus embajadores a negar el apoyo a los flamencos habiéndose tomado fortalezas con guarnición inglesa), la piratería, y, no olvidemos, su experiencia inglesa con María Tudor (la hermana de Isabel), viaje a Londres y boda inclusive, a punto de convertirse en rey legítimo de Inglaterra, le impulsaron sin duda, junto a saberse el monarca más grande de, quizás, todos los tiempos, al mando de poderosas y casi imbatibles tropas y con un imperio donde no se ponía el sol, a hacerle pagar a la reina de Inglaterra su perfidia de forma muy cara.

La mala mar, la falta de pericia marinera y el oportunismo de unos aliados que creía firmes hizo el resto. Luego vino la derrota y la propaganda británica, que, según atestiguan los numerosos trabajos publicados sobre la Armada (Invencible según un francés, posteriormente, pues nosotros nunca le pusimos tal adjetivo), perdura en cierta manera hasta nuestros días.

Los historiadores ingleses han elevado al deficiente y anticuado ejército inglés hasta el extremo de ser capaz de derrotar a las veteranas tropas españolas al mando de Alejandro Farnesio, que ya se habían batido contra holandeses, alemanes, turcos, flamencos e incluso la expedición inglesa mandada por Robert Dudley, conde de Leicester. Ilustración de Richard Hook.

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BATALLAS

PAVÍA, 1525

Francisco I, rey de Francia desde las Navidades de 1.514, había logrado nada más comenzar su reinado, la victoria de Mariñano (1.515).

En 1.519 fue candidato al trono imperial, al que como sabemos, fue elevado Carlos I. Su prestigio quedó mermado y se dio cuenta que Francia podía ser estrangulada por sus fronteras en el sur con España, y en este por el Sacro Imperio Romano Germánico. Recupero parte de su prestigio tras el acuerdo con Enrique VIII de Inglaterra, y aunque en 1.522 sufrió una derrota en Bicoca y el cambio de bando de Carlos, III duque de Borbón, Condestable de Francia, uno de los artífices de la victoria en Mariñano y uno de los hombres más poderosos del reino, se sintió con las suficientes fuerzas para reclamar el ducado de Milán, una de las zonas más ricas de Europa

Las tropas francesas al mando del Señor de Bonnivet, Almirante de Francia, penetraron en Italia, con un ejército de casi 20.000 hombres.
Bonnivet, era el mejor amigo del Rey, y este tenía en gran estima sus consejos.

Por España combatía Prospero Colonna, que con 9.000 hombres retrocedió inicialmente, mientras recibía refuerzos, 15.000 lansquenetes alemanes y 6.000 más bajo pago del Borbón. Colonna murió y fue sustituido por el Virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy. Era de nacimiento italiano, pero de origen español. No estaba bien situado socialmente, pero sus habilidades militares y políticas le situaron en lo más alto del reino de Nápoles y del ejército.

Los imperiales, ya reforzados, dirigieron acciones contra la retaguardia francesa, hostigando sus vías de comunicación con Francia.
Disensiones en el mando francés, llevaron a la retirada de 13.000 mercenarios suizos, con lo que Bonnivet, se retiró hacia Novara.
En una escaramuza contra las tropas al mando de Borbón, Bonnivet fue herido y tomó el mando el caballero Bayardo, “el caballero sin tacha”, famoso caballero francés, temible y legendario guerrero, con mentalidad, todavía medieval. En una escaramuza, el valiente Bayardo, que cubría la retirada de sus hombres, fue abatido por un certero disparo de un arcabucero español. Curiosa muerte la de alguien, que años atrás, en las campañas del Gran Capitán, había ordenado que fueran ejecutados todos los arcabuceros españoles que fueran hechos prisioneros.

La retirada francesa continuó hasta Briancon, en Abril de 1.524, mientras los imperiales, con los españoles como protagonistas, ocuparon el Piamonte. La primera ofensiva francesa, había fracasado, tanto en dominar el norte de Italia, como en capturar al Borbón.

Se organiza un ejército de unos 12.000 hombres y 26 cañones, que bajo el mando de Borbón y de Pescara, penetran en Francia. Al llegar a Aix-le-Provence, Borbón reclama el título de conde de Provenza e intenta recabar el apoyo de Enrique VIII. Las fuerzas francesas se atrincheran en Marsella, donde 4.000 y otros tantos miembros de la milicia resisten el asedio hispano-imperial. Francisco I se reúne en Lyons con Bonnivet donde se reagrupa y recibe refuerzos, avanzando a continuación hacia Avignon. Los sitiadores intentan tomar la ciudad al asalto pero son rechazados, y ante la disyuntiva de verse atacados por un ejército, ahora superior en número, se repliegan hacia Italia, siendo hostigados por la vanguardia francesa al mando del Condestable de Francia Anne de Montmorency. Francisco I libera Marsella y castiga a los que apoyaron a su enemigo Borbón. Los imperiales se retiran maltrechos a Italia.

Francisco I tiene dos opciones, permanecer en Francia e incluso apoyar los combates, en un frente secundario como el de Bayona, o entrar en Italia, persiguiendo a los exhaustos imperiales. El objetivo final, vuelve a ser Milán, lo que le permitiría recuperar todo lo perdido. Siguiendo el consejo de Bonnivet, Francisco se decide a entrar en Italia.

Los franceses dividieron sus fuerzas en tres columnas para atravesar los Alpes. La vanguardia, bajo el mando de Montmorency, perseguía a los imperiales por la ruta costera, en dirección Génova. El Rey con el grueso bajo el mando de Michel-Antoine, marqués de Saluzzo, reclutaba mercenarios italianos en la zona de Briancon, y una columna central mandada por el mariscal Jacques de Chabannes, señor de la Palice, atravesaba el Col de Larche.

A mediados de Octubre, el Rey se encontraba en Vercelli, a mitad de camino entre Turín y Milán (el objetivo de esta fase).El duque de Turín, tío del Rey, Carlos duque de Saboya, se unió a su sobrino, junto con 14.000 mercenarios suizos. Contaba el rey con 24.000 hombres. El señor de la Palice, con 7.000 infantes franceses y 2.000 caballeros (gendarmes) perseguía de cerca a los menos de 9.000 imperiales (la mayoría españoles) que se habían retirado hasta Alba. La columna al mando de Montmorency, con 5.000 jinetes ligeros italianos y lansquenetes alemanes, intentaban rodear y copar a las fuerzas enemigas.

Pero no era fácil la coordinación de estas fuerzas con los medios de la época. Los imperiales forzaron la marcha y lograron escapar del cerco, lo que hubiera supuesto, posiblemente, el fin de la campaña y de las aspiraciones españolas en la zona. Pescara y Borbón llegaron a Pavía (quedando al mando de la ciudad Leiva), quedando en la ciudad de Alessandria, una guarnición de 2.000 españoles. El mal tiempo ayudó a los imperiales, ya que retrasó la persecución que daban los franceses.

