Tras un gran festín para celebrar que Don Juan Manuel había tomado posesión del castillo de Burgos, los invitados dieron un paseo a caballo y jugaron a la pelota. Al concluir la partida, Felipe el Hermoso, exhausto y acalorado, bebió con avidez de un botijo de agua helada. Al día siguiente se levantó con fiebre pero se fue de caza. Cuando volvió estaba tan enfermo que ya no pudo levantarse, a la semana había fallecido. Era el 25 de Septiembre de 1506.
Se dice que los síntomas que manifestó Felipe fueron: alta fiebre, dolor en el costado, una gran cantidad de manchas pequeñas entre negras y coloradas por todo el cuerpo e infección en la lengua y el paladar. Existen varias hipótesis que se han barajado como causas de su fallecimiento: por enfriamiento, por la peste o por envenenamiento. Por supuesto, siempre que un miembro de la realeza moría de repente en semejantes circunstancias había sospechas de envenenamiento.
Durante sus últimos días, su esposa la reina Juana le cuidó con esmero y dedicación sin apartarse de su lado, ni de noche y ni de día le abandonaba. Le daba de comer y beber ella misma, exhortaba siempre a su agonizante marido para que tomase las medicinas que los médicos le habían mandado y ella misma, aun estando en avanzado estado de gestación, las probaba y tomaba grandes tragos para darle ánimos y para que hiciese como ella. Sin descomponerse en ningún momento, Juana defiende primero como puede la vida de su esposo y acepta después su muerte.
Testigos presenciales dejaron noticia de que la reina quedó como petrificada sin querer apartarse de junto al lecho pero sin derramar una sola lágrima. Admirable conducta entonces la de Juana en aquellas horas adversas de la agonía de su marido, casi heroica, negándose a sí misma mientras quede un minuto para luchar por aquella vida que se escapaba a toda furia, dándose cuenta entonces de su responsabilidad y asumiendo sus deberes de esposa y de enfermera.