Remitente: Pere Montaner. Alhama de Aragón, 50230

La investigación tiene sus puntos de ironía o, quizá, ingenuos por parte del investigador. Investigadora en este caso. A veces, las búsquedas de referencias conducen a verdaderos puntos de luz −hallazgos que te resuelven una buena parte del enigma− y, otras, te dejan en la más flagrante oscuridad porque la pista se perdió, fue pasto de las llamas o de alguna inundación diluviana o el perro se la comió. Pero de las referencias ficticias todavía no había sido víctima… hasta ahora.

Mi afán recopilador de cada referencia −aun con aroma a merchandising− que lleve el nombre de Concha Alós me empuja arrimarme a cualquier árbol como mosquito a la lámpara de luz ultravioleta. La analogía está bien traída porque, a veces, efectivamente, puedes salir escaldado. En esta ocasión no hubo chispazo abrasador, pero sí unas risas. Al menos, las mías hacia mí misma por impulsiva. Digo impulsiva porque si me hubiera detenido a tiempo a inspeccionar la web de mi hallazgo, quizá me hubiera dado cuenta de que se trataba de un espacio narrativo y no de un lugar al puro estilo periodístico con aspiraciones a contar hechos reales o con ciertas ínfulas académicas divulgativas como fue mi primer pensamiento. Me estoy adelantando. Voy a empezar por el principio.

Un caluroso 23 de agosto de este verano recién concluido, rastreo por internet las posibles nuevas referencias sobre Concha Alós −ya sean entradas de blog, notas de prensa, etc.−. Entonces, mis ojos se topan con La Charca Literaria, una revista digital. Leo la entrada dedicada a mi autora escrita magistralmente por Pere Montaner. El título es sugerente: «Concha Alós: del tremendismo al olvido». Yo, acostumbrada como estoy a este tipo de reseñas, leo casi aburrida y sin demasiada esperanza de encontrar nada fuera del tiesto de la información habitual en estos casos. Hasta que en el cuarto párrafo aparece:

Movido por la lectura de Rey de gatos, echo mano del baúl de los recuerdos y caigo en la cuenta de que mi padre ya leía y comentaba las novelas de esta escritora, a la que conoció fugazmente en un balneario de Alhama de Aragón, a mediados de los setenta. Por lo visto allí solía recalar Concha cuando necesitaba olvidarse de su turbulenta relación con Baltasar Porcel.

What? O sea. What? ¿Concha Alós en Alhama de Aragón? ¿Desde cuándo iba a refugiarse allí? ¿Cómo había sido posible que semejante dato me hubiera pasado desapercibido hasta ahora? Me he entrevistado con la hermana de Concha Alós, con sus sobrinos… Amparo Ayora del Olmo ha rastreado la vida de Concha Alós desde sus cimientos en Castellón de la Plana… Mi cabeza daba vueltas con este nuevo descubrimiento. Era imposible, ¿qué se le había perdido a Concha Alós en Alhama de Aragón cuando a ella le gustaba veranear en Calafell? Luego, después del primer arrebato, pienso más calmadamente que cómo podía ser tan maniquea o abstrusa y no ser capaz de pensar que Concha Alós, independientemente de dónde veranease, durante el resto del año podía ir a donde le diera la real gana y si le apetecía remojarse los pinreles en reparadoras aguas termales pues por qué no. Entonces, continué leyendo:

Al hojear Las hogueras descubro en su interior algunas notas caligráficas de mi padre y una carta firmada por Concha Alós dirigida a él. Por lo visto compartieron en Alhama de Aragón una tarde de charla y el interés por intercambiar vivencias y lecturas. Mi padre debió enseñarle alguno de sus cuentos, que enviaba, sin fortuna, a concursos literarios. Y ella juzgó que los personajes y temas que abordaba —de un realismo humorístico, en la línea de Azcona o de La Codorniz— sobraban en un mundo donde los escritores apostaban ya por el realismo mágico y la experimentación literaria. Era la moda. A juicio de Concha Alós —tal como puede leerse en esa carta—, convenía ir abandonando la descomposición moral de la posguerra y narrar otras historias, otros temas. Los cuentos de mi padre, por el contrario, continuaban dando protagonismo a los enanos, esos personajes pequeñitos y ridículos que salen en las películas de Berlanga y el neorrealismo italiano. Y esa era una vía agotada, según la Concha Alós de entonces.