El 26 de Octubre de 1.524 el rey francés entra en Milán. Los imperiales se refugian en Alessandría, Lodi y Pavía. A esta ciudad ponen sitio los franceses. Ante el riesgo de que el ejército, por falta de pagas, se deshaga, los imperiales se ven obligados a avanzar contra el ejército sitiador.
Los oficiales de Francisco le recomiendan levantar el sitio, para no quedar aprisionado por las fuerzas que defienden la ciudad y aquellos que intentan levantar el sitio, pero confiado de la calidad y del número de sus fuerzas, y conocedor de los problemas monetarios del enemigo, decide mantener la posición.

Pescara llega el 7 de Febrero a Pavía e instala su campamento, próximo al del enemigo. Desde el primer día, se dedican a hostigar, en aquel tipo de guerra, incómodo y tan poco “heroico y noble” que poco gustaba al francés. Así en la noche del 19 al 20, una encamisada en el campo francés causa graves bajas al enemigo, 2.000 hombres y 9 cañones ligeros.

Para el sitio el ejército francés se dividió en tres cuerpos:
Vanguardia, al mando de La Palice y la Flourance.
Retaguardia, a las órdenes de Carlos, Duque de Alençon.
Cuerpo principal, con el Rey.

Despliegue inicial francés en el sitio de Pavía.

Despliegue inicial francés en el sitio de Pavía.

Así quedaron los franceses alrededor de la ciudad, defendida por 9.000 hombres. El principal problema para Leiva era el pago a los mercenarios. Hubo hasta que coger la plata de las iglesias para pagarlos. Pero no era suficiente, así que Leiva pidió a los españoles, no solo combatir sin paga, sino que prestaran el dinero que tuvieran para pagar a los mercenarios alemanes. Y aceptaron, ¡este era el carácter de estos soldados!
Antes de la llegada de los refuerzos, hubo varias embestidas y escaramuzas contra la ciudad.

En una de ellas, 40 españoles que defendían una pequeña posición en la orilla sur, se defendieron valientemente y los franceses los colgaron por orden de Montmorency. Leyva protestó y el rey, pidió disculpas por el hecho. En una de esas escaramuzas, cayó en poder de la guarnición el estandarte de los guardias reales escoceses, una de las banderas más preciadas del ejército francés.

Según a los autores que se lea, como es habitual, las fuerzas de cada bando aumentan o disminuyen. Entre 35.000 hasta 20.000 hombres, hay todo un margen de cifras. Las cifras para la guarnición de Pavía, van desde 6.000 hasta 11.000, con la mayoría de lansquenetes y en menor número, aunque decisivos, españoles.

Si parece ser que estaban igualados en números totales, con superioridad en caballería pesada y artillería por el lado francés. Al bando francés había pasado la banda de mercenarios “della Bande Nere” y distintas fuerzas de varias ciudades italianas, incluso más de 10.000 hombres pagados por el Papa. Los imperiales habían reclutado lansquenetes, entre otros al famoso Jorge von Frundsberg, señor de Mindelheim, que a pesar de ser luterano, su fidelidad al emperador Carlos era absoluta.

Uno de los mayores problemas para ambos ejércitos era la falta de pólvora, sobre todo para los defensores de Pavía. Se logró introducir un envío, que Leyva, aprovechó para organizar una arriesgada salida contra el campo francés que se cobró numerosas bajas. Leyva se encontraba enfermo y se hacía transportar en una litera para supervisar los combates desde la muralla.

Finalmente, y ante el riesgo de que los mercenarios abandonaran la campaña, los imperiales decidieron atacar el 22 de Febero de 1.525.
El plan, preveía atacar el ala izquierda francesa, apoyada en el muro del parque.

En el medio del parque, había un edificio, llamado Castillo de Mirabello. Había sido elegido por Francisco I como su cuartel general. Los imperiales decidieron ocupar el castillo, hacer prisionero al rey y enlazando con una fuerza que saliera de Pavía, traspasarles, comida, pólvora y sobre todo dinero para poder mantener la defensa. Preveían que de lograrlo, los franceses deberían levantar el sitio, ya que ellos también comenzaban a notar los efectos del alquiler de tanto mercenario.

Una parte del ejército se mantendría en reserva, mientras una pequeña fuerza haría una maniobra de distracción frente a la Torre del Gallo.
El problema de introducirse en el parque, era el muro. Esto, hoy en día puede parecer un detalle menor, pero en una época en la que las formaciones eran rígidas y el mantener o no, la formación adecuada podía resultar la causa de la victoria o la derrota, era un asunto trascendental. El que una unidad de lansquenetes, por ejemplo, pica al hombro, manteniendo las filas y las columnas su orden, atravesara el muro por la brecha del tamaño de un hombre, podía llevar horas.

Por lo tanto, desde el día 19, los gastadores españoles (el término proviene de “desgastar” el terreno) realizaron patrullas de reconocimiento, e introduciéndose en el parque, sostuvieron pequeñas escaramuzas. El sitio elegido (aunque no sé conoce con total precisión) estaba al oeste del arroyo Vernavola, alejado del campamento imperial situado enfrente de la torre del Gallo y relativamente cerca del supuesto alojamiento del rey francés.

La fuerza de distracción debería mantener el fuego toda la noche con sus arcabuces y pequeñas piezas de artillería, para mantener entretenidos a los enemigos, justo antes del amanecer cesaría el fuego y 3 cañonazos seguidos en el momento en que saliera el sol, serían la señal para que el valiente Leyva, saliera con sus tropas para enlazar con la fuerza de rescate. Durante la noche, las tropas, se desplazarían hasta las brechas y entrarían en el parque.

A las diez de la noche, las tropas comenzaron la marcha, rodeando el muro por el norte. Se ordenó guardar silencio y para distinguir a las tropas, se les ordenó que portaran sus camisas (algunos lo hicieron con papeles) por encima de sus vestiduras, para ser reconocidos en la oscuridad (encamisada).

En ese momento, los gastadores españoles comenzaron la tarea de demoler el muro. No era una tarea sencilla, medía 5 metros y debían hacerlo en silencio. Se había desechado el uso de la pólvora por tal motivo, por lo que hubo que hacerlo con herramientas. Inmediatamente comenzó el fuego realizado por la unidad encargada de distraer la atención.

Con todo, el movimiento de las tropas fue detectado por una unidad de caballería ligera francesa, encargada de la custodia de la valla en la zona norte. Pero su jefe, Charles Tiercelin, señor de la roca del Maine, debió creer que comenzaba la retirada de la fuerza sitiadora o que se trataba de un redespliegue, pues tan solo alertó a la guarnición de torre del Gallo, pero no tomó ninguna medida más.

Hacía las doce de la noche, las tropas imperiales, al mando del virrey Lannoy llegaron a la altura de los afanados gastadores, que todavía no habían podido terminar la obra, por lo que se ordenó a los soldados que los apoyaran en su trabajo. Cuanto más tardaran, más riesgo corrían de ser descubiertos.

Esto ocurrió hacia las cuatro de la mañana. Las patrullas de caballería alertaron de ruidos a su jefe, Tiercelin, y ahora sí avisó a su rey.
Hacia las cinco de la mañana, el señor de la Flourence, al mando de 3.000 piqueros suizos y Tiercelin con unos 1.000 jinetes, se dirigían hacia el norte, hacia los ruidos que habían avisado los jinetes.

