Es curioso que el término «deconstrucción», en principio un tanto oscuro, se haya colado en el debate público y se utilice como herramienta para explicar el significado de los cambios que, según parece, están próximos a producirse.
La «deconstrucción», como propuesta filosófica, estuvo refugiada durante años en textos destinados a reducidos círculos y a ser objeto de un alto debate intelectual, en el cual destacaban brillantes filósofos franceses. Luego se abrió paso (ya en EE UU) en otras muchas parcelas de la cultura y de la ciencia, en la arquitectura por ejemplo, e incluso en saberes como el Derecho, especialmente refractario éste a ser, justamente, deconstruido.
Sin embargo, ahora se emplea corrientemente entre el gran público, ¿por qué?
Tal vez porque proporciona la imagen de algo que se disuelve, que no está firmemente fundado (porque la impresión general es que nada se apoya en lo verdaderamente sólido -¡y nunca lo estuvo, que diría un deconstructivista!)
En general, la filosofía deconstructiva, si puede llamarse así, es antiautoritaria en el sentido de que trata de desenmascarar las tramas que están detrás de toda presunta autoridad, incluida la autoridad de la lengua y de los significados de los conceptos. Por otro lado, es una filosofía que nace de la desilusión con la modernidad, ya que no cree que la modernización de las sociedades (y del sistema económico que le acompaña) esté incompleta y que haya que implementarla, sino más bien que ha llegado a su límite, esto es, al comienzo de su propia deconstrucción.
Todo esto no tiene nada que ver con el hecho de que las más firmes instituciones, como la familia, el Estado, la Constitución, o los conceptos que definen los soportes privilegiados de la sociedad, como el de varón, político, sacerdote, etc., estén en franco proceso de disolución. La cuestión es más bien que, para el deconstruccionismo, lo que sucede no es más que el desarrollo necesario de la capacidad de desvelamiento de la mente humana, y de la necesidad de ésta de ampararse en el único concepto que no puede ser deconstruído: la idea de Justicia, que no coincide con el Derecho existente ni con las leyes.
Así que tomando cada uno de estos elementos, ya tenemos una guía para navegantes. En un momento de crisis como el actual, en que lo que se deconstruye es el propio sistema (Estados Unidos, decían estos filósofos, «es la desconstrucción») las temáticas y la dinámica política giran en torno a, por una parte, el desvelamiento de las tramas que se esconden tras del poder, cualquiera que sea, lo que incluye las tramas de corrupción. Por otra, la conciencia cada vez más extendida de que se ha llegado al límite (económico, medioambiental y político) de lo que llamamos modernidad. Y, por último, que hay que apelar a una idea de Justicia reparadora, que no se encuentra expresada en el Derecho y en las leyes.
Deconstrucción no es sinónimo de destrucción, ni siquiera de lo que Schumpeter denominó «la destrucción creadora». Tiene que ver con la pérdida de control sobre los hechos condicionantes de nuestra vida. Si se quiere, la imagen más evocadora es la del carro de Dschagannath, citado por A. Giddens, que una vez al año transporta la imagen de Krishna, moviéndose por sí solo sin destino aparente, atropellando inevitablemente a la gente que, presa del pánico y del éxtasis religioso, intenta guiarlo, moderarlo y pararlo.
Es decir, lo que se espera es un acontecimiento, algo que nos saque de este largo sopor.
Fuente: http://www.diarioinformacion.com/opinion/2014/11/03/deconstruccion/1562832.html
http://polop.cpd.ua.es/dossierua/index.jsp?status=publicada&date=03-11-2014