Hay pocas dudas en considerar al romance como la contribución más importante de la literatura española a la literatura universal. En esta ocasión me ocuparé de aquellos que según la clasificación de Menéndez Pidal pertenecen a los romances fronterizos, y que a diferencia de los romances moriscos, relata hechos reales o ficticios acaecidos en la frontera castellano-granadina durante los siglos XIV y XV principalmente. En cualquier caso, su importancia para la historiografía es siempre relativa.
El romance viejo (frente al romance nuevo o literario más moderno) nace de la imaginación popular, que distorsiona la realidad en favor de lo emotivo. En ellos no encontramos, casi nunca, hazañas desmesuradas ni sucesos fantásticos. La alteración de la realidad histórica no supone renunciar al realismo narrativo, a un realismo descarnado propio del recio carácter castellano.
Los héroes no son siempre caballeros castellanos, ni mucho menos, moros y cristianos se alternan en el protagonismo; incluso en las diferentes versiones de un mismo romance. De igual manera se reparten las miserias y bondades de los personajes que en ocasiones aparecen dotados de una elevada carga emotiva, sin distinción del bando en que militan. Así, el romance puede partir desde la perspectiva del “ moro” derrotado, en un ejercicio de empatía difícil de encontrar en las crónicas de sus tiempo. Tanto es así que en ocasiones podríamos adjudicar la autoria de un romance a un individuo o colectivo andalusí. Efectivamente, cuando los prejuicios aparecen no caen siempre del mismo lado, lo que nos puede rebelar el espíritu de una época.
Por lo tanto, y es lo que quiero destacar, el romance se nos presenta como la manifestación espontánea de un pueblo, el castellano, a través del cual podemos intuir la percepción de aquellos sobre sus enemigos potenciales musulmanes.