Poco antes, los gastadores terminaron de abrir las brechas. La primera unidad en el parque, estaba mandada por el marqués del Vasto, según algunos formada por 3.000 arcabuceros y según otros, mitad arcabuceros y mitad piqueros. No es seguro, pero lo más probable es que los arcabuceros fueran españoles. Su misión, capturar al rey francés, en el castillo de Mirabello, pero esto se había trasladado, días antes al campamento, al oeste del parque.

Tras ellos, entran por las brechas unos cuantos cañones ligeros, para apoyar el asalto a Mirabello. A continuación, caballería ligera española e italiana. De este modo, los hombres de del Vasto, las piezas y los jinetes se dirigen hacia el sur y hacia el norte se dirigen los mercenarios suizos y los jinetes franceses. La noche era oscura, limitando la visibilidad a poco más de 100-150 metros.

De repente, ambas unidades de jinetes se encontraron, y comenzó a librarse un duro combate, a corta distancia y entre la oscuridad. Los arcabuceros a las órdenes del Marqués del Vasto, pasaron a 100 metros de los suizos sin ser detectados. Estos, sin saber lo que tenían al frente, se toparon con la batería de cañones ligeros que estaban siendo transportados. Inmediatamente los atacaron y logaron capturar las piezas, las fuentes varían entre 12 a 20. Los artilleros huyeron y a su vez, los franceses comenzaron a disparar con 4 piezas que habían traído, contra los ruidos que provenían de la muralla y contra la melé de caballería.

Francisco I envió a Bonnivet, que llegó con 50 “gendarmes”. Se unió a la refriega, logrando rechazar a los jinetes ligeros imperiales, que huyeron hacia los bosques cercanos y hacia las brechas por las que habían entrado. Tras ello, los jinetes de Tiercerlin y los gendarmes, se reagrupan tras las piezas capturadas y las propias y se manda aviso al rey que el asalto al parque ha sido rechazado. Son las 6 de la mañana.

En ese momento se dio la señal para la salida de las fuerzas de Pavía. En las posiciones francesas, habían quedado según algunos historiadores las Bandas Negras de Juan de Medici, según otros, mercenarios suizos. El caso, es que preveían un ataque, desde las posiciones desde las que se les hostigó toda la noche y lo que sufrieron fue un terrible asalto desde la ciudad de Pavía, cogiéndolos por la retaguardia. Los imperiales, con los españoles a la cabeza deshicieron al enemigo.

Mientras, del Vasto, con sus hombres, llegó al castillo de Mirabello, y lo asaltó con rapidez. La pequeña guarnición fue reducida y el castillo tomado. Los historiadores franceses han explicado siempre, que tras el asalto se produjo una orgía de asesinatos y saqueos sobre la enorme cantidad de mercaderes, prostitutas y acompañantes de lo que había sido la corte.

Saqueos debió haber, pero no en la medida que se ha dado a conocer, pues poco después, del Vasto, fue capaz de volver a participar en la batalla con sus tropas. Esta tarea hubiera sido particularmente difícil de realizar, si los soldados se hubieran sumergido en la vorágine del saqueo. Basta recordar uno de los casos más famosos, el del saqueo del rey José I, tras la batalla de Vitoria, donde gran parte de los franceses, entre ellos el hermano de Napoleón, escaparon debido al “retraso” sufrido por los soldados ingleses, al convertirse en una horda deseosa del botín.

Mientras, en las brechas abiertas, Borbón, supervisa el paso de las fuerzas. Los siguientes en entrar en el parque, son los lansquenetes alemanes, la mayoría piqueros reforzados con arcabuceros (españoles e italianos). Son unos 8.000 hombres, al mando de Sittlich y de von Frundsberg.

Los alemanes, formados en dos grandes cuadros, se topan de repente con los piqueros suizos al servicio francés. Los mismos que han pasado al lado de las tropas de del Vasto sin verlos. Hay que hacer notar, que los mejores hombres de los cantones suizos, habían muerto en la batalla de Bicoca (1.522), donde los españoles ganaron esta batalla con tal facilidad, que su nombre, ha pasado al castellano, como sinónimo de algo ganado sin esfuerzo ni dificultad. En esa batalla, comenzó a declinar la fama de los hasta entonces, invencibles piqueros suizos. Los mercenarios que luchaban por Francia, no eran de la calidad que habían tenido sus antecesores. De este modo, los piqueros de ambos ejércitos, se toparon de repente con sus enemigos, y en la oscuridad, comenzó una porfiada lucha entre los piqueros.

Pavía. Primeros combates

Pavía. Primeros combates

Mientras, más tropas penetraban en el parque, 4.000 españoles y 4.000 alemanes, cubiertos por unos 400 caballeros españoles y jinetes ligeros. Los infantes al mando del Marqués de Pescara y los jinetes, a las órdenes del propio Lannoy. Los imperiales habían logrado superioridad local en el norte del parque, y la posición central de del Vasto, impedía la comunicación entre los distintos cuerpos franceses.

Pero la principal fuerza francesa es la que está con el rey. Más de 900 gendarmes, que junto con sus jinetes de apoyo, dan más de 3000 jinetes junto con infantería alemana y gascona. Las tropas de Pescara, iban cubiertas en su flanco oeste por la caballería ligera española y algunos jinetes pesados italianos. En el campamento francés se habían ya desplegado las tropas.

Una batería francesa (se cree que 12 cañones) comenzó a disparar a los imperiales. Se encontraba en una inmejorable situación, pues al sorprenderles de flanco, los cañones cogieron a las formaciones de enfilada. Los historiadores franceses siempre han aducido que este fuego logró causar muchas bajas a sus enemigos. Las descripciones de cabezas, brazos y piernas volando son bastante descriptivas. Tanto Pescara como Frundsberg siempre negaron este extremo, diciendo que habían sufrido bajas pero no muy extensas. Los lansquenetes y los españoles, eran soldados experimentados, que al recibir el fuego, abrieron distancia, logrando reducir los efectos del fuego.

Una opinión personal mía, es que se intentó “maximizar” los daños de la artillería para dejar en mal lugar, la carga que posteriormente dará Francisco, y aducir que con el fuego se hubiera podido ganar la batalla. La cifra que más se aproxima a la realidad, podría acercarse a las 600 bajas como máximo (posiblemente menos).

Para entonces los jinetes franceses ya se habían equipado (llevaba una media hora el equipar a un caballero y a su montura con todo el metal que solían llevar encima). Se organizó un enorme cuerpo de caballería, en cuatro filas, formada por los gendarmes, archeros (jinetes pesados) y jinetes ligeros, más de 3.600 jinetes. La nobleza francesa no había aprendido la lección de la guerra de los 100 años ni de las campañas de Italia con el Gran Capitán.

Esta gran masa de jinetes se lanzó a la carga contra los jinetes imperiales, unos 2.000 jinetes, italianos y españoles, la mayoría caballería ligera.

