Cuando recibí la llamada del ayudante del General Groves me quedé perplejo. Un militar quería hablar conmigo. ¡Bah!, pensé; «¿Qué querrá de mí este individuo?» El comportamiento de la política es a veces como un electrón excitado. Tomé el teléfono lentamente y por un momento medité un poco en las diez mil posibilidades a las que podría deberse esta llamada. Estimado Sr. Oppenheimer -dijo Groves- «tengo una honorable petición para usted…». A partir de ese momento necesité más cigarrillos; el tabaco es una de las cosas, después de la Física, que más he disfrutado. Así que mientras tenía el tiempo limitado, necesitaba asegurarme que esta tarea fuese exitosa. Fui designado director científico del proyecto y por ello convoqué a las mentes más brillantes, abiertas, dispuestas a asumir riesgos y dispuestas a querer que el mundo les recordara. Decidí reunir a varios de mis grandes conocidos y pupilos que podían tener las agallas para trascender de esta manera. Yo haría lo que tendría que hacer, Groves; no representaba ningún problema. Disfruto leyendo metafísica en algunos versos de John Donne y honestamente me pierdo en el infinito de este universo como cuando estaba con Jean Tadock y el trago amargo y confuso que me hizo pasar cuando se suicidó, después de estar conmigo por última vez en un hotel de Santa Fe. Quedé grogui como un boxeador al que han golpeado en el mentón. La quise mucho, era muy parecida a mi madre; pero Groves me obligó a dejarla. Ha sido mi peor decisión. Cada día, antes de dormir, la recuerdo durante unos segundos y una lágrima asoma sin caer. Otra vez, ¡maldita depresión! Enciendo nuevamente a mi compañero humeante de años.
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