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2. Estructura y organizacion interna

Cargos militares y administrativos

Como toda unidad militar, el Tercio tenía una serie de rangos y cargos que facilitaban su organización:

-El maestre de campo

Era un capitán designado por el rey al cargo su compañía y de todo el Tercio. Podemos decir que era el mayor rango dentro del Tercio y por ello, era el único que contaba con una guardia personal de 8 alabarderos. Su función era el mano, impartir justicia, administración y asegurarse de que el aprovisionamiento de las tropas fuera el correcto.

Para lograr este distinguido cargo, era necesario haber cumplido una larga carrera militar, habiendo logrado en ella fama y reconocimiento, llegando su nombre a oidos del rey. En principio, solían ponerlos al cargo de una unidad formada por tropas extrangeras, y cuando demostraba su valía, se le daba un tercio de españoles.

Muchos tercios tenían el nombre de sus lugares de origen, pero había un número considerable de ellos que adoptaban el nombre y apelllidos de sus mestres de campo, como puede ser el Tercio Lope de Figeroa.

El sargento mayor

Era el ayudante principal del maestre de campo, el segundo al mando. No tenía una compañía propia como el maestre, pero sí tenía potestad sobre el resto de capitanes. Se encargaba de transmitir las órdenes del maestre, esablecer la formación del Tercio en el campo de batalla, el lugar de alojamiento de la tropa,… por lo que era un trabajo de gran responsabilidad. Por ello, contaban con un ayudante que solía ser el alférez de su antigua unidad.

Los tambores y pífanos

En principio eran 3, y constituían la segunda preocupación de un alférez después de la bandera, ya que eran los encargados de transmitir las órdenes del capitán en el combate utilizando sus  instrumentos, ya que era imposible llevarlas a viva voz en medio de la batalla. Además, con su música, subían la moral de los hombres. Había diversos toques, siendo los más básicos el de marchar, parar, retirada,…

El furriel mayor

Era el encargado de alojar a los soldados, de los almacenes y las pagas, así como también de la logística. Cada compañía contaba, además, con un furriel secundario encargado de llevar a cabo las órdenes del mayor. Cada furriel llevaba las cuentas de la compañía, la lista de soldados, así como preveía las armas y munición que necesitarían los soldados.

Para poder aspirar a este cargo, era necesario saber leer, escribir y tener conocimientos mínimos sobre matemáticas.

– El capitán

Era designado por el rey para mandar una compañía. Debía informar de cualquier inicidencia a sus superiores, pero no tenía la capacidad para castigar a sus soldados, y en caso de herirlos, no debía atacar ningún miembro de estos que fuera útil para la guerra. Tenía la potestad para dar licencia a un soldado y permitirle ir de una compañía a otra, pero jamás para abandonar el Tercio, pues era algo que únicamente podía autorizar el maestre de campo o el rey.

Solían tener un paje de rodela, que se encargaba de protegerlo con ella, por lo que normalmente salían mal parado de los combates.

– El alférez

Era el segundo del capitán, su brazo derecho. Un oficial de confianza, puesto que podía encargarse de dirigir la compañía en ausencia del capitán si este así lo requería. En las marchas, contaba con otro ayudante llamado sotaalférez o abanderado, que llevaba la bandera cuando no hubiese combate.

Su propósito era llevar y defender la bandera de la compañía en el combate, llegando en algunos casos a perder ambos brazos con tal de evitar que la bandera callera al suelo. Si esta llegaba al suelo, significaba que la compañía había perdido el combate, por lo que incluso llegaban a sujetarla con la boca, algo complicado, ya que pesaba 5 kg. La bandera siempre debía llevarse de forma vertical, nunca al hombro, pues si caía lo más mínimo, bajaría la moral.

– El sargento

Cada compañía tenía uno, y se encargaba de transmitir las órdenes de los capitanes a los soldados, de que las tropas estuvieran bien preparadas para combatir y que fueran ordenadas. Era el oficial con más especialidad en el cuidado de la disciplina y en la ejecución de cuanto se ordenara. En los servicios nocturnos, se encargaba establecer las guardias y supervisarlas. Podía castigar a los soldados con una alabarda especial que solo llevaban los sargentos, siempre y cuando no los incapacitara para el combate.