El resultado del choque solo podía ser uno, dada sobre todo, la diferencia entre blindajes de unos y otros. Lannoy, al ver lo que se le venía encima exclamó: “No queda más esperanza que Dios”.

En unos 5 minutos, la caballería imperial fue rechazada y obligada a retirarse, mientras que los infantes, buscaban cubierta entre los árboles.

Francisco I entusiasmado gritó al Mariscal de Foix: “Ahora si soy el Duque de Milán”. Tras lo cual ordenó perseguir a los jinetes en retirada. El rey se veía así mismo como el protagonista de una de las novelas de caballería a las que era aficionado y pensó que había ganado la batalla.

Pero no contaba con la flexibilidad táctica de los españoles.

A la derecha del despliegue (al sur) ha quedado la infantería gascona y los mercenarios alemanes, prestos para apoyar al rey en caso necesario.
Pero la carga ha separado en exceso a la caballería de la infantería y ahora, Francisco y sus jinetes se encuentran parados por su frente por el bosque en el que se refugian los imperiales y sus caballos se encuentran muy fatigados tras la galopada.

Pescara se hizo cargo de la situación, y mandó mensajes a del Vasto para que regresara hacia el norte y atacara por el flanco derecho a la masa de caballería francesa, ya que la carga se había dada a escasa distancia del castillo de Mirabello. Del mismo modo, avisó a Frundsberg y a Borbón pidiendo refuerzos.

La carga de los gendarmes franceses con Francisco I.

La carga de los gendarmes franceses con Francisco I.

Frundsberg y Sittlich, llevaban una hora combatiendo contra los suizos y finalmente habían logrado imponerse. Según algunos historiadores, los suizos huyeron y según otros, tan solo se retiraron.

Como fuera, la mitad de los lansquenetes, bajo el mando del propio Frundsberg se dirigieron hacia la zona de la carga francesa. Pescara desplegó mas arcabuceros en el bosque, frente al cual se hallaba detenida y reorganizándose los gendarmes franceses. Según algunas fuentes, el terreno fangoso no ayudó en exceso a los pesados jinetes franceses.

Mientras Borbón, con más lansquenetes alemanes y 100 “lanzas” llegó por el flanco izquierdo francés, así, con Borbón por el norte, Frundsber con sus lansquenetes y los arcabuceros españoles por el este, y del Vasto por el sur, la gendarmería francesa está rodeada por 3 sitios. Con los jinetes sin espacio para maniobrar y separados de su infantería.

Son las ocho de la mañana. Los arcabuceros españoles tomaron el protagonismo de la batalla. Comenzaron a disparar a la masa de caballería, apuntando preferentemente a los caballos, ya que un jinete con armadura, al caer al suelo era víctima fácil de los infantes.

La carnicería fue horrible. Los certeros disparos españoles diezmaron a la nobleza francesa. Los principales señores del reino, rodeaban al rey y comenzaron a caer bajo los disparos: el señor de la Palice, Mariscal de Francia (según las crónicas es descabalgado y al rendirse a un arcabucero español lo mata “encarándole un grueso harguebuse á la coraca”; el bastardo de Saboya, Gran Maestre de Francia; señor de la Tremoille; Galeazzo Sanverino, señor de las caballerizas reales; Bussy dÁmboise; el conde de Tonerre… Los peones españoles y los lansquenetes rematan la carnicería, acercándose y cebándose en los jinetes caídos, inmovilizados por el peso de sus armaduras, apenas pueden defenderse, son muertos y despojados en el saqueo subsiguiente.

Bonnivet, que se siente responsable de lo que está presenciando por haber aconsejado al rey presentar batalla, alza la celada de su casco y se lanza contra un bloque de picas buscando la muerte, que encuentra al ser ensartado.

Aniquilación de la caballería pesada francesa.

Aniquilación de la caballería pesada francesa.

La infantería francesa al mando del duque de Suffolk (exiliado inglés) y de Francisco de Lorena, se lanzan a intentar rescatar a la caballería. Cuentan con 4.000 lansquenetes alemanes (las bandas negras) y 2.000 franceses. Pero se enfrentan al temible von Frundsberg con sus alemanes, que consideran traidores a sus compatriotas que luchan contra el emperador. Comienza una terrible lucha entre los bloques de piqueros en la que no se hacen prisioneros.

Mientras, algunos de los jinetes menos acorazados dan la vuelta y logran huir, mientras la mayoría de los nobles son acribillados a quemarropa por los arcabuceros. El rey se da cuenta de la carnicería y exclama: “Dios mío, ¿qué es esto?”. Sin duda era algo más salvaje que las novelas que acostumbraba a leer.

Se defiende bien pero su caballo es derribado, y es el propio Lannoy el que debe protegerle de la furia de los españoles, incluso la escolta del virrey debe matar a algunos de los hispanos que tratan de acabar con el rey prisionero.

Los piqueros al mando de Lorena son derrotados por sus contrapartes imperiales, que logran imponerse en la lucha entre piqueros. En la persecución del enemigo, numerosos franceses y alemanes son muertos y las piezas de artillería tomadas.

Mientras en el otro lado del campo de batalla, los piqueros suizos son perseguidos por los hombres de Sittlich. Los jinetes ligeros, españoles e italianos se unen a la persecución, mientras los jinetes nobles franceses, divididos en pequeños grupos son muertos y despojados de sus pertenencias.

Resultados de la batalla


Los franceses tuvieron unos 10.000 muertos, cifra que sin dejar de ser importante no era excesiva, pero donde si era importante era por la “naturaleza” de esos caídos y de los prisioneros. La nobleza de Francia quedó prisionera y los mejores mercenarios alemanes y suizos muertos.

Con esta victoria, Italia quedó por España y allí se mantendría hasta el siglo XVIII, con los naturales altibajos.

Borbón aconsejó a Carlos V invadir Francia, ya que su rey estaba prisioneros. La alianza con Inglaterra parecía resucitar y Enrique VIII ordenó disparar fuegos artificiales en honor de los imperiales.

Pero como se demostraría a lo largo de la historia, el patriotismo francés recuperó rápidamente las defensas del reino, con la madre del rey a la cabeza. Se recaudó dinero, se pagaron más mercenarios y se aumentaron las defensas. ¿Qué hubiera ocurrido en el caso de una invasión? Difícil saberlo.

Carlos V sabía todo esto y por el motivo que fuera no quiso una invasión: “porque viesen todos que no era mi fin conquistar ni tomar lo ajeno, sino solamente recobrar y conservar lo que era mío propio”. Del mismo modo prohibió celebrar la victoria.

Lannoy comentó: “Dios envía a todo hombre en el curso de su vida, un buen otoño; si entonces no cosecha, pierde su oportunidad”.

Algún comentario sobre los protagonistas de la batalla:

El Borbón sería nombrado posteriormente general en jefe de los ejércitos imperiales y moriría en el “saco de Roma”, en el año 1.527, por un disparo de arcabuz, según dice la leyenda, del escultor Benvenutto Cellini.

