Rousseau se mostró como un crítico radical de la sociedad de su época, a la que consideraba viciada por la maldad. De ahí que en su obra se refleje una nostalgia por un tipo de relaciones sociales mediante las cuales se pudieran recuperar los sentimientos más profundos del ser humano. El producto más evidente de esta nostalgia de Rousseau es la formulación de la hipótesis del hombre natural, el cual era originariamente íntegro, biológicamente sano y moralmente recto; por lo tanto, no malvado, no opresor, justo. El hombre no era malvado e injusto, sino que se convertía en tal, y su desequilibrio no era algo originario sino algo derivado, de carácter social. El mal es un elemento fortuito dentro de la historia. En el Discurso sobre la desigualdad, Rousseau afirma que estas circunstancias fortuitas son las “que perfeccionaron la razón humana deteriorando la especie, convirtiendo al hombre en malo al hacerlo sociable, y acabando por lleva al hombre y al mundo al punto en que lo vemos”.
Rousseau amaba y odiaba a los hombres. Los odiaba por aquello en que se habían convertido, los amaba por lo que son en los más profundo. La pureza moral, el sentido de la justicia y el amor forman parte de la pureza del hombre, mientras que la mentira y la tupida red de relaciones alienantes son resultado de aquella superestructura que se ha ido formando a lo largo de una serie de alejamientos de las necesidades y las inclinaciones originarias. El estado de naturaleza, más que una realidad que se pueda fechar históricamente, es una hipótesis de trabajo a la que llega Rousseau ahondando sobre todo dentro de sí mismo, y que utiliza para captar, según él, lo que el caminar a lo largo de la historia ha ido oscureciendo y reprimiendo.
El tema del retorno a la naturaleza impregna todos los escritos del filósofo ginebrino. Sobre este pensamiento ejerció un influjo evidente el mito del “buen salvaje”, que se había difundido en la literatura a partir del siglo XVI, cuando comienza la idealización de los pueblos primitivos y la apología de la vida salvaje, como consecuencia de los grandes descubrimientos geográficos. En el siglo XVIII, cuando la vida social y sus “corrompidas costumbres” se ven sometidas a la crítica de la razón, el gusto por las costumbres exóticas y la fascinación ante todo lo que se presentaba como ajeno a la civilización europea se fueron acentuando y difundiendo. Rousseau estudio con pasión estos pueblos “primitivos” y sus análisis fueron de un enorme interés. En el Discurso sobre las ciencias afirma: “Los salvajes no son malos porque no saben que son buenos: no es el aumento de las luces ni el freno de la ley lo que les impide hacer el mal, sino la calma natural de sus pasiones y la ignorancia del vicio”. Por lo tanto, se trata de un estado más acá del bien y del mal. Si se la deja desarrollarse libremente, la naturaleza conduce al triunfo de los sentimientos, no de la razón, y del instinto, no de la reflexión, de la autoconservación o de la superchería.
Aunque Rousseau mira con nostalgia hacia ese pasado, su atención se dirige hacia el hombre actual, corrompido e inhumano. No se puede hablar de primitivismo o de culto a la barbarie, porque Rousseau conoce cuáles son las fronteras de dicho estado vital.
El mito del “buen salvaje” es, sobre todo, una especie de categoría filosófica, una norma evaluadora que sirve para condenar el aparato histórico-social que ha amortiguado la riqueza pasional del hombre, al igual que la espontaneidad de sus sentimientos más profundo.