Una vez alcanzada la edad adulta, su vida estaba destina por y para derramar sangre en el campo de batalla y lograr víctimas propiciatorias para sacrificar a sus dioses. No había nada más viril y honorable para un guerrero azteca que la muerte en el campo de batalla o en el altar de sacrificios. Tanto así que los hombres que fallecía de ésta manera, así como las mujeres que perecían en el parto, eran considerados merecedores de otra vida ultra terrenal. Por el contrario, todos los demás, independientemente de su status y rango, debían vagar durante cuatro años por el inframundo hasta que recalaban en su lugar más bajo (al que llamaban “Tierra de los Muertos” o “Nuestro Hogar Común”), donde debían presentar sus regalos al Señor de la Muerte y luego desaparecían en las sombras. Fue éste un tema que inspiró profundamente a los poetas aztecas, uno de los cuales cantaba: “No hay nada como la muerte en la guerra, nada como el florecer de la muerte, tan preciosa al que da la vida. Ya la veo ¡Mi corazón la ansía!”.
La misma configuración del territorio del valle de México fue caldo de cultivo para un estado continuo de guerra: la multitud de ciudades-estado, la riqueza agrícola de la región por el uso de las chinampas (huertas flotantes de los lagos de agua dulce), la abundante población… El que podía sembrar el terror en los corazones de todos los demás era el que dominaba y gobernaba, y podía extraer el mayor tributo. Una estimación moderna sugiere que una familia podía sostenerse todo el año de los frutos obtenidos en sólo unas siete semanas de trabajo en las chinampas. Parte del excedente de la cosecha iba a alimentar las ciudades en forma de tributo, pero quedaba un excedente de trabajo que dejaba a los hombres libres para dedicarse a las actividades militares. Un efecto de ello fue producir una estructura social jerárquica, en la cual emergían diferentes grupos de gente, como las clases guerrera y sacerdotal.