La mayoría los autores interesados por la figura de Prometeo se han inspirado fundamentalmente en la versión trágica de Esquilo. No es casual que esta versión fuera la que más resonancia tuviera en épocas posteriores al dramaturgo griego, pues es la que más cuestiones plantea y ofrece diversas posibilidades de lectura.
El autor de Eleusis da a la leyenda de Prometeo su forma definitiva, confiriéndole por primera vez un valor simbólico de trascendencia filosófico-teológica. Mientras que en la versión hesiódica no servia sino para dar cuenta con cierta nostalgia de la decadencia de la humanidad y la pérdida irremediable de la edad de oro, el titán aparece ahora en Esquilo como padre espiritual de los hombres. En la versión trágica Prometeo se convierte en el iniciador del progreso técnico y fundador de la civilización. Al mismo tiempo el mito sirve para aleccionar acerca de la necesidad de sumisión al destino y a los dioses y el peligro de cometer hybris. Prometeo, que a pesar de tener una causa justa para su inicial actitud rebelde, es castigado por su falta de prudencia y moderación, adquierie una significación metafórica singular como representante trágico del destino humano.
Como ocurre con otras tragedias de Esquilo también en esta se puede sacar una lección en el plano político. En este sentido la tragedia puede constituir una defensa de la democracia, como única via posible entre el poder absoluto inhumano y soberbio que encarnaba la aristocracia hereditaria de abolengo, un poder encarnado en la obra por el ausente Zeus, y la tiranía de los nobles que de forma astuta se sustentaron en el pueblo oprimido para usurpar el poder introduciendo algunas mejoras sociales, pero que acabaron siendo perniciosos por su radicalidad y desmesura, un régimen que, representado en la figura de Prometeo, acabó siendo visto por los atenienses un estorbo del incipiente movimiento social.