En la localidad de San Lorenzo de El Escorial, al oeste de la comunidad de Madrid, se encuentra una de las páginas más brillantes de la historia de la arquitectura y del arte español: la magna construcción del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, un enorme complejo arquitectónico de palacio, basílica y monasterio ideado por Felipe II y proyectado por Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, construido entre 1563 y 1584.
Hablar del Monasterio de El Escorial nos llevaría cientos de entradas, sin ningún tipo de exageración. La complejidad y las implicaciones del diseño arquitectónico, que supuso el paso del renacimiento plateresco y del purismo al clasicismo totalmente desornamentado o herreriano; la ingente cantidad de obras que en su interior se conservan (pinturas de los españoles Fernández de Navarrete o Zurbarán, o los italianos Giordano, Ricci, Zúccaro, Cambiaso o Tibaldi, por citar algunos ejemplos; esculturas de los italianos Leoni o Cellini o el español Juan Bautista Monegro) y la curiosa historia de cada una de ellas, darían para muchos blogs como este. Imposible, por tanto, hablar de todo ello.
En un plano muy personal, desde que estudié la arquitectura utópica del neoclasicismo, siempre he pensado que cuando arquitectos como Boullée proyectaron sus grandiosos edificios irrealizables, no debían andar muy alejados de los principios que quisieron seguir Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera a la hora de construir El Escorial. Boullée y sus colegas soñaron con construcciones enormes, infinitas y repetitivas, ante las que el ser humano se veía tan pequeño que trascendía en una sublimidad casi religiosa. Esa sublimidad, Kant la definió como aquello que desborda la capacidad racional del ser humano. Y en efecto, el monasterio de El Escorial no deja de desbordarnos al pensar en su grandiosa fábrica.
¿Existirá entonces una mayor trascendencia, en una hipotética religión artística, que contemplar la finita infinitud de la fachada sur del monasterio escurialense…?
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