La imagen que del indio tenían ciertos religiosos europeos (como la Orden Franciscana o Bartolomé de las Casas), y que preformó el mito del buen salvaje, fue lo que encendió la mecha definitiva para animar a la praxis utópica en el Nuevo Mundo. Los franciscanos observaron la gran «plasticidad» de los nativos, eran la mejor materia con la que llevar a cabo sus organizaciones sociales ideales, orientadas a un primitivismo cristiano como fin. Pese a sus grandes diferencias, no dudaban de la igualdad de las almas al ser todos descendencia común de Adán y Eva. Aunque no pocos negaban a los indios capacidades intelectuales, y aun su misma humanidad, estos religiosos decían conocer bien su «capacidad de recepción». Y ésta no de cualquier tipo, sino de una pureza y sencillez de perfecto encaje con sus aspiraciones misioneras, es decir, las de restaurar un cristianismo genuino, lo más próximo posible al deseado por Dios para el hombre. Porque los más auténticos son también los más cercanos a la creación divina, los que menos se han desviado del camino trazado. Su humildad y pobreza son ejemplares y, pese a las dificultades de hacerles aceptar las formalidades religiosas (Roma se vio obligada a flexibilizar los rituales tras una larga polémica), las más cercanas a las prédicas cristianas.
Pero lo mejor para entender lo que pensaban es leer una descripción de Motolinía, misionero franciscano paradigmático:
Estos Indios cuasi ni tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos y nos tienen sumidos, porque su vida se contenta con muy poco, y tan poco que apenas tienen con qué se vestir y alimentar. Su comida es muy paupérrima, y lo mismo es el vestido: para dormir, la mayor parte de ellos aún no calza una estera sana. No se desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados ni dignidades. Con su pobre manta se acuestan, y en despertando están aparejados para servir a Dios, y si se quieren disciplinar, no tienen estorbo ni embarazo de vestirse ni desnudarse. Son pacientes, sufridos sobremanera, mansos como ovejas; nunca me acuerdo haber visto guardar injuria: humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no saben sino servir y trabajar. Todos saben labrar una pared, y hacer una casa, torcer un cordel, y todos los oficios que no requieren mucho arte. Es mucha la paciencia y sufrimiento que en las enfermedades tienen: sus colchones es la dura tierra, sin ropa ninguna; cuando mucho tienen una estera rota, y por cabecera una piedra, o un pedazo de madero; y muchos ninguna cabecera sino la tierra desnuda. Sus casas son muy pequeñas, algunas cubiertas de un solo terrado muy bajo, algunas de paja, otras como la celda de aquel santo abad Hilarión, que más parecen sepultura que no casa. Las riquezas que en tales casas pueden caber, dan testimonio de sus tesoros. Están estos Indios y moran en sus casillas, padres, hijos y nietos; comen y beben sin mucho ruido ni voces. Sin rencillas ni enemistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el mantenimiento a la vida humana necesario, y no más. Si a alguno le duele la cabeza o cae enfermo, si algún médico entre ellos fácilmente se puede haber, sin mucho ruido ni costa, vanlo a ver, y si no, más paciencia tiene que Job.
[De Historia de los Indios]
La perfecta carne de cañón para la utopía social, política y religiosa que los franciscanos desarrollarían en el Nuevo Mundo.