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El Greco

Domenico Theotocópoulos (1541-1614) nació en Creta y en esta isla recibió su formación, en contacto con los iconos, lo que explica la adopción de rasgos bizantinos en su políptico de Módena, rasgos que de forma fragmentaria estarán siempre presentes en su arte. Hacia 1560 marchó a Venecia, ciudad que además de metrópoli de las artes y de las letras era la capital política de los cretenses. Varias veces confiesa El greco ser discípulo de Tiziano; su cromatismo más cálido y algunos rasgos técnicos, así como referencias vagas de Tiziano a un joven discípulo extraordinariamente dotado, acreditan tal aprendizaje. El centro de la actividad artística italiana se encontraba en la corte papal y el pintor se traslada, a finales de 1570, a Roma. En poco tiempo traba relación con algunos personajes españoles afincados en la ciudad papal, circunstancia que, junto al atractivo de trabajar en El Escorial y quizá la conciencia del exceso de figuras existentes en Venecia o Roma, que dificultaban el éxito, le impulsó a la decisión de viajar a España. A su llegada vivió algún tiempo en Madrid antes de trasladarse a Toledo, donde se estableció definitivamente y comenzó a atender numerosos encargos.

Sin duda, El Greco es una de las figuras máximas de la historia de la pintura, aunque su genio no fue reconocido hasta la publicación del estudio de Cossío (1908) sobre su obra y personalidad. La obra de este pintor se nos aparece como una constante de expresiones místicas y de las formas etéreas, ingrávidas. En España su estilo desarrolla las constantes que tanto le caracterizan: las atmósferas tormentosas, las figuras que se alargan hasta reducirse a interminables hileras de formas huesudas, los paños flotantes, los colores fríos, más apropiados para plasmar sus visiones místicas. Los temas religiosos ocupan casi exclusivamente su atención.

Acerca de su particular inclinación a representar formas alargadas, se han planteado multitud de hipótesis, entre ellas, que era astigmático (enfermedad de la vista) e incluso se ha sugerido que utilizaba a los locos del manicomio de Toledo como modelos para sus apóstoles (Doctor Marañón). En realidad lo hacía porque, de este modo, resultan más espirituales.

Mostramos a continuación algunas de sus más célebres obras:

El Expolio

El entierro del conde Orgaz

La adoración de los pastores

El caballero de la mano en el pecho

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Juan de Juanes: La Santa Cena

Esta es la obra más popular del autor Juan de Juanes (Fuente de la Higuera, 1523- Bocairente, 1579), principal representante de la influencia rafaelista en la pintura española. Es heredero de la inspiración pictórica de su padre, Vicente Masip, que alcanza con su hijo la máxima expresión. Se conjetura si De Juanes estudió en Italia, debido a la influencia patente del arte de ese país en su obra. Se dedicó fundamentalmente a la iconografía religiosa, y llegó a ser conocido como “el segundo Rafael”.

En esta obra, la Santa Cena, es evidente la influencia de Leonardo (cf. La Última Cena), aunque ambos autores eligieron diferentes momentos para su obra. Aquí, el artista muestra una gran sabiduría en el tratamiento del espacio, al colocar unos objetos en primer plano, para conseguir profundidad, y un arco al fondo que no sólo enmarca la figura de Jesucristo, sino que hace que la mirada del espectador se aleje hacia el infinito. Por otra parte, la composición, rigurosa en su geometría, faculta el rechazo a Judas gracias a la línea oblicua que su figura representa en la derecha del cuadro. Esta obra ha conseguido formar parte de la cultura visual de la Humanidad ya que constituye, junto con la de Leonardo, el estereotipo de cómo pudo ser la Santa Cena.

A modo de curiosidad, obsérvese que Judas aparece representado como pelirrojo. Esto se remonta a una antigua tradición medieval que atribuye al apóstol este color de cabello, y que explica cierta fama de portadores de “mala suerte” y “desgracia” que persigue a los pelirrojos en algunas culturas, siendo, naturalmente, nada más que un prejuicio.

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La pintura en el Renacimiento: características generales

Antes de comenzar nuestro estudio (sobre todo en sentido etimológico, < Lat. studium “entusiasmo”) de las obras más celebres, realizaremos una breve exposición de los rasgos característicos de este estilo.

  1. La principal innovación de la pintura renacentista es la perspectiva. Aunque ya se prefigura en el gótico, la consecución definitiva de una perspectiva matemática que integra todos los elementos del cuadro es una de las señas de identidad del periodo. Es patente cómo en todos los cuadros los personajes dejan de ser representaciones sobre un fondo plano, y pasan a representarse a diferente distancia dentro de espacios arquitectónicos. Hay sensación de profundidad.
  2. El color, que en el arte románico se manifiesta como planos monocromos (estilo no necesariamente inferior; compárese, por ejemplo, con las obras de Gauguin), comienza a mostrar matices y gradaciones en el gótico y alcanza su máxima precisión (retocada, al milímetro) en el Renacimiento, lo que confiere a las figuras una apariencia típicamente escultórica.
  3. La composición (es decir, la ordenación de los elementos dentro del cuadro) es elaborada. Si el románico y el gótico presentaban una composición yuxtapuesta, de elementos emplazados unos al lado de otros, en el Renacimiento deviene más compleja, ayudada por la perspectiva. Las figuras aparecen frecuentemente estáticas.
  4. Es frecuente la idealización de los temas. Esto contrastará radicalmente con el realismo y el naturalismo tan expresivos de la pintura barroca.

Finalmente, cabe mencionar a los más señeros representantes de este estilo. Como es sabido, el Renacimiento es italiano por excelencia: el Cinquecento lega a la Historia del Arte a los inmortales Leonardo, Rafael y Miguel Ángel. Otro autor de marcada influencia es el maestro Tiziano.

A excepción de España, el Renacimiento no marcará una huella demasiado profunda en los intereses estéticos europeos. Cabe mencionar a un inquieto humanista enamorado del arte italiano, auténtico heredero de este estilo: Albrecht Dürer, más conocido por la castellanización de su nombre, Alberto Durero.

En nuestro país, el Renacimiento ejerce una influencia parcial debido a la pervivencia de formas de poder y mentalidad medievales, lo que se refleja sobre todo en la escultura y la arquitectura (donde descollan todavía elementos góticos y mudéjares). Sin embargo, en pintura la influencia de los maestros italianos es innegable. Valgan como ejemplos Pedro Berruguete, Juan de Borgoña y Juan de Juanes para el periodo de transición; y Luis de Morales, Alfonso Sánchez Coello y Juan Pantoja de la Cruz para el Renacimiento pleno; pero, destacando sobre todos ellos, el inconfundible genio de El Greco.

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Grandes genios de la pintura española

Comenzamos esta serie de publicaciones sobre la pintura española en las grandes manifestaciones del espíritu artístico occidental a principios de la Edad Moderna: el Renacimiento y el Barroco. Dedicaremos especial atención a la vida y obra de creadores singulares, como El Greco, Murillo, Ribera o Velázquez. También ofreceremos guías generales sobre estos dos estilos pictóricos, contemplando sus características tanto nacionales como internacionales. Esperamos que estas publicaciones sirvan de orientación para despertar el interés por uno de los periodos más fecundos del arte español.