Aquí, explota mi cabeza. O sea: tengo claro que mi objetivo es contactar con el autor de esta entrada, preguntarle por esa carta, preguntarle por ese padre, preguntarle por ese momento del balneario, pedirle que me deje ver la carta, aunque no la incorpore a la tesis. Me da igual. Soy adicta a Concha Alós, cualquier cosa de ella, tanto si es de sus escritos como de su vida privada, me produce éxtasis. Lo quiero saber todo, todo. Así que, me puse manos a la obra. Busqué a Pere Montaner por internet sin demasiada suerte. Sin embargo, una mini pista me dice dónde puedo encontrarle. Escribo a la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña. Es verano. Spoiler: mi correo se pierde en spam. O algo similar porque el tiempo pasó y no obtuve respuesta. Pero como tengo una virtud muy edificante: soy más pesada que una vaca en brazos o que un collar de melones −según aseguraba mi seño de primaria, Dori−, vuelvo a escribirles a finales de septiembre. Esta vez con mejores resultados.

La Asociación tiene la gentileza de reenviar mi correo suplicante a Pere Montaner. Y ¡sorpresa! Me responde enseguida. Salen lágrimas de mis ojos cuando leo su nombre en la bandeja de entrada. «Voy a leer esa carta», me digo emocionada. Pero rápidamente pincha mi burbuja: La Charca Literaria es precisamente eso: una revista literaria donde sus numerosos colaboradores escriben literatura, es decir, ficción. Por tanto, esa carta nunca se escribió. El papá de Pere Montaner nunca conoció a Concha Alós, aunque sí es cierto que la leía, y tampoco hay manera de saber si Concha Alós se refugió alguna vez en ese idílico pueblo de la comarca de Calatayud. Si en medio de mi furor investigador cuando leí las palabras de Pere me hubiera detenido, tan sólo un instante, a indagar un poco −un poquito, tampoco hacía falta meterse en las tripas de una catacumba− sobre el ánimo literario de la revista, me hubiera ahorrado semejante chasco. Me pudo la embriaguez.

No obstante, he de romper una lanza por mí porque, a pesar de mi fracasado hito, la historia acaba con final feliz. Pues, nuestro contacto −dentro de la anécdota que delata mis pasos de investigadora novata (o arrebatada)− ha abierto una puerta a una cordial amistad. Así que, no habrá carta con código postal de Alhama de Aragón, pero a cambio tengo el placer de contar con una conversación amiga. Me imagino a Pere Montaner leyendo mi correo: «Esta chica no se entera de nada»; «Mira que creerse que…»; «Pero ¿cómo no fijarse en…?» y luego respondiendo con toda la paciencia del mundo, aclarando mi entuerto. También me lo imagino sopesando la tentadora posibilidad de seguirme el juego: «Sí, se conocieron en la primavera de 1978. Ella escribía notas para su próxima novela en un cuaderno azul oscuro con los bordes gastados, mirando al horizonte muchas veces y sorbiendo lenta su zumito de naranja con un toque de ponche. Mi padre la reconoció por las fotos de la prensa y, realmente, la admiraba desde su novela Los enanos. Así que se acercó a ella y le pidió permiso para compartir asiento en la terraza de aquel alejado balneario, como el hotel de El resplandor». Pero lo pensó mejor. Se dijo: «si le miento en algo así, me pedirá la estúpida carta, lo único que quiere es leer mezquinamente ese trozo de intimidad». No. No podía mentirme. Era más sensato explicarme amablemente mi metedura de pata y, de paso, pedirme felizmente que «chapoteara» en La Charca. Gracias por la lección, querido Pere.