El sucesor de Carlos I fue su hijo Felipe II (1556-1598) quien, aunque no recibió el título de emperador, fue monarca de un inmenso imperio y titular de una Corona que era la primera potencia en Europa. A diferencia de su padre, Felipe II fue un monarca dedicado por entero a las cuestiones de su reino. Él personalmente, resolvía todos los asuntos con el auxilio de sus secretarios, y consolidó y reestructuró las instituciones de gobierno de la época de los Reyes Católicos para ponerlas al servicio del poder real. Sus viajes fueron escasos, no abandonó prácticamente nunca la Península, y fijó una sede permanente para la Corte, estableciendo la capital en Madrid (en el centro geográfico de la Península) en 1561. No obstante, acabó retirándose al monasterio de El Escorial, que él mismo había hecho construir, desde donde ejerció el gobierno hasta su muerte.
Felipe II hubiera podido concentrar su atención en los intereses exclusivos de la monarquía hispánica y en su predominio en Europa, pero como “monarca católico” siguió manteniendo el ideal de defensa del catolicismo. Por tanto, su política y sus enemigos se diferenciaron poco de los de su padre Carlos I; además, se añadió el enfrentamiento con Inglaterra y la situación de permanente revuelta en Flandes. A pesar de todo, Felipe II aumentó sus dominios al incorporar Portugal a la corona en 1580, haciendo valer sus derechos como de Isabel de Portugal.
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