Cuando pensamos en la Ilustración al terminar el bachillerato solemos pensar en Rousseau (el del mito del buen salvaje, como dicen sus contrarios), en Diderot (el de la Enciclopedia), en Montesquieu (el de la separación de poderes), en Robespierre (el de la guillotina…), en Voltaire (el intolerante con los intolerantes) o en Kant (el de “atrévete a saber”). Es Francia y Europa, no tanto España y menos aún Alicante, lo que primero nos viene a la cabeza. A lo sumo nos acordamos del español Jovellanos, a quien recordamos apoyado en su escritorio, pero nuestra memoria y lo que es peor, nuestro interés, no alcanzan por lo general a querer saber mucho más.
Al menos así ocurre hasta que nos «hacemos mayores» y sentimos que la afición por la historia va calando en nosotros. Entonces empezamos a entrever que lo que aprendimos en nuestras primeras dos décadas de vida no es prácticamente nada, y a veces incluso nada bueno ni acertado, comparado con lo que ahora tenemos ante nuestros ojos llenos de curiosidad. ¿Cuántos alicantinos saben que hace dos siglos, menos de ocho generaciones atrás, existió un ilustrado nacido en su misma ciudad llamado Pedro Montengón, que antaño contaba y soñaba utopías que hogaño no somos capaces ya de contar ni soñar? Tampoco yo lo sabía. Cabe preguntarse, pues, por qué conocemos antes a Rousseau que a Montengón, siendo ambos de la misma talla intelectual y siendo además, este último, paisano nuestro. En parte -me apresuro y aventuro a dar una respuesta- porque la enseñanza, como el poder, ha tendido a centralizarse gradualmente en los últimos años, por no decir milenios que se remontan hasta el neolítico, de modo que perdemos por momentos nuestra propia historia e identidad. La enseñanza pública nacional, tendente a la supranacionalización, y los mass media de los accionistas, tendentes a la mundialización, compiten y arrasan conjuntamente con la tradición oral, la cultura local y el saber popular. Tenemos bibliotecas a escasos metros de nuestras casas (en fin, conocimiento acumulado y suficiente para redirigir el rumbo de nuestras vidas y sociedades), sin embargo nuestros oídos están cada vez más enchufados a los auriculares, escuchando en algún otro lugar, y nuestros ojos de nuevos «opiómanos» cada vez más adheridos a las pantallas, esto es, al no pensar con hondura, al no actuar con afecto.
Es mucha, y cada vez mayor, la información disponible sobre nuestro pasado. De hecho, se dice que vivimos en la «sociedad de la información y del conocimiento», pero no de la sabiduría, cabría añadir. Los buscadores y las bases de datos de Internet son capaces de decirnos en cuestión de segundos quién es Manuel Martí y qué se ha escrito sobre él, lo cual es una «bendición» (no es poca, en ese sentido, la gratitud que siento hacia los profesores e historiadores que lo hacen posible), pero no solo no pueden decirnos qué hemos de buscar, sino que además trabajan paradójica e inconscientemente para volvernos, al menos en cierto modo, más superficiales y dependientes que antes. Por un lado, los necesitamos porque nos hemos creado una necesidad de tipo estructural y psicológica, y no es fácil desprenderse ni renunciar a ella (el analfabeto de hoy, el marginado de mañana, es aquel que no sabe usar con eficiencia las nuevas tecnologías). Por otro, nos aíslan (nos convierten en «islas»), por mucho que nos «conecten» con los demás.
Sin duda se ha escrito mucho y difundido otro tanto por la Red sobre los ilustrados alicantinos, para muestra este blog de modestas pretensiones, pero resulta que no hemos aprendido casi nada bueno de ellos, que lo hay, y sí mucho malo. Tampoco hemos avanzado prácticamente nada, más bien al contrario, hemos retrocedido (esta cuestión, no obstante y a pesar de ser primordial, nos vemos obligados a dejarla para otra ocasión). Cuando menos seguimos siendo, tanto el Sistema como nosotros y nosotras: patriarcales, paternalistas, maniqueístas, jerárquicos, autoritarios, estatalistas, centralistas, clasistas, economicistas, monetaristas, neoesclavistas, amantes de la propiedad privada ilimitada, racistas, sexistas, especistas, militaristas, expansionistas, elitistas, etnocéntricos, ecocidas… y además nuestra tecnología leviatánica es más omnipotente y omnipresente que nunca. Solo desde la candidez se puede creer que más conocimiento accesible nos hará mejores y más libres. No mientras todo siga igual, no mientras lo esencial siga sin cuestionarse en el interior de cada una y de cada uno. Sostengo que Internet puede usarse para hacer el bien, así ocurre y así seguirá ocurriendo mientras le quede algo de aliento, pero no es ni será la norma, sino la excepción.