Antonio de Leyva. El heroico defensor de Pavía. Contaba con 45 años de edad y había participado ya en 32 batallas y 47 asedios.
Combatió con el Gran Capitán y Colonna, participó en Ravenna y Bicoca. Su fama era tal que en una ocasión el Emperador Carlos, llegó a desfilar delante de él, con una pica en la mano y diciendo: “Carlos de Gante, soldado del valeroso don Antonio de Leyva”. Esto puede parecer intrascendente, pero en la época era un honor increíblemente elevado. Falleció en 1.536 durante la expedición a la Provenza.

Fernando Francisco de Avalos, marqués de Pescara, su puesto preferido era delante de sus hombres, como en Vicenza (1.513), “dexando el cavallo, á pie, con una pica en la mano”.

En el cruce de Sessia fue a la cabeza de sus hombres cruzando el rio y llegando a las posiciones enemigas.
Está considerado como uno de los precursores de las “encamisadas”, de la guerra a “disgusto” del enemigo en suma. Falleció en 1.525.

En Pavía participaron cuatro coronelías de españoles. Junto con los mandos imperiales, habían demostrado nuevamente, que ya eran un ejército moderno, que habían dejado atrás las tácticas y el pensamiento militar medieval.

La flexibilidad que demostraron los arcabuceros de Del Vasto, de volver sobre sus pasos para acribillar a los jinetes franceses, la veteranía para abrir filas ante la artillería enemiga y la capacidad de reaccionar ante lo imprevisto, eran una clara muestra de la profesionalidad de estos soldados.

Así se van perfilando ya, las características militares de la nueva escuela militar que dominará Europa durante los próximos años: la escuela militar española.

ROCROI , 1643
La batalla de Rocroi o Rocroy aconteció el 19 de mayo de 1643 entre el ejército francés al mando del joven Luis II de Borbón-Condé, por aquel entonces Duque de Enghien y más tarde Príncipe de Condé, y el ejército español a las órdenes del portugués Francisco de Melo, Capitán General de los tercios de Flandes. El enfrentamiento, que comenzó antes de amanecer, duró cerca de seis horas y terminó con la victoria francesa.

Durante mucho tiempo la batalla de Rocroi ha sido considerada como el ocaso de los tercios españoles, el momento en el que dejaron de ser el mejor ejército del mundo. Sin embargo una visión mas actual ha demostrado que pese a tan importante derrota los tercios aún mantuvieron un alto grado de eficacia y operatividad, y su aportación militar en las campañas contra Francia proporcionó algunas victorias significativas, si bien es cierto que su esplendor y brillo nunca alcanzaron cotas pasadas.

Un año antes de la batalla, el 26 de mayo de 1642, prácticamente las mismas tropas que mandó el Capitán General Melo en Rocroi habían derrotado al ejército francés en Honnecourt, y posteriormente, el 23 de noviembre de 1643 un ejército imperial aniquiló a otro galo en la batalla de Tuttlingen. Estos dos ejemplos pueden ilustrar que en sí misma la batalla de Rocroi no tuvo un peso decisivo en las operaciones militares. La derrota de los invencibles tercios se produjo en el momento en que Francia tomaba protagonismo en Europa de la mano de Luis XIV, al mismo tiempo que la hegemonía española decaía. Por ello suele ser habitual tomar Rocroi como punto de inflexión en los acontecimientos militares de la época.

Es el año 1643. Francia y España está enfrentadas por el dominio de Europa en el marco de lo que se ha denominado Guerra de los Treinta Años. Por un lado España resiste ante el empuje holandés y francés y por otro tiene que hacer frente a revueltas en Cataluña y Portugal. A pesar de todo la agotada maquinaria militar española soporta la presión ejercida por todos sus enemigos.

El portugués Francisco de Melo es el capitán general de los tercios de Flandes desde diciembre de 1641. Con el fín de aliviar la presión que ejercían los franceses que apoyaban las revueltas en Cataluña, diseñó una campaña militar para atraer sobre sí a los ejércitos galos. Las tropas francesas las manda Luis II de Borbón, Duque de Enghien, un joven de 21 años y con escasa experiencia militar.

Melo y Enghien reunieron a sus respectivos ejércitos. El portugués ordenó el sitio de la villa de Rocroi sita en lo que hoy es la frontera franco-belga, y dirigió hacia el lugar a todas las tropas disponibles, que fueron llegando y ocupando posiciones con vistas a un inminente asalto. Mientras tanto Enghien, avisado de las intenciones españolas, dirigió sus efectivos para romper el cerco de la ciudad y provocar una batalla en campo abierto. Para hacerlo debía atravesar un desfiladero, que Melo imprudentemente no ocupó, permitiendo a los franceses tomar posiciones en la llanura con relativa facilidad. Quizás el portugués pensó que Enghien solo quería dar socorro a la plaza y no forzar la batalla en campo abierto. Lo cierto es que este error fue decisivo en el transcurso de las operaciones posteriores.

Franceses y españoles disponen de un número similar de fuerzas. La presencia en las cercanías de un cuerpo de ejército al mando del general barón de Beck podía haber desequilibrado la balanza a favor de los imperiales, pero su presencia fue tardía en el campo de batalla y no pudo aportar nada, salvo recoger los restos del desastre.
El día 18 de mayo ambos ejércitos formaban en orden de combate uno frente a otro. El general galo Gassión hizo una tentativa fallida por socorrer la plaza. Al caer el día el francés barón La Ferte también lo intentó con la caballería. Enghien le ordenó volver rápidamente viendo que quedaba el flanco izquierdo desguarnecido. Si Melo hubiera tomado en ese momento la iniciativa podría haber puesto en serios aprietos a los franceses, pero su inmovilidad pudo ser un nuevo error a la lista de despropósitos de aquellas aciagas jornadas.

En las fuentes que he consultado se refleja la dificultad por conseguir información veraz del despliegue de la infantería española. ¿Dos líneas? ¿Tres? ¿O cuatro?. Lo que si es cierto es que los tercios españoles ocupaban la posición más expuesta en la vanguardia, “privilegio” que tenían por ser verdaderas tropas de élite y por el carácter orgulloso de quienes las componían. El honor y la honra tenía casi más valor que la propia vida. A tal punto se llegaba que oficiales y tropa tenían auténticos conflictos por ver quienes eran los que se pondrían al frente del tercio. Incluso estaba tipificado un castigo para aquél que se saltara el orden de combate preestablecido. Sin duda eran otros tiempos. Era de lo más frecuente ver a los oficiales y a gente particular ocupar la primera línea con una pica o un mosquete en la mano o encabezando el asalto a una brecha.

Los tercios españoles eran los de Velandia, Castellví, Garcíes, Mercader (ex -Alburquerque) y Villalba. El nombre respondía al del maestre de campo correspondiente. En posiciones menos expuestas estaban los tres tercios italianos junto con uno borgoñón, cuestión que tuvo su importancia como veremos más adelante. Los tercios valones y alemanes formaban en la reserva. Estas eran las tropas de infantería mandadas por el Conde de La Fontaine, hombre anciano que tenía que moverse en el campo de batalla en silla de manos por padecer gota.

