La vida diaria a bordo de un galeón

 

Durante más de tres siglos, los galeones españoles de la carrera  de las  Indias trazaron las más larga ruta de navegación de todos los tiempos, enlazando España con América y Filipinas. Miles de personas fueron a bordo de estos navíos: marineros que hacía de Lamar su medio de vida; hombres y mujeres en busca de nuevas oportunidades en las colonias que les sacaran de la miseria; y religiosos que ansiaban pisar tierras habitadas por paganos para cristianizarlos.

 

El galeón era una embarcación con un porte de unas 500 a 1200 toneladas y entre 40 y 60 metros de eslora. Las bodegas solían ir repletas de mercancías y alimentos almacenados en pipas, barriles, botijas, fardos y cajones. El rápido deterioro de algunos de los géneros depositados en este espacio oscuro y mal ventilado, incluidos los víveres, hacía que la bodega no pudiera utilizarse para el acomodo de los pasajeros y tripulantes. Por esta razón, la vida a bordo se desarrollaba entre las cubiertas del navío. En total, un galeón de 550 toneladas podía llevar unas 100 personas. De ellas, entre 60 y 70 componían la tripulación, a la que se sumaban hasta unos 30 pasajeros. Además, se solían transportar animales vivos –gallinas, corderos y vacas- con el fin de tener reservas de alimentos frescos.

 

En los galeones existía un alto riegos de contraer enfermedades. El hacinamiento de gente en la cubierta y la cercanía de los animales transportados en las bodegas propiciaban las plagas de pulgas  y piojos, y también ratas. El agua potable era escasa, pues se corrompía a los 20 o 30 días de viaje, y la alimentación no era siempre la adecuada. Por ello, eran frecuentes enfermedades como la disentería (provocada por el consumo de agua en malas condiciones), el tifus, la gastroenteritis o el escorbuto, causado por no consumir fruta  ni hortalizas. Los cirujanos y barberos de a bordo a menudo no tenían medios para paliar los sufrimientos y evitar la muerte de muchos de sus pacientes. Además, existía el riesgo de naufragio por temporales o vías de agua. Tanto los tripulantes como los pasajeros eran conscientes de que a lo largo de toda la travesía sus vidas estaban muy cerca de la muerte.

 

La tripulación de un galeón se organizaba jerárquicamente, desde los almirantes, capitanes, pilotos y maestres y contramaestres marineros hasta los grumetes y jóvenes pajes. También había carpinteros, toneleros y calafates (que se encargaban de tapar las junturas de las naves con estopa y brea para que no entrara el agua) así como capellanes, despenseros y cirujanos, hombres de guerra, como soldados de infantería y los artilleros. Los pasajeros podían ser desde funcionarios y mercaderes hasta escribientes, médicos, abogados, artesanos o mujeres que viajaban con sus hijos o solas para reencontrarse con su marido.

 

La vida en alta mar era de relativa calma, los pasajeros pasaban los días tranquilamente, observando a los marineros mientras realizaban las maniobras que la navegación les exigía.

En las comidas se rompía la rutina de a bordo. Al alba se daba la primera de las dos raciones diarias que recibían los tripulantes, consistente en una escasa jarra de vino, legumbres, arroz, harina, pasas, tocino, pescado o carne salada, quesos y miel, así como de vinagre para que se mezclara con el agua para no corromperse. No obstante el elemento básico de la dieta era el bizcocho, que era una especie de pan de harina gruesa.

 

En la mar, marineros y pasajeros no contaban con muchas distracciones porque  las condiciones a bordo eran bastante inhóspitas, pero el juego, era la principal diversión de los marineros. A pesar de la prohibición, los dados y naipes corría por las cubiertas con poco disimulo, y los pasajeros y los marinos se jugaban el dinero, armas. Otros se ponían a cantar sus romances o a narrar sus aventuras. Los marineros también se podían dedicar a pesar.

Pero debían de cuidarse de no cometer delito a bordo, ya que había una disciplina acérrima. El capitán del galeón para asegurar el éxito de la travesía podía reprimir cualquier atisbo de insubordinación. Actos como jurar, blasfemar, robar, jugar a las cartas, desnudarse o amancebarse eran considerados delitos. Las sanciones, definidas por las tradiciones de la mar y las normas contenidas en el Libro del Consulado del Mar, podían ir desde la pérdida del salario y bienes hasta ser azotados, el ingreso en prisión, la condena al destierro al llegar a puerto, o hasta incluso la ejecución.

Al anochecer y tras la oración como las camas eran un lujo reservado al capitán, oficiales y pasajeros distinguidos, la tripulación buscaba el mejor sitio para extender sus esterillas para poder descansar.

 

Por la noche mientras que la gente descansaba, el galeón debía continuar su camino y la única actividad a bordo era la de los hombres que se encargaban de las guardias de la mar. Éstas se dividían en tres turnos: la primera era llamada “de prima”; le seguía la “de la modorra”, y la tercera la “del alba”.  El oficial de guardia recorría la nave para asegurarse de que todo iba bien trincado y que la marinería vigilante no se dejaba vencer por el sueño. Los fuegos se apagaban para evitar riesgos y la sentina volvía a achicarse con la bomba. El silencio se apoderaba del navío, acompañado del crujir de las maderas y los cabos de la jarcia, roto tan sólo con la oración que el paje encargado de la ampolleta (el reloj de arena) recitaba cada vez que le daba una vuelta… los marineros que velaban debían contestar con una frase acordada previamente para demostrar que se mantenían atentos.

 

Las travesías oceánicas nunca eran placidas. Tormentas, vías de agua, naufragios, enfermedades y ataques de piratas amenazaban  a los viajeros en cualquier momento, pese a sus oraciones diarias. La conquista y la colonización del Nuevo Mundo y de Filipinas se cobraron un alto precio en vidas humanas.

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