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Francisco de Borja y Leonor de Castro, dos personalidades gandienses del Quinientos

Conocido sobre todo por su faceta religiosa, San Francisco de Borja tuvo también una faceta no por poco conocida menos interesante; nos referimos a su papel de maestro espiritual de las mujeres de la familia real de los Habsburgo españoles. Su relación con las reinas e infantas españolas no ha sido estudiada con la profundidad y el esmero que se merece, sin contar su famosa conversión tras la muerte de la emperatriz Isabel de Portugal, a la que apreciaba mucho.

En 1522, siendo un adolescente aún, Francisco fue enviado por sus padres los Duques de Gandía a servir en el palacio de Tordesillas, donde residía recluida la legítima reina de Castilla, Juana I, apartada del gobierno por su precaria salud mental y la subida al trono de su hijo Carlos como rey de Castilla en 1516 y como emperador del Sacro Imperio Romano en 1519. Seis años más tarde, en 1528, entró al servicio del emperador Carlos, como caballerizo mayor de Isabel de Portugal, la emperatriz consorte.

Isabel de Portugal (1503 - 1539).
Isabel de Portugal (1503 – 1539).

Los planes familiares iniciales para el joven Borja consistían en desposarlo con doña Aldonza de Cardona, un matrimonio muy ventajoso para la casa de Borja tanto desde el punto de vista económico como por el prestigio social de los Cardona. Lo cierto es que, por extrañas razones, en 1529 tuvieron lugar unas delicadas negociaciones para acordar su boda con doña Leonor de Castro, dama portuguesa del cortejo de la emperatriz Isabel. Tras pactar todos los detalles, los esposos pudieron reunirse en Toledo en agosto de 1539. Pocos días después, Isabel de Portugal escribió al Duque de Gandía que se alegraba enormemente por el casamiento de su hijo con su dama, y le ofrecía concederle las mercedes que pudiese.

El matrimonio finalmente se celebró en 1529, en el Alcázar Real de Madrid, como muestra del gran aprecio de los monarcas por la feliz pareja. Francisco y Leonor no tardaron en tener una amplia familia, cinco varones y tres mujeres: Carlos en 1530, Isabel en 1532, Juan en 1533, Álvaro y Juana Francisca en 1535, Fernando en 1537, Dorotea en 1538 y Alonso en 1539.

En 1539, doña Leonor acompañó a su esposo en el entierro de la emperatriz, fallecida estando embarazada de su sexto hijo en sus aposentos del palacio toledano de Fuensalida, ya que era su camarera mayor, además de íntima amiga. El emperador, desgarrado por el dolor de la pérdida, se retiró por un tiempo al monasterio de Santa María de la Sisla. Su hijo, el príncipe Felipe, futuro Felipe II, fue el encargado de presidir el cortejo fúnebre hasta la Capilla Real de Granada, donde sería enterrada la soberana. Francisco de Borja dirigió la comitiva como caballerizo mayor de la difunta.

Cuando llegaron a la Capilla, hubo de dar fe a los monjes de que el cadáver que entregaba para enterrar era el de la emperatriz, por lo que se abrió el ataúd. Ante la visión del cuerpo de Isabel, en avanzado estado de descomposición, Francisco sentenció: “No puedo jurar que ésta sea la emperatriz, pero sí juro que es su cadáver el que aquí ponemos.” Según se dice, fue este suceso el que le inclinó a la vida religiosa.

Leonor pasó sus últimos días en el monasterio de San Jerónimo de Cotalba, muy cerca de Gandía. En ese lugar falleció el 27 de marzo de 1546. Su esposo, sumamente entristecido, renunció a sus bienes y posesiones en favor de sus hijos, cediendo los títulos nobiliarios, y marchó a Roma en junio de ese mismo año. Decidió ingresar en la recientemente fundada Compañía de Jesús. Por su linaje y posición en la corte, inmediatamente se le ofreció el título de cardenal. Francisco no quiso aceptarlo, pues prefería vivir el resto de su vida como humilde predicador itinerante.

San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.
San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.

