Las excavaciones han puesto en evidencia también para Navarra el retroceso de la vida urbana y los avances del poblamiento rural en los últimos siglos del Imperio Romano. Es posible que dentro de este mismo proceso se fuera completando la trabazón interna del amplio sector campesino que había conservado la lengua vascónica, y que se diera una cierta compenetración entre los grupos predominantemente ganaderos de los valles más altos y los núcleos agrícolas de las vecinas cuencas.
De esta suerte y teniendo además en cuenta estímulos superiores que la penuria de la información impide valorar, se produciría el incipiente despertar político que iba a permitir a los vascones manifestar vigorosamente su personalidad ante la agonía del orden romano y frente a las oleadas de guerreros germanos.
Cabe enmarcar igualmente en tal contexto el hipotético ascenso demográfico que explicaría las correrías y depredaciones vascónicas de los siglos V al VII y, en suma, la “vasconización” de una notable porción de la antigua Novempopulania (la nueva “Vasconia”, Gascuña) y quizá de los dominios de los primitivos Várdulos, Caristios y Autrigones.
La presión militar franca y, sobre todo, hispano-visigoda no alcanzó a implantar permanentemente un nuevo orden político en los baluartes del Pirineo Occidental.
Las reiteradas campañas de los monarcas toledanos, desde Leovigildo hasta el propio Rodrigo, contribuirían a consolidar y ampliar la romanizad en las tierras próximas al curso del Ebro, pero sólo lograron bloquear y neutralizar precariamente a las gentes del “Saltus Vasconum” desde algunos puntos avanzados de vigilancia (“Victoriaco, Olite, Pamplona).
A partir de los centros de irradiación que debían de constituir la sede episcopal de Calahorra y –con seguridad desde finales del siglo VI- la de Pamplona, el cristianismo iría penetrando laboriosamente entre aquellas poblaciones a la que los hombres cultos de la época consideran “bárbaras”, sin duda por la singularidad de su idioma y sus reminiscencias paganas.
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