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Una app para dominar una pandemia (con o sin) desigualdad

El solucionismo tecnológico es la tabla de salvación ante la pandemia: centrémonos en vacunas, apps y tests y volveremos al business as usual. También se pueden añadir otros cachivaches para evitar el contacto (pasemos del mundo de los botones y las pantallas táctiles al mundo sin contacto), para mejorar la higiene de superficies, para depurar ambientes o para avanzar en la digitalización.

Pero  la vacuna puede tardar, las pruebas (los tests), además de sensibilidad y especificidad, necesitan interpretarse y sobre todo gestión de los casos y contactos y los cachivaches han de incorporarse a nuestra prácticas sociales (esto es, el paso de la innovación tecnológica a la innovación social). Por ejemplo, todavía estamos aprendiendo a utilizar la tecnología más potente, de las pocas con eficacia probada, contra el virus: el jabón. ¿Y las apps?

Una de las cosas que más ha podido sorprender a quien siguiera con interés el discurso de la inteligencia artificial, el big data, etcétera, es el contraste entre el gran potencial que implica y su utilidad práctica en esta pandemia. Me explico. Se entiende que empresas como Amazon, Facebook, Google, Apple, etc. recopilan una ingente cantidad de información sobre nuestros movimientos, compras, búsquedas, conversaciones, contactos, etc. La base de datos de ensueño para la investigación epidemiológica y también para la sociológica. Todos ellos podrían haber hecho saltar las alarmas sobre la extensión de una pandemia, si no en enero, al menos en febrero o a inicios de marzo. No ocurrió. Los modelos se construyeron a través de las fuentes propias de los sistemas de vigilancia epidemiológica clásica, que poco a poco se fueron expresando en tableros de datos como el de la Johns Hopkins (en realidad una copia del que publica OMS, pero este no ha tenido fama pese a que le proporciona a aquel la mayoría de los datos). Así, hubo que esperar a marzo para contar con modelos como el famoso del Imperial College y es de este tipo de fuentes de donde se han nutrido analistas de datos y estudios de epidemiología como principal recurso informativo para su labor.

En conclusión, tenemos los datos y modelos de las viejas instituciones del mundo analógico, pero no hay modelos (publicados) de las potentes empresas tecnológicas.

Sí que hay una serie de datos de Google, muy impresionante, sobre cómo se ha reducido nuestra actividad durante los confinamientos, pero esto es más bien información descriptiva de lo acontecido que información predictiva. Yo no he conseguido encontrar nada con carácter predictivo de las empresas tecnológicas. Y a decir verdad, también es normal, no tienen objetivos de salud pública y su modelo de negocio es otro (captar atención para vender publicidad y/o vender a través de sus canales de comercialización).

Además, parece que el mundo orgánico de los virus, no acaba de ser captado por el mundo digital. El intento ahora, sin embargo, es usar apps para el trabajo de seguimiento de contactos (en neolengua “rastrear”).

Se han apuntado muchas limitaciones posibles de las apps. Varias de ellas están glosadas aquí por The Economist. No voy a repetirlas, pero sí me quiero centrar en algunas analogías que se están aplicando que confunden la interacción social necesaria para la trasmisión de un virus con la interacción social que es capaz de detectar una aplicación.

  • El valor de las apps para el seguimiento de contactos (“rastreo”), sería que permitirían identificar con qué personas ha estado en contacto alguien que da positivo durante el período de incubación, en especial, en los días anteriores a la manifestación de los síntomas y de inicio de los mismos, que son aquellos donde el riesgo de trasmisión es mayor. La cuestión es cómo medir dicho contacto (una opción es hacerlo con bluetooth y establecer un tiempo concreto de exposición). Esto puede servir para listar el volumen de contactos potencialmente relevantes. No obstante, dicho volumen de contactos puede ser ingestionable por los servicios de salud y, más importante, dar falsas alarmas para quienes hayan aceptado ser notificados. Por ejemplo, daría aviso si compartimos pared con un vecino, si hemos estado al otro lado de la mampara en un establecimiento, si hemos llevado equipos de protección adecuados en el hospital, y quizá si hemos estado en un semáforo junto a otro coche por un tiempo prolongado.
  • La idea clave es pensar que cercanía equivale a riesgo de contagio, pero este solo se puede producir si el virus entra en nuestro organismo a través de boca, ojos o nariz (por mencionar  algunos orificios) y esto no ocurre necesariamente si se usan mascarillas, con adecuada higiene de manos y la interiorización de una serie de gestos. Es decir, no depende de con quién has andado, sino qué has hecho con dicha persona y cómo lo hayas hecho.

Ninguno de los dos puntos anteriores invalida la utilidad de las apps, pero apunta a un uso como herramienta complementaria por parte de los servicios de atención primaria y vigilancia epidemiológica. Es decir, de nuevo se depende de las viejas estructuras analógicas y puede tener el interés de permitir reducir el tiempo dedicado a llamar e informar. Sin embargo, hay que tener en cuenta que abre el pastel de cómo gestionar la ansiedad de quienes reciban avisos por contactos que en realidad han sido contactos sin riesgo de trasmisión y también los posibles riesgos de producir mecanismos prejuiciosos de atribución de responsabilidad (probablemente guiados por el racismo y otros -ismos).

  • Más importante me parece el reconocimiento de las limitaciones que suponen las diferentes formas de brecha digital y de espacios no cubiertos. Hay personas en zonas sin cobertura, personas sin teléfono (sobre todo mayores y menores), personas con teléfonos en los que no se pueden instalar dichas apps, personas fuera del universo de Apple y Google, personas sin contrato de datos suficientes, personas a las que se les acaba la batería y hasta personas que de vez en cuando se dejan el teléfono en casa, por haber, hay hasta quien no sabe conectar el bluetooth. Ninguno de estos aspectos se distribuye de forma equiprobable en función del sexo, la etnia, la edad, los niveles educativos, clase social territorio o las condiciones de vida. De nuevo hay que preocuparse por el paso de la innovación tecnológica a la innovación social (cómo es incorporado en las prácticas sociales).

El gran desafío de estas utilidades lo es en términos de desigualdad en salud. Dado el fetichismo que sentimos por los objetos, en general, y de los objetos tecnológicos, en particular, es previsible que una naturalización de la utilización de apps para el estudio de contactos, aunque fuera como elemento muy complementario, llevara pronto a olvidar a todas las personas en las situaciones anteriores (ocurre ahora, por ejemplo, con la enseñanza en línea de urgencia). Quienes organizamos esto (lo mismo me da que hablemos de la docencia o del estudio de contactos) tendemos a pensar que los demás comparten nuestros medios tecnológicos e interpretamos la información desde nuestro marco de experiencia. Es lo que algunos han llamado violencia simbólica y es la forma de pensamiento que legitima las instituciones, esto es, las pautas de acción formalizadas, que proporcionan ventaja a unos grupos sociales sobre los otros (que discriminan o excluyen). Si empezamos a hablar de las apps con esto en la cabeza y explicitándolo en el discurso, me parece que tienen un potencial (limitado, pero relevante) a valorar.

 

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