Por eso, en un mundo de estados en conflicto, había mucho que ganar, como los aztecas no tardaron en descubrir, refinando el arte de la guerra. Los códices aztecas, los relatos españoles de la conquista, y las evidencias arqueológicas, muestran que la tecnología militar en Mesoamérica no llegaba a las elaboradas máquinas de guerra y armas europeas. El éxito o fracaso en el campo de batalla dependía en cambio del eficiente entrenamiento de los guerreros individuales, su organización, sus tácticas y su alta moral.
Los mismos emperadores aztecas, nada más ascender al trono, debían emprender por costumbre nuevas campañas de conquista. El éxito de esta expedición inicial era una prueba vital de su valor. Cuando un nuevo soberano, Tizoc, regresó con sólo 40 cautivos tras perder 300 hombres, fue etiquetado como un fracaso y su reputación no se recuperó nunca. Según un cronista: “miembros de su corte, furiosos ante su debilidad y falta de deseo de traer la gloria a la nación azteca, lo ayudaron a morir con algo que le dieron para comer”.
Curiosamente, los aztecas hacían pocos intentos por subyugar a los pueblos a los que conquistaban. Ninguna cadena de fortalezas (como poseían los incas), mantenía a las naciones derrotadas bajo el yugo; incluso las guarniciones militares parece que fueron raras. En vez de ello, los conquistadores aztecas dependían de la intimidación para la sumisión continuada de las demás ciudades-estado de la región: el miedo a las represalias era lo que mantenía fluyendo los tributos. Cualquier indicio de que los ejércitos aztecas ya no eran invencibles podía suscitar el desafío y la insurrección, un hecho que los conquistadores españoles iban a capitalizar cuando grupos de indios hostiles, especialmente tlaxcaltecas, se aliaron a ellos para ayudar a derribar a los aztecas.