El artículo Soy ‘millennial’ y me pregunto: ¿de verdad no podemos apagar el móvil en el teatro? (El País, 31/5/2019) habla del teatro, pero bien se podría cambiar el teatro por una clase cualquiera de la universidad:
me gustaría comentar un dato que no solo me tiene preocupado e inquieto, sino que además me parece muy grave: desde el mismo primer día de clase hasta el último día no ha habido una sola función en la que no haya sonado al menos un teléfono móvil. Ni una. Luces que se encienden iluminando el patio de butacas, llamadas, mensajes o alarmas. O todas juntas.
La educación está viva porque se representa delante de los estudiantes sin trampa ni cartón. Cada uno de los movimientos, palabras o silencios de los profesores no están ahí por casualidad, todo tiene una intención dramática y narrativa. Y el silencio no solo es aliado de los profesores sino también del propio estudiante. Es necesario para que todo lo que se intenta transmitir desde la pizarra pueda envolver y atrapar a quien está sentado en el pupitre. Y créanme que las melodías de los teléfonos no solo es que no ayuden ni a unos ni a otros, sino que rompen la magia y la concentración en mil pedazos; y reconstruirla es ardua tarea. Para que nos entendamos todos, la llamada anónima que suena entre el oscuro de la multitud es tu madre abriendo la puerta de tu habitación a destiempo.
¿De verdad hemos llegado al punto en que no podemos estar una o dos horas sin comunicarnos con el mundo exterior? ¿Nos han robado el presente?