La reivindicación del canon o El caballo rojo de Luz C. Souto Larios

La literatura de Concha Alós continúa moviéndose en las filas académicas y así lo hace ver la profesora Luz C. Souto Larios de la Universidad de Valencia con su reciente artículo, publicado el pasado 26 de marzo, disponible en el Boletín de Estudios Hispánicos: Hispanic Studies and Researches on Spain, Portugal and Latin America. Este artículo, titulado «El caballo rojo (1966) de Concha Alós: una escritura a contrapelo del canon», trata de reivindicar la narrativa de nuestra escritora en el plano actual con una de sus novelas más hirientes por la recreación del drama de la Guerra Civil desde la perspectiva de los refugiados con las bombas sobre la cabeza, tal y como vimos en otras anteriores entradas. Las consecuencias de un Castellón castigado por las tropas franquistas se materializan en El caballo rojo, donde la vida de miles de familias anónimas, entre ellas las de Concha Alós, sobreviven como pueden en Lorca, en principio a salvo de los bombardeos, pero con la hostilidad vecinal tensando la cuerda.

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Luz C. Souto Larios. Foto de perfil en Academia Edu

Luz C. Souto Larios inicia su artículo repasando la trayectoria biobibliográfica de la autora. Posiciona a Concha Alós al lado de otras grandes escritoras como Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, Dolores Medio, Mercedes Formica, Mercedes Salisachs, Rosa Chacel, Mercè Rodoreda… y tantas otras. También se lamenta del olvido literario que sufrió la escritora, junto con tantas otras. La profesora señala como motivo de ese ostracismo las ideas que destacan Genaro J. Pérez y Fermín Rodríguez: los temas de los que hablaba Concha Alós en su literatura no despertaron interés, sobre todo, aquellos que incidían en los conflictos femeninos. En este sentido, también valdría acercarse a los análisis de Francisca López en su libro Mito y discurso en la novela femenina de posguerra en España (1995). Básicamente, subraya la poca consideración de la crítica del momento a la producción literaria en manos femeninas, salvando los casos de Carmen Laforet, Ana María Matute y Carmen Martín Gaite. La falta de deferencia no tenía otra razón que el sesgo de género con el que la obra de estas mujeres era leída y analizada: siempre con la hermenéutica de la sospecha de que esas escritoras se atrevían a invadir un espacio destinado a los hombres, los únicos valedores de los mecanismos del arte literario. Aquellas pobres mujeres no disponían del talento suficiente para igualarse a los verdaderos genios e intelectuales, todavía estaban en el punto de tener que madurar sus textos… eternamente. Las mujeres a escribir cosas de mujeres: pasteles rosas y príncipes azules, nótese mi ironía. Así también lo argumenta María Álvarez Villalobos en su artículo publicado en la revista científica Kamchatka (2019).

Volviendo al estudio de Luz C. Souto Larios y a su análisis de El caballo rojo, cabe destacar la perspectiva que subraya la investigadora con la aplicación indirecta del término «insilio» que acuñó Manuel Aznar Soler en 2018 a partir de las ideas de Paul Ilie y sus aportaciones sobre «el exilio interior» (1980). Félix Alegre y su familia serían los insiliados de El caballo rojo. Aunque con el matiz, según hace ver Luz C. Souto Larios que el insilio en la novela de Concha Alós bifurca las características descritas por Manuel Aznar Soler, ya que, en este caso, sufrirían un desplazamiento territorial aun sin salir de las fronteras españolas. No obstante, el sentimiento de desarraigo añadido a los problemas de adaptación, la exclusión y la pobreza atraviesan la vida de los personajes en su condición de refugiados, produciéndose, por tanto, «una auténtica escisión entre el ser y la tierra de origen» (2024: 7). Incluso, cuando vuelven a su idealizado Castellón, lugar arrebatado por la guerra, la inserción a la nueva realidad no podrá darse de forma íntegra.

Otro elemento destacable del trabajo de la profesora Souto Larios es su magnífico análisis de las distintas significaciones del título de la novela. Nos recuerda que, además de la alusión al color rojo: el color del enemigo, el adoctrinamiento nacionalcatólico del régimen queda desmontado y retratado ante las reminiscencias bíblicas que anuncian la guerra: «En el libro del Apocalipsis, el caballo rojo está montado por un jinete que tiene la potestad de quitar de la tierra la paz para que se maten unos a otros, es quien posee la espada más grande» (2024: 8). Asimismo, El caballo rojo es el nombre del bar en el que trabaja Félix Alegre, un establecimiento cuyo dueño, Don Trinitario, es el reflejo de la desconfianza y la xenofobia entre sus propios compatriotas. Por tanto, se observa cómo desde el título mismo de la obra comienza a destilar los rasgos del desarraigo y la precariedad.

