Madrid como capital y corte fija de los monarcas castellanos y/o españoles fue producto de la genialidad de Felipe II.
Y es en junio de 1561, cuando la villa ya contaba con 30.000 habitantes, cuando Felipe II trasladó la corte de Toledo a Madrid, instalándola en el antiguo alcázar. Las razones que se dan para este traslado son muy variadas. Entre ellas destacan la necesidad de separar la Corte de la influencia del poderoso arzobispo de Toledo, y la gran aflición de la joven reina Isabel de Valois (1546-1568), asfixiada entre los muros del recio alcázar toledano y que urgía a su esposo a encontrar una nueva sede para la Corte. El microclima madrileño, más suave que el toledano, su situación geográfica y su magnífico entorno natural, hicieron de la villa una candidadata muy apropiada. Con este hecho, la villa de Madrid se convierte en centro político de la monarquía.
Como fruto de la llegada de la corte, la población de la ciudad empieza a crecer a un ritmo acelerado. Se levantan edificios nobiliarios, iglesias y conventos, siendo los más destacados los de fundación real, como el Monasterio de la Encarnación y el de las Descalzas Reales. Se derriba la vieja muralla y, en 1566, se levanta una nueva, la tercera de su historia. A la capital llegan gentes para cubrir las necesidades de la corte, así como un sinnúmero de pretendientes, aventureros, aspirantes a cargos, pícaros… que fueron reflejados en la literatura del Siglo de Oro. La política del rey da una fisionomía especial a la ciudad: declara que, por falta de espacios habitacionales adecuados para sus nobles y consejeros, quedan expropiadas las segundas plantas de las casas, que serán de posesión real. Esta normativa causa que todas las nuevas construcciones tiendan a tener una sola planta, con patio y rejería, con una segunda escondida a la vista de los viandantes y regidores del municipio. En 1562, Felipe II adquirió los campos y huertas de lo que luego será la Casa de Campo para coto de caza.