El empleo de sargento fue creado tras la Guerra de Granada, a finales del siglo XV, a petición de los capitanes. El soldado elegido para sargento, normalmente un cabo, debía ser apto, hábil, razonable y valeroso. Un joven recluta no podía ser sargento, pues era preferible que tuviese algunos años de antigüedad como cabo. Lo que no era un factor excluyente, ya que también podía ascender un soldado raso, pero siempre con experiencia.

En lo referente a la disciplina, no admitía réplicas de los soldados en cuanto a lo que concerniese al servicio del Rey. Debía mostrarse firme ante los cabos, estudiaba siempre las órdenes que recibía y las que daba. Fuera cual fuese la situación, ejecutaría las órdenes de sus mandos, y si recibía instrucciones de varios mandos sobre un mismo aspecto, acataría las del que tuviera mayor graduación.

– El cabo

Era un soldado veterano que tenía bajo su mando a 25 hombres. Se encargaban de alojar a los soldados en camaraderías, grupos más reducidos. Debían adiestrar a los soldados, asegurarse de que se cumplieran las órdenes del capitán y mantener el orden. De producirse algún desorden, no tenía poder para castigar a los soldados, por lo que debía limitarse a informar al capitán.

Debía vigilar especialmente las buenas relaciones entre los soldados que tenía bajo su mando. Para ello, se preocupaba por instalarlos en alojamientos por grupos con caracteres afines, para que no se produjeran enfrentamientos. Eran frecuentes las visitas a los alojamientos. Además, se ocupaba muy especialmente de los enfermos, transmitiendo al capitán las peticiones de hospitalización o convalecencia, aportando su opinión.

Aunque tenía un alojamiento separado de su cuerpo de guardia, debía ser soltero para estar el mayor tiempo posible con sus hombres. Su escuadra era su familia. Para cumplir mejor su función, debía llevar una vida honesta y de buenas costumbres, evitando el chismorreo o el bandolerismo con sus oficiales. De cumplir bien con las funciones de mando en su pequeña unidad, el cabo podía ascender en la escala de mando.

Además de los combatientes, el Tercio contaba también con otros miembros:

El cuerpo sanitario

No existía un cuerpo sanitario como puede haber en la actualidad. Cada compañía contaba con un solo médico profesional y un cirujano. Los camilleros solían ser los mozos que acompañaban a los soldados al combate o los propios soldados que cargaban con sus compañeros.

– Capellán

Cada compañía contaba con uno, y su función era dar fe a los soldados, enseñar el evangelio, ofrecer la santa misa y dar la extremaunción a los heridos de muerte. Era un trabajo arduo, ya que debían moverse por todo el campo de batalla para dar la extremaunción, y solían ser objeto del odio de los enemigos contrarios a la iglesia (protestantes u otomanos).

En 1587 es la orden de los jesuitas la que asume esta función, pero con la ordenanza de 1632 se crea el puesto de capellán mayor, encargado de elegir a los capellanes de las compaías, así como también ejercía de capellán en la compañía del maestre de campo.

– El cuerpo judicial

Estaba formado por un oidor, escribano, dos alguaciles, el carcelero y el verdugo. Se encargaban de llevar a término los procesos judiciales internos del Tercio, como si fuera un tribunal militar. También se encargaban de los testamentos de los soldados.

Un apunte que al menos a mi me ha resultado curioso, es la existencia de un cuerpo de Policía Militar, mandado por el barrahel. Se encargaba del orden en la tropa, la higiene en los campamentos, seguridad de los edificios y de evitar que los soldados se dispersaran durante las marchas.

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8. Poemas épicos, anécdotas y legado

El legado de los Tercios en el ejército actual

Pese a que el cuerpo de los Tercios fue disuelto por Felipe V en su reforma de 1704, su nombre perdura en algunos cuerpos de la Legión española (regimientos) y en el cuerpo de Infantería de Marina, heredera de los viejos tercios del mar. Pese a que fueron sustituidos por regimientos al mando de coroneles siguiendo el modelo francés y prusiano, la vieja cruz de borgoña o de San Andrés sigue siendo la insignia de la mayoría de unidades de la infantería española actual.

Dentro de los “tercios” de la Legión encontramos el Tercio «Juan de Austria», el Tercio «Alejandro Farnesio», el Tercio «Gran Capitán» (con base en Melilla) y el Tercio «Duque de Alba» (con base en Ceuta).

