Al regresar a Madrid, en las postrimerías de la primavera de 1564, Carlos de Austria está cerca de cumplir los diecinueve años. Las descripciones del momento refieren que es admirable su crecimiento y que el cambio en su anatomía causa asombro en cuantos le rodean. A riesgo de ser reiterativo, procurando exclusivamente mostrar coherencia con el desarrollo gradual del tiempo, vuelvo a reincidir en los apoyos documentales que pueden orientar sobre su idiosincrasia en este periodo de su vida.
Al barón de Dietrichstein, que ha llegado a Castilla en calidad de ayo de los archiduques Rodolfo y Ernesto y desempeña sus tareas de embajador imperial, se debe un perfil del príncipe, que acaso se aproxime a la realidad, puesto que los reyes de Bohemia estaban interesados en tener detalles fidedignos de su sobrino como consecuencia del presumible enlace con su hija Ana, pese a las persistentes demoras incitadas por las dudas o mínima atención que exteriorizaba Felipe II.
El eviado imperial, cuando ya conoce a don Carlos, aduce que goza de buena salud, que su figura es regular y que no presenta nada desagradable en el conjunto de sus rasgos. Informa que tiene los cabellos oscuros y lacios, la cabeza mediana, la frente poco despejada, los ojos grises, los labios normales, el mentón algo saliente y el rostro pálido. La imagen anatómica, diferente en ciertos aspectos a la facilitada por los venecianos, se completa denotando que no es ancho de espaldas ni de talla muy grande, singularizando defectos corporales como un hombro más alto, la pierna izquierda más larga y complicaciones motrices en el lado derecho. Igualmente divulga que tiene el pecho hundido y una pequeñagiba en la espalda a la altura del estómago, que patentiza entorpecimientos al empezar a hablar y pronuncia mal las eles y las erres, si bien sabe expresar lo que quiere y consigue hacerse entender.
En el terreno psicológico, más por entrometidas murmuraciones que por sus oportunidades para frecuentarle, Adam de Dietrichstein confirma sus mensajes anteriores, advirtiendo que los vicios o deficiencias que se le asignan no asombran a nadie y que nacen primordialmente de su educación y su naturaleza enfermiza. Las normas correctoras que se vienen empleando para remediar la negligencia de su formación tropiezan con la perseverante altivez adquirida enn etapas pasadas. Como disculpas al talante arrogante y obcecado, matiza que sus servidores han sido escogidos sin su beneplácito y que no le confieren cometidos dignos de su condición, anomalías que le ocasionan una viva contrariedad.