La novela histórica ha cobrado una notoriedad increíble en las últimas décadas. Viajar en el tiempo a través de la ficción por los escenarios del pasado resulta una opción cada vez más extendida entre el gran público lector. Las historias ambientadas en la Grecia y Roma antiguas no son una excepción y tienen muy buena aceptación. Ahí están, por citar algún ejemplo, la estupenda obra en clave irónica del siempre sorprendente Eduardo Mendoza, El asombroso viaje de Pomponio Flato, el emocionante Hombre de Esparta de Antonio Penadés o la inquietante Hipatia de Alejandría de J. Calvo Poyato.
Menos conocida es la novela que hace del hombre primitivo el centro de atención de la trama fantástica y del mundo prehistórico el asunto principal. A este subgénero pertenece En busca del fuego, de J.H. Rosny, pseudónimo de los hermanos Boex, publicada en 1911, de la que hoy quiero hablaros a modo de recomendación de lectura veraniega.
Con un cierto tono poético y sin demasiadas pretensiones de rigurosidad científica, los autores belgas narran aquí las aventuras de tres hombres del Paleolítico por las sabanas europeas en busca de la imprescindible llama de la vida y la conquista de la naturaleza. Como bien dice Alfredo Lara en su introducción (ed. Valdemar 2001)
“Rosny utiliza todo lo que la ciencia arqueológica y la paleontología le va dando en forma de teorías y descubrimientos, pero no aspira a ilustrar fielmente la vida en el pasado para sus lectores. Su intento es narrativo y artístico; simbólico y filosófico, quizá, pero no específicamente didáctico. … La libertad con la que emplea esos fósiles humanos y restos paleontológicos que se van descubriendo, así como el hecho de que, por aquel entonces el cuadro cronológico de las distintas especies de homínidos estaba por hacer -el carbono 14 es posterior- hacen que su Paleolítico sea poco verosímil…. Es como estar en un fascinante parque temático prehistórico.”
Como no podía ser de otra manera, el lector se ve inmerso en un mundo en peligro constante para la especie humana, no sólo a causa de los enfrentamientos diarios con las bestias feroces, sino por la rivalidad y luchas constantes entre las diversas razas humanas, donde impera la ley del más fuerte. Con todo, hay momentos en los que en estos antepasados primitivos afloran unos sentimientos fácilmente reconocibles. He aquí un pasaje especialmente emocionante que describe precisamente una situación en la que los personajes, pese a las amenazas y la carencia del fuego, experimentan en silencio una extraña sensación de dicha:
“Los tres nómadas exultaron alegría: el refugio les pareció más seguro, y más deliciosa la noche. Fue uno de aquellos instantes en que los nervios se afinan y los músculos rebosan alegría. Un tropel de sentimientos agitaba sus almas indecisas, evocándoles la belleza primordial. Amaban la vida y lo que la rodeaba, gustaban un raro placer compuesto de todas las cosas, una felicidad creada fuera y por encima de la acción inmediata. Y como no podían comunicarse tal impresión, ni siquiera pensar en comunicársela, se miraban uno a otro riendo, con esa alegría contagiosa que sólo resplandece en el rostro del hombre. Sin duda esperaban que el león gigante volviera: pero no teniendo una noción precisa del tiempo -que les habría sido funesta-, gozaban el presente en su plenitud.”
La obra me ha recordado en ciertos momentos la épica homérica. En las escaramuzas constantes entre los guerreros de diferentes tribus hay reminiscencias de las escenas de combate de los héroes de la Ilíada:
“su enorme pecho se llenaba de cólera; provocó a sus enemigos y avanzó rugiendo hacia los matorrales”.
Las ansias de conocimiento y la astucia del protagonista, que se aventura en un mundo desconocido para rescatar el preciado fuego y regresar con él a la horda, son rasgos esenciales de Ulises:
“En cambio, Naóh se interesaba por el hombre del pantano, no sólo porque le había salvado de los enemigos, sino porque era mucho más curioso que sus compañeros y se preguntaba quién era, de dónde vendría, cómo era que se hallaba en el pantano y por qué le habían herido”.
Más allá de motivos temáticos concretos, es curiosa también la presencia de las gestas de tradición oral que, como en el mundo micénico, fortalecían la identidad colectiva, esos cantos que cultivaban el sentimiento de pertenencia a un grupo que nosotros hemos acabado substituido por himnos patrios:
“Al comenzar la noche, cuando el fuego resplandecía sobre un promontorio, en una isla o en una ribera, saboreaban un bienestar dulce y taciturno. Gustaban de sentarse en grupos, apretados unos contra otros, como si las individualidades debilitadas se fortalecieran con el sentimiento de la raza… A menudo los Wah cantaban una melopea muy monótona, que repetían hasta lo infinito, celebrando antiguos hechos, cuyo recuerdo ninguno de ellos conservaba y que debían de referirse a generaciones desde largo tiempo desaparecida.”
En esta novela se basó Jean-Jacques Annaud para su homónima película de 1981 galardonada en repetidas ocasiones. El film plasma de manera concisa el mundo hostil descrito por Rosny y las peripecias que encuentran los tres jóvenes neanderthales en su búsqueda del fuego. Añade además algún elemento de comicidad que no aparece en la obra literaria y, lo más interesante, un toque romántico que cohesiona mejor el argumento original y que conecta también en cierta medida con los escarceos amorosos vividos por el héroe de la Odisea. El film elimina también el uso del lenguaje convencional por un modelo de comunicación gutural y gestual creado para la ocasión que da mayor realismo a la historia.