Hablando ya de la Infantería de Marina, vemos que también se organiza en tercios. Su unidad expedicionaria principal es el Tercio de la Armada, heredero directo de los Tercios Viejos de Armada, conocidos también como Tercios del Mar de Nápoles. El resto de la Infantería de Marina se organiza en otros tres Tercios de guarnición denominados Tercio del Sur (San Fernando), Tercio del Norte (Ferrol) y Tercio de Levante (Cartagena). Estos tres tercios forman junto a las Agrupaciones de Canarias y Madrid las Fuerzas de Protección.

A-05 El Camino Español

Luego también tenemos un guiño a los Tercios y a la guerra de Flandes dentro de la Armada, que posee un buque de transporte ligero cuyo nombre es “(A-05) El Camino Español”, en memoria de aquella famosa ruta de aprovisionamiento de la guerra de Flandes.

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3. Técnicas y táctica de combate

Los sitios en Flandes

La guerra de Flandes no fue una guerra cualquiera, pues se desarrolló en medio de una amplia red de plazas fuertes de gran tradición militar. El éxito del sitiador dependía en gran medida de la ciudad que se decidiera asediar. En ocasiones, se dividía el ejército en varios cuerpos, cada uno simuladamente dirigido hacia el asedio de otra plaza fuerte. Esto tranquilizaba a la que realmente iba a ser sitiada, cuyos preparativos para la defensa serían menos importantes.

El sitio ideal consistiría en asfixiar la plaza fuerte cerrándole las comunicaciones, edificando fortificaciones contra salidas o socorros, y al mismo tiempo, batirla antes del asalto con la esperanza de que se rindiera. Sin embargo, al ser muchas, las plazas solían apoyarse mutuamente, por lo que el sitiador se veía obligado a vivir en campamentos atrincherado. La táctica consistía en abrir brechas en la fortificación enemiga midiante artillería o minas, para poder así lanzar un asalto.

Antes de llegar a esto, había muchas dificultades, ya que pocas plazas se rendían al primer cañonazo.  Ante todo, se debía proteger el propio campamento, instalado en el máximo límite del alcance de las armas enemigas. También era necesario cuidarse de las pequeñas escaramuzas holandesas, que salían de las ciudades con la intención de “clavar los cañones”. Esto consistía en clavar un clavo en el orificio por el que se prendía la mecha, lo que inutilizaba la pieza de artillería. Debían asegurarse, además, de que había provisiones y agua suficientes en la zona, así como la libertad de sus comunicaciones e impedir o dificultar las del enemigo.

Era necesario disponer de una provisión de materiales y útiles, en previsión de que se produjeran combates durante el periodo que durara el asedio, que en ocasiones se contaba por meses. Luego se creaba una red de trincheras que permitiera circular sin peligro  entre los alojamientos y las baterías de ataque. Esta se instalaba frente al punto de la fortificación enemiga por el que se pensaba realizar el asalto. Normalmente, estas baterías contaban con cañones de gran calibre para derribar murallas, mientras que contaban con otros más pequeños para acabar con atalayas o parapetos.

Con frecuencia, los disparos de la batería se complementaban con zapadores y minas, que socavaban las defensas enemigas bajo tierra, resquebrajando las murallas. Con esto se lograba derribar sectores enteros de las murallas, dejando una gran brecha por la que era posible realizar el asalto.

Este asalto lo llevaban a cabo las mejores tropas, encabezadas por piqueros. Mientras tanto, el resto del campamento permanecía dispuesto para cualquier contraataque en caso de que el enemigo resistiera, con los mosquetes preparados tras los parapetos. Esta técnica era muy útil, ya que a pesar de la abnegación de los soldados, no siempre lograban atravesar la brecha y tenían que retirarse.

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4. Armamento

El armamento del Tercio

Las armas eran una de las cosas que aportaban más honor a un soldado. Cuanta mayor calidad tuvieran estas, mayor sería el status del soldado. Normalmente, era el rey quien se encargaba de suministrar las armas, pero se las pagaba el soldado mediante descuentos en su paga durante un tiempo. Claro, que cada soldado tenía la posibilidad de conseguir sus armas de otro proveedor si estas eran más de su agrado y podía permitírselas.
Por lo general, la infantería española combinaba armas blancas como la espada y la pica, con armas de fuego como el arcabuz, que fue sustituido con el tiempo por el mosquete, más efectivo. Gracias a esta combinación, lograron ser uno de los ejércitos más potentes y temidos del momento.

