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La educación. El “Emilio”

Rousseau en el Emilio construye todo un itinerario pedagógico para moldear al nuevo hombre del pacto social. El principio que guía esta novela pedagógica no es la libertad caprichosa y desordenada, sino una “libertad bien dirigida”. Para este objetivo, “no hay que criar un niño cuando no se le sabe conducir adonde se quiera, mediante las únicas leyes de lo posible y lo imposible, cuyas esferas –que le resultan igualmente desconocidas- pueden ensancharse o estrecharse en torno a él, como se prefiera. Se le puede encadenar, empujar o retener sin que se queje, sólo a través de la voz de la necesidad; y se le puede volver manso y dócil sólo por fuerza de las cosas, sin que ningún vicio tenga ocasión de germinar en su corazón, porque jamás se encienden las pasiones cuando sus efectos resultan vanos”.

Esta serie de criterios y de artificios sirven a Rousseau, a través del preceptor de la novela, para facilitar el ordenado desarrollo de todas las potencialidades humanas. El amor de sí mismo tiene que transformarse en amor a la comunidad y convertirse en amor a los otros; las pasiones, que “son los instrumentos de nuestra conservación”, deben transformarse en estrategias de defensa de la comunidad; los instintos deben madurar hasta el punto de ofrecer densidad y espesor a la razón, a la que le corresponde guiar la vida comunitaria. Para ello, el itinerario educativo tiene que ser gradual y respetar las fases de desarrollo.

Antes que nada, el preceptor no debe considerar al niño como un adulto en miniatura. “La infancia posee modos de ver, de pensar y de sentir que son especiales; nada resulta mas necio que querer substituirlos por los nuestros”. Respetando esta fase (que va desde el nacimiento hasta los doce años) es preciso atender al ejercicio inteligente de los sentidos. Rousseau escribe: “Las primeras facultades que se forman y se perfeccionan en nosotros son los sentidos, que deberían ser los primeros en cultivarse y que en cambio son olvidados o relegados de todo. Ejercitar los sentidos no sólo quiere decir usarlos, sino aprender a juzgar correctamente a través de ellos, aprendiendo a sentir, para que sólo sepamos tocar, ver y oír del modo que hayamos aprendido”. Esto justifica la exigencia de educar al niño a desarrollar libremente la necesidad de moverse, jugar y tomar posesión del propio cuerpo.

Desde los doce hasta los quince años hay que desarrollar una educación intelectual, orientando la atención del muchacho hacia las ciencias, desde la física hasta la geometría y la astronomía, pero a través de un contacto directo con las cosas, con el fin de que se capten las regularidades de la naturaleza, y por lo tanto su necesidad. Más que enseñar la ciencia, hay que educar para crearla, respetando los ritmos a los que se ajusta la vida, y sin perturbarla.

Desde los quince hasta los veintidós años la atención debe centrarse en la dimensión moral, en el amor al prójimo, en la necesidad de compadecerse ante los sufrimientos del prójimo y de esforzarse en aliviarlos, en el sentido de la justicia y por tanto en la dimensión social y comunitaria de la vida individual, con la que comienza el ingreso efectivo en el mundo de los deberes sociales.

Es cierto que “los primeros movimientos de la naturaleza siempre son honrados, y en el corazón humano no se da una perversidad original”, pero también es cierto que el mal se introduce en el corazón del hombre por obra de la sociedad. A esto se deben las distintas modalidades del itinerario pedagógico, que debe preparar para la vida social y sustraer al educando de las actitudes negativas, egoístas y conflictivas, que es preciso ir eliminando gradualmente en el marco del nuevo Contrato Social. La educación constituye el camino hacia la sociedad renovada, con todo su rigor y toda su expansión social, impidiendo de raíz toda forma de egoísmo y toda forma de ansiedad ante el futuro.

La pedagogía de Rousseau recibe nueva luz en el marco del Contrato Social, dentro de una renovada vida política como la que encarna el preceptor del Emilio.