El caballo rojo es también un grito a la infancia rota a través del personaje de Isabel, la hija de Félix Alegre, alter ego de nuestra escritora. El quiebre ya no es tanto por la interrupción vital que supone un conflicto bélico en cualquier vida humana, sino, además, por la brutalidad de la guadaña implacable de la guerra que siega lo que encuentra a su paso:

El desorden se había apoderado de todo. Se oían sollozos, gritos y lamentos. Los faros de los coches estaban encendidos. Los hombres recogían a los heridos y a los muertos. Olía a gasógeno y a polvo, también a jazmín. Rosa [la madre de Isabel] estaba sentada en la cuneta. Parecía tranquila. Con el babero de los patitos apretaba la cabeza de Leopoldo [su hermano], que tenía los ojos cerrados. El babero estaba empapado, rojo (Alós, 1966: 27).

Sin embargo, El caballo rojo guarda en su interior mucho más que el dolor de la pérdida y de la guerra en sí misma. Luz C. Souto Larios hace muy bien en reivindicar la apuesta de Concha Alós en su novela a la hora de exponer contramodelos de la maternidad imperante en la época. El personaje de Nanín, la novia de un mando militar republicano Manolo Causanilles, se muestra contundente desmitificando el naturalizado y famoso instinto maternal que bien se había encargado la Sección Femenina de enarbolar e inculcar a fuego. Nanín no sólo se niega a tener un hijo con Manolo:

Era muy gracioso Manolo: «Quiero tener un hijo». Así, sencillamente, «quiero». Como si un niño se encontrara de pronto tirado en medio de la calle, como un gato pequeño. Si él tuviera que llevarlo en la barriga, pasar todo el embarazo y luego parir…Y aún si viniera por su natural, pero tener que ir a buscarlo con boticas… (Alós, 1966: 97).

Sino que, además, decide apartarse de un matrimonio en pro del exilio. Nanín abandona a Manolo para salvar su vida y no sucumbe ante los ideales de sumisión y abnegación ciegas. Así, entre el personaje de Nanín y Rosa, la madre de Isabel, se contraponen frente a frente dos modelos de mujer despojados de toda misticidad femenina. Incluso, tal y como subraya Luz C. Souto Larios, en la novela también aparecen contramodelos masculinos que desmienten los valores tradicionales estereotipados y promulgados por el régimen. La investigadora destaca la posición de tres personajes secundarios: Vicente Martell, Diego y Pedro Bibiloni. El primero ejerce la profesión de médico y desea que sus hijas estudien y no se conformen con el papel de enfermera, quiere que sus hijas sean doctoras como él. Además, su carácter pensativo, dubitativo y sin pudor a mostrar el miedo, se dibuja muy opuesto al canon varonil de un hombre de pelo en pecho. Diego, por su parte, será un chico vegetariano que hace gimnasia y cuida su forma física, le gusta la literatura y la fotografía. El conflicto de este personaje, según indica Luz C. Souto Larios, radica «en fracturar tanto el estereotipo de género como el de clase: por un lado, es hijo de un carpintero, pero se aleja de la profesión familiar y tiene intereses intelectuales, por otro lado, su sensibilidad autodidacta y artística choca con una sociedad en la que los hombres no podían mostrar fisuras» (2024: 18). Por último, Pedro Bibiloni es un joven soldado herido en la guerra que se muestra totalmente opuesto a la violencia y no tiene apuros en admitir su miedo a morir o sus aprensiones cuando estuvo metido en las trincheras del frente del Ebro.

Todo esto son motivos suficientes para no olvidarnos de la literatura de Concha Alós, en general, y en El caballo rojo, en concreto. Una novela osada que abre en canal múltiples aspectos de la sociedad franquista desde sus inicios mediante otros elementos fuertes como el trauma de la guerra y su experiencia en primera persona. Gracias, querida Luz C. Souto Larios por esta aportación tan necesaria para seguir con la labor de restauración del canon y no dejar de enriquecer el valor literario de Concha Alós. Y, sobre todo, miles de gracias por tus investigaciones y metodologías didácticas que abren portales como Escritoras Rescatadas que aglutinan y dan reconocimiento a más de cuarenta escritoras españolas del siglo XX, entre ellas no podía faltar Concha Alós, que también han sido silenciadas por el desdén de un canon machista.

