Golpe en Paraguay

Federico Franco, presidente y contento.

En julio de 2003 tuve la extraña oportunidad de asistir a la cena de un grupo de amigos paraguayos que habían sido todos ellos resistentes contra la dictadura de Stroessner (1954-1989). Recuerdo que iban hablando entre ellos, en un ambiente totalmente relajado, de sus aventuras durante la dictadura: clandestinidad, exilios, detenciones, torturas… uno de ellos contó como le dispararon en la cabeza desde tan cerca que la bala rebotó en la frente y se desmayó haciendo creer a sus verdugos que había muerto. Entre ellos resultaba estar Dionisio Borda, que tres semanas más tarde, iba a ser ministro de hacienda del nuevo presidente Nicanor Duarte (2003-2008). La conversación giró rápidamente entorno a lo que él, antiguo resistente, vivía a unas semanas de alcanzar el poder, una situación por la que ninguno de los asistentes había pasado. Lo que se dijo en esa conversación empezó a cambiar mi forma de ver la política y de entender el desarrollo o no desarrollo de las sociedades. Nos habló de la fortísima presiones a las que ya lo estaban sometiendo las fuerzas fácticas del país; nos explicó como una de sus máximas ambiciones sería establecer un mínimo impuesto sobre la renta y hacer pagar, al menos, a las clases medias puesto que nunca conseguiría tocar ni a los ricos ni a los pobres que no tenían dinero; también nos reconoció con una lucidez sobrecogedora como su margen de actuación iba a ser tan pequeño que seguramente no iba a poder hacer estrictamente nada.

A partir de ese día me quedé con la idea que en Paraguay el gobierno no es más que un eslabón menor del poder frente a otros actores como la embajada americana, los intereses europeos, la creciente influencia de sus poderosos vecinos, las multinacionales, los hacendados, el ejército, las mafias fronterizas… Entendí que a todos esos actores les viene bien que el Estado sea débil y que sus dirigentes estén maniatados por incapacidad, por temores, por intereses personales o simplemente por debilidad. También comprendí lo difícil que es gobernar y cambiar mínimamente las estructuras incluso para las personas y los equipos más bienintencionados, sobre todo para esas personas precisamente por la vigilancia y el acoso al que están sometidos. Finalmente entendí que cuando el embajador de una potencia extranjera, el representante de una multinacional o el jefe del ejército amenaza de cualquiera de las mil maneras disponibles a un presidente o a un ministro demasiado honrado, éste está totalmente sólo. Como una vez me dijo Driss Ksikes, periodista y demócrata marroquí, no es posible ser justo en un sistema injusto.

El viernes pasado destituyeron a Fernando Lugo, el primer outsider que llega presidente de Paraguay en los últimos sesenta años. No voy a entrar en los detalles de la destitución, ni de los despiadados ataques que le lanzaron (disponibles online in extenso), ni de su extraordinaria debilidad como presidente. Ya ha sucedido y si no hubiera sido por una chispa seguramente habría sido por otra. Los partidos tradicionales, el liberal y el colorado, tenían que recuperar el pleno control del estado y de las finanzas de cara a las elecciones presidenciales que serán en nueve meses, en abril de 2013. Lugo debe haber estado estos cuatro años mucho más inmovilizado que cualquier otro presidente; seguramente nos diría ahora que por muy preparado que uno piense estar, es imposible imaginar la dureza de los ataques y las dificultades para tratar de llevar a cabo cualquier punto de su programa.

Al contrario de lo que sucedió en Honduras en 2009 su destitución ha sido un golpe legal, por los pelos, pero legal. Lo suficiente para que, una vez dadas las pertinentes garantías, Europa y EEUU no digan nada que es lo que necesitan los golpistas. A falta de una integración latinoamericana, los países del entorno no tendrán fuerza para intervenir e impedir que Paraguay se convierta en el primer país de Sudamérica donde se detiene la marea de izquierdas que se viene dando desde los años noventa. Las elecciones del año legitimarán al presidente elegido con lo que la destitución habrá triunfado dentro y fuera del país.

Lugo habrá sido destituido sin cumplir sus promesas y defraudando las enormes esperanzas que los más pobres habían puesto en él. Sin embargo a la luz de lo que acabo de indicar pienso que lo más esencial si se ha conseguido. En un país como Paraguay, Fernando Lugo culminó su misión más importante como presidente el mismo día que ganó las elecciones. Fernando Lugo será siempre el antecedente. La semilla no sólo ha sido sembrada, ha crecido. Y aunque la hayan cortado puede volver a sembrar.

Lo que queda por hacer es precisamente eso, fortalecer el movimiento social paraguayo, desde dentro y desde fuera del país, y preparar no uno ni dos, sino una generación de jóvenes formados que un día, quién sabe, podrán dar los pasos siguientes.

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