Nosotras, las evacuadas

Concha Alós y Josefina de Silva nunca se conocieron. Pero imagino que les hubiera gustado hacerlo, ya que ambas compartieron el horror de haber vivido la Guerra Civil durante su infancia. Seguramente, tendrían mucho de que hablar porque las dos también fueron niñas evacuadas en la provincia de Murcia.

En el último año del conflicto, la familia de Concha Alós tuvo que huir con lo puesto. Las tropas de Franco entraban en Castellón y la amenaza de la Pava y sus Pavitos −así llamaban a la aviación alemana− surcaba implacable el cielo. Las familias de Castellón huyeron apretadas en camiones, sucias y hambrientas. Así nos lo cuenta Concha Alós en El caballo rojo. La única salida era ir hacia el sur. Valencia y Alicante también estaban siendo bombardeadas. Las alternativas se acababan y la Región de Murcia parecía un destino seguro. Lorca fue su lugar de residencia como refugiada de guerra. La familia de Félix Alegre en la novela es el alter ego de la de Concha Alós: padre camarero, madre enferma, una niña adolescente que ve cómo su padre se desloma en un bar de sol a sol, donde se reúnen los evacuados de Castellón a compartir la nostalgia de lo perdido, a esperar que todo se pase lo antes posible, porque lo importante es volver, aunque tu casa haya sido borrada del mapa.

El Caballo Rojo - Concha Alos - La Navaja Suiza

Un año antes, 1937, la situación en Madrid se volvía insostenible. Más bombas. Asedio. Hambre. La madre, la tía y la abuela de Josefina de Silva tuvieron suficiente y echaron el gozne de su casa. Las tres mujeres, junto a Josefina y sus hermanos, se subieron en un camión hasta Tembleque para, después, coger un tren hasta Murcia capital. ¿Por qué Murcia? Pues porque el nombre de la ciudad nunca salió en los periódicos como ciudad bombardeada. Así nos lo cuenta Josefina de Silva en Nosotros, los evacuados (1978).

Josefina de Silva narra en este libro, desde la óptica de una niña de ocho años, cómo vivió junto a su familia el trauma de la guerra: la inquietud de las detenciones, de los registros, el fusilamiento de un tío suyo, el cautiverio de su tía monja… En Murcia encontró hambre y piojos, sobre todo, piojos. De todos los tamaños: los niños organizaban peleas de piojos como quien asiste a una pelea de perros o de gallos. Algo tremendo. La escasez lo invade todo. Ella enfermó de anemia porque se negaba a comer lentejas con bichos… Pero en Murcia estuvieron a salvo e, incluso, con el tiempo, conocieron algún atisbo de felicidad. Murcia olía a naranjas y el sol era tibio. Las familias que acogían refugiados se convertían en parientes cercanos. Había que arrimar el hombro.

Imagen del vendedor de Nosotros, los evacuados a la venta por Librería Alonso Quijano

Las vivencias de Josefina de Silva tuvieron que muy ser parecidas a las de Concha Alós. A la fuerza. El caballo rojo nos da una faz de lo que significó ser refugiado en una provincia atestada de gente temerosa, sin hogar y sin trabajo. Nosotros, los evacuados no cuenta situaciones más alentadoras −el drama bélico es el mismo en todas partes−, pero aporta la tibieza de la inocencia de una niña que vivió la guerra con suprema entereza. El libro de Josefina de Silva es la crónica de una generación que fue atravesada por la guerra desde su corta infancia y que, con el paso del tiempo, mira atrás con la serenidad del bálsamo de la distancia que quiere reparar, dejar un registro.

Concha Alós y Josefina de Silva fueron evacuadas en una misma zona geográfica. Sus textos son testimonio de la intrahistoria, de lo que vivieron gentes corrientes con su petate al hombro, el cabello invadido de parásitos, el estómago vacío y el corazón lleno de incertidumbre. Miedo. Los libros de estas dos mujeres hablan de aspectos de los evacuados que, a veces, a los historiadores se les olvida entre los datos y la estadística. Las historias de Concha Alós y Josefina de Silva son el retrato de un cercén, de una herida que dejaría una profunda cicatriz.

Estoy segura de que, si un día, Concha y Josefina se hubiesen encontrado por la calle años después, habrían detectado en sus ropas ese olor a corteza de naranjas, habrían leído en sus ojos un miedo remoto, latente. La marca de un hambre caducado. Se habrían sonreído con la malicia de los cómplices, de los que se reconocen. Hubiesen seguido su camino sin volver la vista atrás, pero pensando sin borrar la sonrisa del animal a salvo: Sí, eso nos pasó a nosotras. A nosotras, las evacuadas.

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