En 1554 llegó a ser comisario general de los jesuitas en España, y en 1565, a la muerte del P. Laínez, Padre General de la Orden, hasta su fallecimiento el 1 de octubre de 1572, a los 62 años de edad, en Roma. El Papa Clemente X le canonizó en 1671, tardíamente en comparación con Ignacio de Loyola y Francisco Javier (1622). Hoy en día es santo patrono en España de la nobleza y la cetrería y de las ciudades de Gandía, Valencia y Bonares.

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Causas económicas de la expulsión de los moriscos

Jaime Bleda, autor de la Crónica de los Moros de España (1618), ya decía que la expulsión de los moriscos de España suponía el triunfo de la Fe sobre la razón económica. Aznar de Cardona, coetáneo también a la expulsión, comentaba en 1612 que los arbitristas –a los que él denomina un tanto despectivamente aritméticos– pretendían calcular cuál era el daño económico de la intolerancia religiosa. Y es que el vacío dejado por los moriscos, sobre todo en el Reino de Valencia, produjo una crisis económica que afectó a esta parte de la Monarquía Hispánica durante la mayor parte del XVII.

"Crónica de los Moriscos de España", de Jaime Bleda (1618).
“Crónica de los Moriscos de España”, de Jaime Bleda (1618).

La comprensión de cómo funcionaba la economía dio un gran paso adelante en la Modernidad; no cabe pensar más que en el papel de los arbitristas y su énfasis en el bienestar material del ciudadano como el fundamento de una república estable. En el Microcosmia (1592) del prior de los agustinos de Barcelona, Marco Antonio de Camos, la economía era la educación de los jóvenes y la protección de los ancianos por la unidad de producción que era el hogar, cuyos excedentes permitían, a través de los diezmos y rentas feudales, la construcción de una jerarquía política que fomentara el buen orden de la comunidad.

Los teólogos de la Escuela de Salamanca empiezan a atraer su atención sobre el funcionamiento del mercado en la misma época, aunque la economía seguía viéndose como algo subordinado a la voluntad de Dios. Coincide además el debate acerca de la cuestión morisca con la controversia sobre la inflación de los precios, que causaba un profundo desorden moral en la república. El intelectual Pedro de Valencia sostenía sobre los moriscos y su posible expulsión que “cuando la pérdida no sea mayor     que privarse el Rey y el reino de tantas casas de vasallos en tiempo que tan falta de gente se halla España, es de consideración no pequeña.”

Joan Reglà advierte que fue precisamente la proliferación demográfica morisca una de las causas principales de su ruina. Los moriscos valencianos, a principios del Seiscientos, suponían un tercio de la población total del reino. Habían aumentado, además, un 69,7% entre 1565 y 1609, mientras que los cristianos viejos lo habían hecho sólo un 44,7% en el mismo período.

El principal punto de contacto entre ambos mundos era el párroco, pues la Iglesia se esforzaba en contabilizar, en pleno auge de la Contrarreforma, el número de cristianos que nacía, se casaban y fallecían, por lo que el registro de los bautismos, los matrimonios y las partidas de defunción se volvió imprescindible. Ésta era la única forma que tenían para controlar las rentas que percibía la Iglesia, y la evolución de la población morisca. De ahí que el obispo de Orihuela, en 1595, se quejara de la falta de iglesias y curas en su diócesis. Los rectores de Turís y Pedralba, en Valencia, por ejemplo, apuntaban si sus feligreses les llamaban para confesarse antes de morir, y si se enterraban a la manera cristiana, pues así detectaban si seguían practicando en secreto el Islam.

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Moriscos camino del puerto de embarque.

En cuanto a la economía morisca, Aznar de Cardona señalaba que comían sin mesas, dormían en el suelo, comían preferentemente frutas y legumbres en lugar de carne y trigo, gastaban poco y producían poco. En definitiva, vivían en un régimen de autosuficiencia, y sin embargo, su población continuaba creciendo. Desde la óptica de la nueva economía de los siglos XVII y XVIII, las aljamas ya no eran productivas ni rentables para el incipiente sistema capitalista, que explotaba la tierra siguiendo criterios de mercado. Pero lo más interesante es que existía una importante red de créditos y tierras moriscos fuera de las aljamas y alquerías, que no era bien vista en un contexto de crisis económica profunda por los cristianos viejos.