El ala izquierda de la caballería imperial estaba mandada por el Duque de Alburquerque y estaba integrada por los jinetes de flandes, y el ala derecha por el Conde de Isemburg con escuadrones alsacianos. La artillería la mandaba Don Alvaro de Melo, hermano del Capitán General, y se reparte por el frente del despliegue español.

Los franceses también se presentan con la caballería en las alas como era habitual en la época. En el ala izquierda dos líneas mandadas por La Ferté Senneterre y L’Hopital. En la derecha Gassion y el propio duque de Enghien. En el centro la infantería forma en dos líneas, la primera mandada por Espernan y la segunda por Valliere. En reserva se situa Sirot con tropas mixtas de infantería y caballería. La diferencia entre el planteamiento español y francés es que este último intercalaba entre las unidades de caballería a tropas de infantería, principalmente mosqueteros. Esta táctica ya había sido introducida años atrás por Gustavo Adolfo de Suecia con muy buenos resultados
.
Durante la noche Melo ordena que 500 mosqueteros elegidos tomen posiciones en una arboleda cercana situada a la izquierda del despliegue español, con el fín de tomar alguna ventaja en el campo de batalla. En el devenir de la batalla esta decisión no tuvo ningún peso y los mosqueteros fueron sacrificados inutilmente.

Con las primeras luces del día 19 los franceses atacan con su caballería el flanco izquierdo español. Son rechazados por los de Flandes que manda Alburquerque y los escuadrones de caballería se reagrupan al amparo de las unidades de mosqueteros que las acompañan. Al mismo tiempo Enghien, que ha recibido noticias de la presencia de los españoles en la arboleda cercana envía unidades que los sorprenden y desalojan de sus posiciones.

Entre tanto una segunda línea de caballería francesa rodea la arboleda tratando de sorprender a los jinetes de Alburquerque. El duque realiza una contracarga pero se ve atrapado por el fuego de los mosqueteros franceses que acompañan a la caballería y por los disparos de las unidades que han tomado la arboleda. El resultado es que la caballería española del ala izquierda se rompe y se deshace.

En el ala izquierda La Ferte, sin autorización de Enghien, carga con la caballería. Isemburg, viendo la maniobra envía a sus jinetes que desarbolan el ataque francés. En su empuje la caballería alsaciana arrolla algunas unidades francesas y toma varias piezas de artillería. En este punto parece que los imperiales toman ventaja, pero los jinetes de Alsacia se dedican al saqueo pese a las protestas de Insenburg. ¿Era el instante para que la infantería española avanzara y decantara la batalla a su favor? Es posible. Lo cierto es que La Fontaine no hizo nada.

Volvemos a la izquierda del despliegue español. Enghien, después de derrotar a Alburquerque, arroja a sus jinetes contra los tercios que forman a la izquierda de la vanguardia española. Son los del Conde de Villalba y Don Antonio de Velandia. El combate debió de ser encarnizado. La prueba es que los dos maestres de campo citados anteriormente perdieron la vida en este lance. Es posible que también La Fontaine muriera en ese momento. En cualquier caso los tercios se mantuvieron firmes y no cedieron la posición.

Hasta ese instante la contienda está igualada. Y es cuando Enghien, con una sorprendente maniobra desequilibra el combate del lado francés. Reorganiza sus unidades de caballería del ala derecha y se lanza contra los tercios de retaguardia valones y alemanes, los desorganiza y los derrota. Aprovechando el éxito de la maniobra los jinetes franceses sorprenden por la retaguardia a Isenburg, que de repente se ve atacado por dos lados, ya que La Ferte ha reorganizado en la retaguardia francesa a lo que queda de su caballería y la ha vuelto a lanzar contra los alsacianos. El resultado es desastroso para los imperiales. En poco tiempo lo único que queda firme son los tercios españoles e italianos.

En una situación tan delicada los italianos comienzan a retirarse. Según parece fue Melo quien dio la orden, aunque a los italianos no les costó mucho obedecerla, ya que desde el comienzo de las operaciones se habían sentido muy molestos por no haber formado en vanguardia. Con sus banderas desplegadas abandonan a su suerte a los tercios españoles que quedan solos en el campo de batalla.

Cinco tercios es el único escollo que le queda por salvar a Enghien para certificar su victoria. Pronto son rodeados por todo el ejército francés, que se ceba en ellos diezmándolos poco a poco. Haciendo un frente de picas la vieja infantería resiste con valor y entereza. Durante dos largas horas los hombres se agrupan en torno a sus banderas sabiendo que están solos en el campo de batalla. Rechazan hasta tres cargas. La última resistencia es la del tercio de Mercader, en esos momentos prisionero, mandado por su tambor mayor y que ha recogido a los maestres de campo Garcíes y Casteví. Los franceses, ante la tenacidad española, les ofrecen una rendición digna, que finalmente es aceptada a cambio de que se respete la vida al puñado de supervivientes y derecho de paso hasta Fuenterrabía. La única forma que tuvo Enghien de sacar a los tercios del campo de batalla fue ofreciéndoles una capitulación como si se tratara de una fortaleza, tal era la determinación y coraje de aquellos hombres, a pesar de que muchos de ellos estaban heridos, exhaustos y sin munición.

Las bajas entre los imperiales se podrían cifrar en unos cuatro mil muertos, la mayoría españoles, y entre dos mil y dos mil quinientos prisioneros. En el bando francés hablaríamos de unos dos mil quinientos muertos. Los que consiguieron escapar fueron recogidos por el barón de Beck, que con su presencia consiguió evitar la persecución de todas aquellas tropas dispersas.

Varias pueden ser las causas de la derrota española. Por un lado quizás Melo infravaloró al ejército francés, al cual había batido un año antes en Honnecourt, y no tomó las decisiones acertadas para frenar el despliegue enemigo. También se ha comentado la deficiente puesta en escena de la infantería que diseñó La Fontaine y la falta de iniciativa en los momentos clave. La caballería imperial luchó bravamente, Alburquerque e Isemburg resultaron heridos, pero una cierta anarquía en su funcionamiento provocó que se dispersara por el campo de batalla y no se reorganizara en los momentos clave. Esto contrasta con el buen orden y disciplina de los jinetes de Enghien, que después de las cargas rehacían sus escuadrones, siendo de nuevo operativos. Sin duda las tropas más sacrificadas fueron los tercios. Valones, alemanes y borgoñones lucharon valientemente. Pero los que llevaron la peor parte fueron los españoles.

Sea como fuere el mérito de la victoria la tiene Enghien, que supo aprovechar los errores de sus rivales y, con una brillante maniobra rodeando la retaguardia imperial desarboló al ejército de Melo, dejándolo en una situación desastrosa. Hay algunas fuentes que atribuyen a Gassión el mérito de esta maniobra, pero la historia hasta el momento se la ha atribuido al entonces futuro Condé.

