En el retrato de la mujer de Francesco del Giocondo, “Monna Lisa” o “La Gioconda” se pone de manifiesto toda la potencia descriptiva de Leonardo, toda su particular comprensión del retrato -en la que los rasgos se determinan e indeterminan a la vez-. Un rostro vibrante, aunque delicadamente dibujado a través de un sutilísimo sfumato que une las cejas a la nariz y la nariz a la boca,cuyas comisuras conservan, a pesar de la sonrisa, parte de la melancolía de Ginevra de Benci.
El paisaje, que como el resto de su producción mantiene ese difícil equilibrio entre copia fidedigna e invención fantástica, vuelve a ser símbolo casi psicológico: la cara salvaje de la naturaleza con las rocas, las grutas, las fuerzas naturales incontenidas que tan gratas parecerían al pintor y que tanto contrastan con la calma triste de esa Gioconda que sonríe.
Parte de la magia del cuadro se halla en lo preciso de la composición, en el sumo cuidado con que el artista ha calculado cada uno de los ejes. Una técnica depuradísima en la que nada se deja al azar, un control sobre el espacio y el movimiento en el espacio, sobre la luz y las tinieblas.