El obispo de Segorbe se lamentaba en 1587 de que los moriscos ejercían “oficios bajos y mecánicos”, acumulaban dinero y arrendaban alcabalas y otros impuestos, y que en breves años, superarían a los cristianos viejos en haciendas y número de personas. Por otro lado, las relaciones entre los señores y sus vasallos moriscos se deterioran a finales del XVI, y estos últimos comienzan a cuestionarse el valor del “precio” que pagaban a sus protectores para escapar a la presión religiosa. De hecho, pagaban más servicios arbitrarios que los cristianos. La quiebra oficial de la casa de Borja en 1604, por acumulación de deudas, arroja luz sobre los motivos ocultos de la expulsión: era una oportunidad providencial para eliminar las deudas y adquirir nuevas propiedades.

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Puerto de Alicante en 1609, con los barcos rumbo al Magreb.

Nos quedamos, a modo de conclusión, con las palabras de Pascual Boronat en su excelente obra sobre los moriscos: “En la historia contemporánea, hay páginas en que figuran nombres como Cuba, Filipinas, Puerto Rico, Orange y Transvaal, capaces de sonrojar a generaciones hipócritas que lamentaron hechos como la expulsión de los moriscos españoles.” Y es que la Fe, desgraciadamente, a menudo se utiliza como excusa para ocultar la razón económica.

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La convivencia entre moriscos y cristianos viejos en la historiografía

La obra de Pascual Boronat y Barrachina Los Moriscos españoles y su expulsión (1901), acerca de los moriscos está en la línea de la historiografía conservadora decimonónica de Danvila, Roque Chabás y Menéndez Pelayo, que no sólo justifican, sino que alaban la expulsión de los moriscos en 1609, decretada por el rey Felipe III. Como indica don Marcelino, era la conclusión “lógica” y necesaria a la trayectoria iniciada por don Pelayo en Covadonga y jalonada por el bautismo forzoso impuesto por los Reyes Católicios, puesto que las buenas relaciones entre las comunidades cristiana y morisca se veían impedidas por ser los moriscos “perversos españoles, enemigos domésticos, auxiliares natos de toda invasión extranjera” y ser una “raza inasimilable”. La expulsión, según esta corriente historiográfica, era el triunfo de la unidad de raza, de religión, de lengua y de costumbres.

Henry Charles Lea (1825 - 1909).
Henry Charles Lea (1825 – 1909).

Por el contrario, la actitud moriscófila de los liberales del XIX, como Florencio Janer, José Muñoz Gaviria, Matías Sangrados y Vítores o Vicente Boix, culminaría en la obra del estadounidense Henry Charles Lea, The Moriscos of Spain, también de 1901. Intentan “entender” a los moriscos y alaban su laboriosidad, admiran al arzobispo Hernando de Talavera en Granada y critican a Cisneros, Lerma y Felipe III, y hacen hincapié en las consecuencias negativas de la expulsión.

A partir de los años cincuenta, bajo la influencia de los Annales, los historiadores pretender ser más científicos y no dejarse influenciar tanto por sus opiniones personales, en una postura más acorde con la Historia “total” y “combativa”, que aspira a comprender el pasado y no a juzgarlo. En la postura de esta escuela se sitúa Caro Baroja con su tratado Los Moriscos del Reino de Granada. Ensayo de Historia social, o la Geografía de la España morisca, de Henry Lapeire.

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Familia morisca.

Halperin-Donghi califica la relación entre cristianos y moriscos como un conflicto nacional, mientras que Braudel prefiere usar el término conflicto de civilizaciones. Se ve a estas dos comunidades como dos mundos cerrados, yuxtapuestos, con características peculiares que los diferenciaban entre sí y los llevan a un enfrentamiento en el que se impone el más fuerte.

En Valencia se profundiza en las consecuencias de la expulsión –la distribución de tierras (A. Bataller), las características demográficas del proceso repoblador (Torres Morera) o el análisis de las cartas-puebla (Císcar)- por lo que el período previo a 1609 queda oculto en las sombras. Los estudios de los arabistas son especialmente interesantes para comprender mejor esta cuestión (M. de Epalza, A. Labarta, Barceló Torres, Bramon…), que transcriben documentos aljamiados que aportan a los historiadores información imprescindible para conocer la otra cara de la moneda, es decir la visión que tenían los propios moriscos de su convivencia con los cristianos viejos. Sin duda aún nos queda un largo camino por recorrer en la historia de las relaciones entre ambas comunidades.

