Debido a la crisis, olvidamos a menudo el servicio que la Constitución de la concordia ha rendido a nuestro país a lo largo de tantos años. En un mundo extremadamente cambiante, abierto a la globalización y a formas inéditas de explotación y dominación, la Constitución es una de las escasas anclas que aporta certeza y seguridad. Como en el mito de Ulyses, la Constitución funge como el piloto que tiene que atarse al mástil del barco que va a derecho a estrellarse contra los escollos, atraído por el dulce canto de las sirenas: el único modo de salir victorioso de la prueba.
La verdadera sustancia de la Constitución reside en su capacidad de albergar pactos y de establecer instrumentos que permitan la solución pacífica de los conflictos sociales en un marco de respeto a los derechos de todos, de garantía del pluralismo de las ideas, de participación democrática de la ciudadanía. Precisamente por ello, la Constitución no es un texto meramente declarativo, sino un auténtico «nomos» o background de valores, principios y reglas civilizatorias, cuya misión es prevalecer frente a las veleidades del legislador y los vaivenes de la política.
La Constitución del 78 ha resistido bastante bien, a lo largo de sus treinta y seis años de existencia, las pruebas a que ha sido sometida. Ha atravesado diferentes coyunturas, cambios políticos y sociales, procesos acelerados de modernización; ha sido el bastión desde el que se ha defendido la extensión de derechos, antes impensables, hasta convertir España en una de las sociedades más abiertas del mundo. Por sí misma, la Constitución no ha constreñido ni ahogado el protagonismo de la sociedad civil, ni ha sido la responsable del malestar que hoy atravesamos.
Es cierto, sin embargo, que el paso del tiempo, unido a la crisis profunda que se ha cebado sobre la sociedad española, afectando principalmente a los sectores más vulnerables, debe llevarnos a reflexionar sobre la necesidad de efectuar determinados cambios con el fin de restablecer su plena normatividad, de manera que nos dotemos de los necesarios instrumentos para afrontar, tanto los problemas acuciantes del presente, como los retos de futuro.
El problema más inmediato es restablecer el pacto social, un emblema de la Constitución que ha sido vulnerado por años de políticas neoconservadoras, dentro y fuera de España. Propuestas como contrarrestar la nefasta reforma del artículo 135, mediante el reforzamiento de las garantías constitucionales del Estado Social (salud, educación, pensiones, dependencia, reparto justo de las cargas, etc.), es la condición para alcanzar y mantener la paz social.
También el pacto territorial, firmado en la Transición, amenaza con saltar por los aires a consecuencia del desafío soberanista en Cataluña. Dejar las cosas como están, sin hacer nada, nos conducirá inevitablemente a un escenario catastrófico de incalculables consecuencias, incluida la destrucción del entero orden constitucional que sustenta la razón de ser de España como Estado. La oportunidad de una reforma del modelo territorial, que no es otra cosa que llevar a la Constitución muchos de los avances ya existentes en los Estatutos de Autonomía, completados con algunas reformas institucionales que aseguren el respeto a la diferencia y a la solidaridad, es una operación urgente, que requiere de audacia y sentido de Estado.
España está inserta en Europa, pero la dinámica europea, impulsada por grupos de interés no responsables, por una burocracia al servicio de sus mandantes, sean multinacionales o tenedores de deuda, amenaza con hacer imposible el sueño de una Europa verdaderamente integrada política y socialmente, que haga honor a sus valores. Se echa en falta en Europa un verdadero partido constitucionalista; pero en todo caso, la Constitución debería reformarse para, por una parte, impedir que la dinámica europea altere por la puerta trasera nuestro modelo democrático y social de Estado y, por otra, para avanzar hacia la plena constitucionalización de la propia Europa.
Hay por último ciertos defectos de origen en la Constitución del 78 que han permitido el deterioro de las instituciones y su colonización por los partidos políticos. Reforzar las instituciones, haciéndolas más transparentes y eficaces, es una cuestión que debe resolverse mediante el acoplamiento de éstas a las exigencias de una sociedad que reclama nuevas formas de participación y de comunicación.
Dentro de este marco, las fuerzas políticas son las que tienen que llevar adelante sus propuestas y sus programas por procedimientos democráticos. Éste es el espacio que queda abierto a las diferentes opciones políticas, pues la sociedad abierta es una sociedad conflictiva. Estos días, que conmemoramos la Constitución de 1978, es una buena ocasión para hacer balance; para no olvidar su legado y para actualizar responsablemente sus contenidos de cara al futuro.
Fuente: http://www.diarioinformacion.com/opinion/2014/12/08/olvidemos-constitucion/1576108.html