Rousseau, al final de su vida se podría decir que se convierte en una especie de filósofo “anti-filosofía”. En la tercera de sus Divagaciones, medita sobre el sentido que reviste todavía para él la indagación en la que se entregó en el tiempo de su “reforma intelectual y moral”. Si ha elaborado todo un “cuerpo de doctrina”, ha sido con fines personales: ha querido formular, para él solo, una filosofía que le permitiera regular su conducta y su “interior” para el resto de su vida. Pensador privado, no ha querido proponer un nuevo sistema a la aprobación del público, sino simplemente asegurar la tranquilidad de su espíritu, fijar “de una buena vez” sus opiniones y estabilizar su existencia. En la imagen retrospectiva en que se complace Rousseau, el esfuerzo de pensar estaba destinado a desechar la duda y la inquietud suscitadas en él por la “desoladora doctrina” de quienes se designaban bajo el término genérico de filósofos: Diderot, D’Holbach, D’Alembert. Se trataba, pues, de una respuesta, de una “anti-filosofía”, de una negación apasionada del materialismo.
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