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El extrañamiento de los jesuitas valencianos

Cuando en 1767 Carlos III firmó la Pragmática Sanción por la que expulsaba de sus dominios a todos los miembros de la Compañía de Jesús, había nueve centros jesuitas en el Reino de Valencia, siendo uno de ellos la Universidad de Gandía. Los jesuitas españoles, a pesar de que la decisión real les pilló por sorpresa, se esperaban desde tiempo atrás que sucediera. No sólo por haber sucedido lo mismo en Portugal y Francia, también por diversos informantes fieles a ellos y compañeros extranjeros, como el P. Pedro Góusen, un flamenco procedente de Roma, que avisó a los jesuitas alicantinos de su inminente expulsión.

Carlos III.
Carlos III.

La Universidad de Gandía era uno de los centros emblemáticos de la Compañía, y su arresto fue una operación que causó un gran impacto por su violencia. El edificio fue rodeado por tropas, para evitar cualquier intento de fuga, y el Gobernador y los soldados entraron atropelladamente a las cinco de la mañana. Los novicios pudieron elegir entre el destierro o quedarse en España secularizados, y los padres y coadjutores fueron encerrados hasta que partiesen al exilio. Quedaron en la ciudad Fco. Costa y Vicente Lores, para dar cuentas a la Junta de Temporalidades, y después embarcaron en Cartagena.

Comunicado el extrañamiento, los jesuitas fueron trasladados a casas previamente asignadas y denominadas depósitos interinos o cajas de embarque; en el Reino de Valencia la Caja se situó en el Colegio de Segorbe. Allí se les reunió, y desde ese centro salieron en dirección a Tarragona, en cuyo noviciado se centralizó a todos los pertenecientes a la Provincia de Aragón, dada su cercanía al punto de embarque: Salou. Las condiciones que reunía ese noviciado eran infrahumanas, por la estrechez física y la congoja por el futuro que les esperaba. Durante la noche del 29 al 30 de abril los jesuitas valencianos subieron a bordo de las embarcaciones que les transportarían al destierro.

Tras una travesía llena de penalidades por lo angosto de los buques y su nulo contacto previo con el mar, en el puerto romano de Civitavecchia les sorprendió la noticia de que Clemente XIII no les recibía en sus dominios, y que debían ser trasladados a Córcega. Las penalidades de los padres continuaron en la isla, hasta el punto de que algunos pidieron su secularización al no ver fin a ese tormento. En total, se secularizaron veintitrés jesuitas procedentes del Reino de Valencia. De ellos once eran sacerdotes, seis escolares y seis coadjutores; siendo los años de mayor número de secularizaciones 1767 y 1768.

 

Grabado de la expulsión de los jesuitas en 1767.
Grabado de la expulsión de los jesuitas en 1767.

Los expulsos del Colegio-Universidad de Gandía fueron treinta y dos, entre los que se dieron cinco secularizaciones, dos de ellas al unísono. El valenciano José Manuel Vidal y un escolar natural de Elda, José Ferrándiz, solicitaron en Roma su cese a mediados de agosto de 1767, y de allí salieron hacia España, pero en Gerona fueron descubiertos y reenviados a Italia.

Otro escolar gandiense, Antonio Vila, profesor de Retórica y Griego en la ciudad de Comacchio en 1787, año en el que también recibió premio de doble pensión. Hacia 1791 impartía la cátedra de Retórica en la Universidad de Ferrara, donde publicó algunas obras. De los que permanecieron en la Orden, alguno volvió a tierras valencianas en 1798, como Pedro Roca, que salió de Gandía siendo escolar, y al volver a su Caudiel natal, el obispo Lorenzo Gómez de Haedo le prohibió oficiar misa en la iglesia de las carmelitas descalzas del pueblo. Mariano Arascot, también del Colegio de Gandía, que vivía en Bolonia después de la expulsión y fue trasladado a Mantua durante la ocupación napoleónica, sufrió un duro confinamiento. Como vemos, la suerte de los jesuitas gandienses no fue mucho mejor que la del resto de los extrañados de España.