Nosotras, las evacuadas

Concha Alós y Josefina de Silva nunca se conocieron. Pero imagino que les hubiera gustado hacerlo, ya que ambas compartieron el horror de haber vivido la Guerra Civil durante su infancia. Seguramente, tendrían mucho de que hablar porque las dos también fueron niñas evacuadas en la provincia de Murcia.

En el último año del conflicto, la familia de Concha Alós tuvo que huir con lo puesto. Las tropas de Franco entraban en Castellón y la amenaza de la Pava y sus Pavitos −así llamaban a la aviación alemana− surcaba implacable el cielo. Las familias de Castellón huyeron apretadas en camiones, sucias y hambrientas. Así nos lo cuenta Concha Alós en El caballo rojo. La única salida era ir hacia el sur. Valencia y Alicante también estaban siendo bombardeadas. Las alternativas se acababan y la Región de Murcia parecía un destino seguro. Lorca fue su lugar de residencia como refugiada de guerra. La familia de Félix Alegre en la novela es el alter ego de la de Concha Alós: padre camarero, madre enferma, una niña adolescente que ve cómo su padre se desloma en un bar de sol a sol, donde se reúnen los evacuados de Castellón a compartir la nostalgia de lo perdido, a esperar que todo se pase lo antes posible, porque lo importante es volver, aunque tu casa haya sido borrada del mapa.

El Caballo Rojo - Concha Alos - La Navaja Suiza

Un año antes, 1937, la situación en Madrid se volvía insostenible. Más bombas. Asedio. Hambre. La madre, la tía y la abuela de Josefina de Silva tuvieron suficiente y echaron el gozne de su casa. Las tres mujeres, junto a Josefina y sus hermanos, se subieron en un camión hasta Tembleque para, después, coger un tren hasta Murcia capital. ¿Por qué Murcia? Pues porque el nombre de la ciudad nunca salió en los periódicos como ciudad bombardeada. Así nos lo cuenta Josefina de Silva en Nosotros, los evacuados (1978).

Josefina de Silva narra en este libro, desde la óptica de una niña de ocho años, cómo vivió junto a su familia el trauma de la guerra: la inquietud de las detenciones, de los registros, el fusilamiento de un tío suyo, el cautiverio de su tía monja… En Murcia encontró hambre y piojos, sobre todo, piojos. De todos los tamaños: los niños organizaban peleas de piojos como quien asiste a una pelea de perros o de gallos. Algo tremendo. La escasez lo invade todo. Ella enfermó de anemia porque se negaba a comer lentejas con bichos… Pero en Murcia estuvieron a salvo e, incluso, con el tiempo, conocieron algún atisbo de felicidad. Murcia olía a naranjas y el sol era tibio. Las familias que acogían refugiados se convertían en parientes cercanos. Había que arrimar el hombro.

Imagen del vendedor de Nosotros, los evacuados a la venta por Librería Alonso Quijano

Las vivencias de Josefina de Silva tuvieron que muy ser parecidas a las de Concha Alós. A la fuerza. El caballo rojo nos da una faz de lo que significó ser refugiado en una provincia atestada de gente temerosa, sin hogar y sin trabajo. Nosotros, los evacuados no cuenta situaciones más alentadoras −el drama bélico es el mismo en todas partes−, pero aporta la tibieza de la inocencia de una niña que vivió la guerra con suprema entereza. El libro de Josefina de Silva es la crónica de una generación que fue atravesada por la guerra desde su corta infancia y que, con el paso del tiempo, mira atrás con la serenidad del bálsamo de la distancia que quiere reparar, dejar un registro.

Concha Alós y Josefina de Silva fueron evacuadas en una misma zona geográfica. Sus textos son testimonio de la intrahistoria, de lo que vivieron gentes corrientes con su petate al hombro, el cabello invadido de parásitos, el estómago vacío y el corazón lleno de incertidumbre. Miedo. Los libros de estas dos mujeres hablan de aspectos de los evacuados que, a veces, a los historiadores se les olvida entre los datos y la estadística. Las historias de Concha Alós y Josefina de Silva son el retrato de un cercén, de una herida que dejaría una profunda cicatriz.

Estoy segura de que, si un día, Concha y Josefina se hubiesen encontrado por la calle años después, habrían detectado en sus ropas ese olor a corteza de naranjas, habrían leído en sus ojos un miedo remoto, latente. La marca de un hambre caducado. Se habrían sonreído con la malicia de los cómplices, de los que se reconocen. Hubiesen seguido su camino sin volver la vista atrás, pero pensando sin borrar la sonrisa del animal a salvo: Sí, eso nos pasó a nosotras. A nosotras, las evacuadas.