El Guardián de los puertos

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El cubo y el Guardián de los puertos

La mítica Cartago pervive en el recuerdo de miles y miles de personas que generación tras generación soñamos con la gesta de Aníbal, con las Guerra Púnicas y a las que nos encanta perdernos por las calles imaginadas de aquella alter ego de Roma. Para nosotros, esos enamorados, Cartago es un extraño cóctel de fantasías que mezcla el orientalismo decimonónico, el recuerdo de aquella extraña talasocracia semita de emporios mediterráneos en los albores de la Historia y sobre todo la quimera de lo pudo ser y no fue. En aquellos siglos VI – III AC, cuando el Mediterráneo ya era un espacio conocido aunque no sobado, los púnicos irrumpen como ese primer imperio que de Oriente se expande por Occidente, que mete Iberia en la historia y al que España / Hispania le deben el origen de sus propios nombres.

Pero cuando llegamos a la Carthage contemporánea todo es decepción: chalets de la nomenclatura tunecina ocupan el sacrosanto suelo de la ciudad de nuestros sueños, los adolescentes hiperhormonados salen de sus liceos privados y la ausencia total de pistas impiden al amante orientarse, distinguir lo púnico de lo romano-bárbaro y saciar su sed de imaginar. Tan sólo algún envejecido panel recrea aquella ciudad, los mismos dibujos que de hecho hallamos hoy en Internet. Triste consuelo.

Veinte años y una Revolución más tarde todo sigue estrictamente en su mismo sitio. Los mismos chalets, el mismo pijerío y la misma ausencia de indicaciones presiden la visita del amante profano que, perdido por Qart Hadasht, trata de reconocer entre la masa de turistas de papada y michelín un algo al que sus sueños puedan agarrarse.

Ese algo existe y es perfectamente reconocible: son los puertos púnicos. A salvo de los turistas es posible recogerse frente a las lagunas y echando, eso sí, un poco de fe o de imaginación (cada cual con su credo) aún se alcanza a oír el bullicio de las alhóndigas púnicas; los gritos de los pilotos egipcios, cretenses o etruscos maniobrando sus naves; el vaivén de carros plagados de mercancías de Oriente y de Occidente; o el metálico sonido de la cadena que cerraba el puerto militar. Cerrando los ojos aún podemos sentir el fragor de la batalla final, el dramatismo con que las mujeres fabricaron cabos a partir de sus propios cabellos para aquella improvisada flota con la que, según Polibio, trataron de forzar el bloqueo romano en un último, desesperado y agónico intento de sorprender. Al final, todos nosotros lo sabemos, es en los puertos por donde, en la primavera de hace ahora 2059 años, los romanos pusieron pie en la ciudad y es a partir de los puertos que conquistaron y arrasaron cada casa, cada edificio hasta alcanzar la Birsa tras seis días y seis noches de feroz resistencia urbana.

Puertos punicosEn los puertos púnicos, en lugar de un museo 3D por el que los enamorados pagaríamos lo que nos pidieran, encontramos las mismas ruinas sin identificar, los mismos chalets y ni un sitio para sentarse. En el puente que separa ambos puertos, cerca de la isla del Almirantazgo, se me apareció incluso el mismo hombre que vino a mí hace veinte años. Un señor gastado por el sol que vive allí, entre el puerto comercial y el puerto militar, y que trató en vano de colarme la misma historia de las excavaciones en la que supuestamente ha participado y de paso las mismas groseras falsificaciones de monedas que llevaba en el bolsillo: treinta dinares a los americanos, a veinte a los europeos y a diez a los mediterráneos.

Sea o no sea la misma persona que me vendió la misma moneda hace veinte años, no os quepa la menor duda que ese hombre que veréis siempre por allí es el Guardián de los puertos púnicos. Si vais a Cartago no olvidéis llevarle una buena propina.

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