La marginalidad de las mujeres no dependía de su condición social o económica. Podemos resumir perfectamente esta situación con el párrafo de Isabel Ramos:
“A lo largo de la Historia la mujer si era soltera pertenecía a su padre o hermanos; si era casada, a su marido; si era esclava o sierva, a su dueño; si era religiosa, pertenecía a Dios”.
En este contexto de total dependencia con respecto a los varones, una de las posibilidades de emancipación es la prostitución. Aunque, como veremos, esto no significa que las mujeres que trabajaban en las mancebías fueran dueñas de sus destinos. Como dice Fernández Álvarez,
“Lo más frecuente es que la ramera tenga que acudir a la mancebía, o burdel, y sujetarse a unas normas, dando buena parte de sus ganancias a terceros”.
En un primer momento, las mancebías fueron toleradas a incluso potenciadas por los Reyes Católicos, ya que eran conscientes de los ingresos que este negocio reportaba a la Corona. Sin embargo, a partir de 1623, con la Pragmática Real que decreta su cierre, se inicia una etapa caracterizada por la prohibición, que con menos que más fortuna, castigaba la misma conducta que antes había favorecido, contribuyendo así a denigrar la figura de las prostitutas y a relegarlas a la marginalidad más absoluta.
Otra forma de prostitución, siempre perseguida –primero porque se pretende controlar totalmente los ingresos generados, luego por la total prohibición-, continuará existiendo, la de mujeres que vendían su cuerpo en su casa o en las calles, las llamadas “rameras”. Parece ser que esta denominación se debe a que colocaban una rama verde en la puerta de sus casas para indicar que ejercían la prostitución.
En el XVII se intentaba imponer a la sociedad una nueva moral pública, que a causa de la crisis económica, había visto aumentar la delincuencia, también la relacionada con los lupanares.
Vemos ejemplos de esta situación en la novela picaresca del XVII.