Desde mi óptica de modelista y curioso de la historia poco más puedo aportar sobre Rocroi después de revisar la escasa documentación existente al respecto. Lo que si ha avivado mi imaginación de modelista es la imagen de unos hombres aferrados a la honra, agrupados en torno a sus enseñas, desangrándose poco a poco en medio de estallidos y disparos. Parece el retrato de una España decadente y agotada, atada a un pasado glorioso y pendiente de un futuro incierto. Los grandes ejércitos también jalonan su historia con derrotas épicas. Esa impresionante maquinaria militar que fue el tercio tuvo en Rocroi su inevitable capítulo trágico y memorable a la vez.

(Recreación de La Batalla de Rocroi en la película Alatriste, de Agustín Díaz Yanes)

http://www.youtube.com/watch?v=dO2AepdNgUc

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TRES TERCIOS PARA EL EMPERADOR

En 1536, el emperador procedió a una reorganización general de sus fuerzas en Italia mediante la publicación de la Instrucción de Génova, en la que los Tercios son mencionados por primera vez.

Toda la infantería española se agrupaba en Tercios, aunque no als de otras precedencias (alemana, italiana y borgoña) que también servían a sueldo. La Instrucción distinguía tres Tercios diferentes: el de Nápoles-Sicilia, el de Lombardía y el de Málaga. Se establecían así tres agrupaciones distintas de compañías, las dos primeras identificadas por su base territorial de las operaciones y la tercera por su zona de procedencia, pues englobaba tropas que, a través del puerto de Málaga, habían sido trasladadas de Túnez a Italia. Al frente de cada grupo había un oficial superior, el maestre de campo, secundado por varios oficiales que formaban la plana mayor o estado coronel. El Tercio surgió, pues, como regulariación de la ya mencionada coronelía. La diferencia radicaba en su condición de unidad regular siempre en pie de guerra, incluso si no se preveía entrada en combate ni existía amenaza inminente.

En este sentido, su implantación respondió más a conveniencias administrativas que a motivaciones tácticas. El sistema de organización militar ligado al Tercio se amplió pronto e incluyó las fuerzas de intervención operativas fuera de la península Ibérica durante todo el año siguiente. El Reino de Sicilia no tardó en recibir un Tercio completo, mientras otros dos quedaban estacionados en Nápoles y en Lombardía. Por haber sido los más antiguos, fueron denominados Tercios Viejos cuando se movilizaron  otros nuevos para operar en escenarios distintos. Entre los que fueron creándose, los hubo con presencia continuada, como el de Cerdeña o los llamados Tercios de Mar, que guarnecían las escuadras de galeras que operaban en el Mediterráneo y protegían sus costas de los piratas berberiscos. Otros fueron organizados para campañas concretas. Estos últimos se identificaban por el nombre de su maestre de campo o por el de su escenario de actuación, como el Tercio de Flandes, que defendió los Países Bajos durante las guerras franco-españolas de las décadas de 1540 y 1550. Las derrotas francesas en las batallas de San Quintín (1557) y Gravelines (1558) sentaron las bases de la Paz de Cateau-Cambrésis (1559).

Pero la actividad militar no descendió durante el reinado de Felipe II. A partir de 1567, los Tercios de infantería española adquirieron un enorme protagonismo a raíz de varios episodios, como la rebelión de las provincias de Flandes, la gran ofensiva naval contra los turcos (que se iba a saldar con victoria de Lepanto, en 1571) o la incorporación del reino de Portugal (1580), entre otros.

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¿POR QUÉ SE LLAMABAN TERCIOS?

La razón de la elección del vocablo adoptado para denominar el nuevo modelo de la unidad de organización de la infantería española que estuvo vigente desde 1536 continúa siendo un misterio.

Existen diversas teorías, pero ninguna de las explicaciones formuladas por tratadistas e historiadores resulta plenamente satisfactoria. La influencia del espíritu renacentista tuvo su reflejo en la organización militar de la Edad Moderna, por lo que se han visto similitudes entre los Tercios y los antiguos cuerpos de infantería de los ejércitos de la Antigüedad Clásica. El apelativo de Tercio pudo darse en recuerdo de la Tercia Legión Romana, destacada en la península Ibérica, pero la hipótesis no resulta demasiado fibale. Tampoco es seguro que aludiera al número tres como francción (tercera parte del total) de infantes españoles destacados en Italia en la década de 1530 y mucho menos como subdivisión del total de plazas comprendidas (entre 3000 y 3600 en su primera etapa) en agrupaciones de 1000 y 1200 soldados, si así lo exigía el orden de combate.

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DEL GRAN CAPITÁN A LOS PRIMEROS TERCIOS

Las victoriosas campañas de don Gonzalo Fernández de Córdoba

El Gran Capitán en Ceriñola, ante el duque de Nemours, en la versión de Federico Madrazo, 1835 (Madrid, Museo del Prado)

El Gran Capitán en Ceriñola, ante el duque de Nemours, en la versión de Federico Madrazo, 1835 (Madrid, Museo del Prado)

en Italia, las exitosas expediciones norteafricanas de 1509 y la conquista del Reino de Navarra en 1512 llevaron al perfeccionamiento militar español, mediante el agrupamiento táctico de capitanías en coronelías, paso previo a la adopción del sistema del Tercio durante el reinado de Carlos V.

En el marco de las guerras hispanofrancesas que tuvieron lugar en la península italiana entre 1521 y 1538, el Ejército español consolidó su incipiente supremacía. El episodio central fue la Batalla de Pavía (1525), saldada con una severa derrota francesa. La importancia otorgada a los infantes provistos de armas de fuego –arcabuceros, evolución de los espingarderos-, adecuadamente combinados con piqueros, y el aumento de la capacidad de maniobra de las formaciones de infantería  resultaron cruciales. Su eficacia también quedó probada en la victoriosa expedición de Túnez y en la ocupación del Milanesado, convertido por Carlos V en una importante plaza de armas a partir de 1536.

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DE LAS MESNADAS A LAS TROPAS REALES

Durante la Reconquista, el poder militar de los reyes cristianos peninsulares se había apoyado en la reuninón eventual de hombres armadaos en forma de huestes o de mesnadas reales integradas por combatientes a pie y a caballo. En ellas los efectivos señoriales y concejiles eran mucho más numerosos que las propiamente reales.

Por eso presentaban notables deficiencias, como la carencaia de instrucción o su dispersión nada más concluir la misión. El creciente interés de la corona por contar con una tropa permanente, compuesta por soldados instruidos y armados uniformemente, desencadenó un esfuerzo de organización militar para establecer unidades orgánicas, comandadas por combatientes expertos, con soldados profesionales que recibieran un sueldo o soldada tras establecer una relación contractual con el monarca para su dedicación constante al ejercicio de las armas.

Este esfuerzo fue muy notable durante el reinado de los Reyes Católicos estimulado por el desafío que presentó la Guerra de Granada y el conflicto con Francia, desatado a raíz de la tentativa de ocupación del Reino de Nápoles. Entre 1495 y 1503, se desarrollaron dos guerras franco-españolas en Italia, y los Reyes Católicos remitieron por mar dos ejércitos expedicionarios comandados por don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, quien iba a alcanzar una enorme influencia militar por sus exitosas campañas. También concentraron importantes contingentes de tropas en el Rosellón para hacer frente a un previsible ataque francés al norte de los Pirineos. En los tres casos, predominaban las fuerzas de la infantería sobre las de caballería, que habían experimentado un desplazamiento progresivo a partir de la década de 1470, cuando los piqueros suizos que formaban en los ejércitos franceses de Luis XI, combatiendo a pie armados con largas lanzas, habían vencido en campo abierto a los caballeros montados de Borgoña en las batallas de Grandson, Morat y Nancy.

Batalla de Nancy (Eugene Delacroix)

Batalla de Nancy (Eugene Delacroix)

En la organización militar española, este modelo suizo fue reforzado por ordenanzas militares promulgadas en la década de 1490 y en 1503. Las primeras sancionaron la adopción de la pica y la división de los peones efectivos en los ejércitos reales en tres armas: un tercio de lanceros; otro de combatientes con espadas protegidos con escudos, y otro combinado de ballesteros y espingarderos, provistos de armas de tiro y de fuego portátiles. En 1503 las unidades básicas  de peones se organizaron en capitanías, las cuales pasaron a denominarse compañías en 1514, aunque todavía no presentaban una dotación fija.

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EL ARMAZÓN DEL EJÉRCITO. Bases de las fuerzas de choque españolas.

Los primeros tercios fueron los de Lombardía, Nápoles y Sicilia. Más tarde Felipe II crearía otros veintitrés, aunque algunos fueron desapareciendo. Este reparto de los tercios en el Milanesado y en Nápoles-Sicilia les permitía desplazarse con rapidez tanto al norte como al sur de Italia, y ser reemplazados parcialmente con nuevas levas reclutadas en España. El armazón del tercio estaba integrado por tres clases de combatientes: piqueros, arcabuceros y mosqueteros.

Piqueros:

Usaban como arma principal la pica, que media entre 3 y 5 m de longitud, y portaban también espada al cinto. Según su armamento defensivo se dividían en “picas secas” y “picas armadas” (coseletes o piqueros pesados). Los pirmeros llevaban capacete o morrión , y a veces media armadura. Los segundos se protegían con celada o morrión, peto, espaladar y escarcelas, que cubrían los muslos colgando del peto. La espada considerada el arma por excelencia y en cuyo manejo los soldados españoles tenían acreditada fama, era de doble filo y no solía medir más de un metro.

Arcabuceros:

Formaban al principio parte orgánica de las compañías de picas, y adquirieron importancia a medida que las armas de fuego se impusieron. Llevaban capacete, gola de malla y chaleco de cuero, y a vecespeto y espaldar. Su principal arma era el arcabuz, un cañón de hierro montado sobre caja de madera con culata. El equipo adicional incluía una bandolera para las cargas de pólvora y una mochila para las balas, la mecha y el mechero. El arcabucero recibía cierta cantidad de plomo y un molde, en el que debía fundir sus propias balas.

Mosqueteros:

Su equipo defensivo era similar al de los arcabuceros, utilizaban el mosquete, que era un arma de fuego de mayor alcance y calibre que el arcabuz. El alcance del mosquete les permitía salir de la formación cerrada y refugiarse en el escuadrón después de abrir fuego.

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¿QUÉ ERAN LOS TERCIOS?

Al finalizar la Edad Media el influjo de la antigüedad clásica se deja sentir poderosamente en Europa promoviendo la aparición de profundas transformaciones políticas y sociales que marcan el nacimiento de los modernos Estados europeos. Como consecuencia de la superación de las estructuras medievales se crean ejércitos permanentes en cuya concepción y organización influyen no poco los principios constitutivos de la milicia romana.

En España ese tipo de ejército de carácter permanente se configura a finales del siglo XV con motivo de las guerras entabladas con Francia en Italia por Fernando el Católico, quien en 1496 organizó la Infantería en unidades tácticas denominadas compañías que constaban de quinientos hombres. Sin embargo estas unidades no poseían suficiente capacidad de combate para operar aisladamente por lo que más adelante se creó una unidad superior denominada coronelía, que constaba de veinte compañías y contaba además con elementos de caballería y de artillería. Tras las victorias del Gran Capitán sobre los franceses en Italia, las afortunadas campañas del cardenal Cisneros en África y la elevación de Carlos V al trono imperial de Alemania, España se convierte en pieza fundamental de la dinámica europea configurada por la expansión del protestantismo en el norte y por la amenaza turca en el Mediterráneo. Para defender la unidad espiritual y política de Europa, el César Carlos convierte al ejército que le legara el cardenal Cisneros en una formidable máquina de guerra, en la que la Infantería organizada en tercios asombrará en adelante a Europa por su eficacia y disciplina. Los primeros tercios creados en Italia a propuesta del Duque de Alba, fueron los de Lombardía, Sicilia y Nápoles.

En su génesis es preciso tener en cuenta tanto la doctrina y la práctica militares del Gran Capitán recogidas y asimiladas por sus oficiales y sucesores como la fusión del influjo de la antigüedad clásica con la tradición militar forjada en España a lo largo de siglos de enfrentamiento con el Islam así como las transformaciones en las tácticas de combate promovidas por la aparición de las armas de fuego portátiles.

La influencia de la antigüedad clásica se manifiesta sobre todo en la evidente filiación grecorromana de los órdenes de marcha y combate, en la disposición genuinamente romana de los campamentos, y en la preponderancia de la Infantería sobre la Caballería. Si durante el Medioevo la Caballería había constituido el elemento decisivo en las batallas quedando relegados los combatientes a pie a un papel meramente auxiliar.

Durante el siglo XV esta relación de fuerzas comienza a cambiar de signo, convirtiéndose gradualmente la masa infante en la unidad fundamental de combate. El caballero se siente cada vez más impotente ante las formaciones erizadas de picas entre las que se sitúan tropas armadas con arcabuces, y, en un esfuerzo desesperado por no perder la hegemonía conservada en el campo de batalla durante siglos, se reviste de armaduras cada vez más pesadas que si bien le proporcionan cierta protección frente al impacto de los proyectiles, le van restando movilidad hasta el punto de dejarle inerme frente al enemigo cuando cae de su cabalgadura.

La tradición militar hispanoárabe se advierte fácilmente en la existencia en la España del Renacimiento de un ambiente belicoso propicio a fomentar la carrera de las armas. De esta forma, aunque Carlos V empleó el sistema de levas para organizar las tropas de Italia y las guarniciones de África, su ejército se nutrió en gran medida de voluntarios. A fin de regular el alistamiento voluntario la Real Hacienda hacía un contrato con un capitán cuya reputación garantizara su capacidad para alistar a un cierto número de soldados, y los inspectores reales determinaban si se habían cumplido las condiciones establecidas en el contrato antes de pagar a aquél. Los que voluntariamente se alistaban, llamados guzmanes, eran con frecuencia hijos de familias nobles que preferían la carrera militar a la cortesana o eclesiástica y deseaban ponerse al servicio de los oficiales de mayor fama.

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