A continuación, pasamos a describir una a una las armas usadas por la infantería española:

La espada

Cómo no, hay que hablar de ella, pues cada soldado debía tener una de calidad y en buenas condiciones (que tampoco se iban a quedar sin arma en medio de una refriega). En realidad era casi un apéndice del soldado, inseparable de él tanto en guerra como en paz y símbolo de la nobleza de su profesión. Pero tácticamente no tenía la importancia de la pica o el arcabuz, siendo sobretodo un instrumento de defensa personal. Solían llevarla a la altura de la cintura, y su longitud no debía ser excesiva, lo justo como para que pudiera ser desenvainada con facilidad, no excediendo los 95 cm. Claro que siempre había alguno con espadas mayores, conocidas como “mata amigos”, que eran muy útiles en duelos. A parte de la espada, cada soldado portaba una serie de armas dependiendo de su especialidad.

Probablemente cuando la espada resultaba más eficaz en campo abierto era en las persecuciones, ya que, a diferencia de las picas o los mosquetes, no restaba movilidad al soldado. De ahí que se dijera de ella que “es la que de ordinario da el último corte en las batallas”. También se sacaba a relucir en el curso de las escaramuzas, basadas en el intercambio de disparos, cuando se hacían demasiado largas. En esa situación, “remitían a las espadas la pólvora de los arcabuces”, cerrando contra el enemigo en busca del cuerpo a cuerpo. Al igual que las alabardas, eran imprescindibles en los asaltos o los abordajes.

La pica

Era el arma mejor considerada, la “fuerza” de la unidad, siendo la imagen que nos ha quedado de los Tercios. Constituían un elemento esencial del tercio, sobre todo en terreno abierto y cuando la caballería enemiga era superior a la propia. Debía tener grandes dimensiones, permitiendo así herir al enemigo sin que este pudiera causar ningún daño al infante español. Las de los Tercios, debían tener al menos 5,5 m. de longitud, la altura de 3 hombres (en principio debían medir 26 o 27 palmos de vara española, y nunca menos de 25). La madera de la que estaban hechas alcanzaba su mayor espesor poco más arriba de la mitad del asta, para ir adelgazándose hacia los extremos. Este modelo de pica era pesado, pero daba al combatiente una gran ventaja sobre cualquier otra arma en combates defensivos.

La forma normal de llevarlas era sobre el hombro, siempre el derecho, excepto la hilera del costado izquierdo de la formación que se las colocaban sobre ese lado. Únicamente se arbolaban, es decir, se ponían verticales, cuando la unidad hacía alto, ya que, por su longitud, resultaba prácticamente imposible andar con ellas en esa posición.

En acción se utilizaban de dos maneras. Frente a caballería se disponían en un ángulo de 45 grados, con el extremo inferior clavado en el suelo cerca del pie. se sujetaban con la mano izquierda, mientras que la derecha descansaba en la empuñadura de la espada, presta a desenvainarla. Contra la infantería se colocaban paralelas al suelo, agarrada con la izquierda, a la altura del estómago, mientras que la derecha la empuñaba frente a la cadera. Para herir, se adelantaba el arma, avanzando al tiempo el pie izquierdo, seguido por el derecho. Si se quería dar más impulso, la mano de ese lado empujaba con fuerza la pica a lo largo de la izquierda, en una acción mecánica que se repetía hasta que uno de los bandos cedía.

Con el transcurso del tiempo y la generalización y aligeramiento de las armas de fuego fueron perdiendo importancia, pero hasta la invención de la bayoneta continuaron siendo imprescindibles. Su papel fue pasando de ser el instrumento decisivo de choque al de simple refugio de los tiradores.

La alabarda

Era usada en combate por los piqueros de las compañías de arcabuceros y por los sargentos. En el caso de éstos era ante todo un medio de pura defensa personal, pero hay ejemplos de que con ellos se improvisara un minúsculo escuadrón para amparar la arcabucería sin apoyo de piqueros frente a la caballería enemiga. Los primeros, en cambio, la utilizaban siempre con una finalidad táctica; precisamente, la defensa de los arcabuceros. Los soldados armados con alabardas sustituían (aunque se les denominara también piqueros) a los piqueros convencionales en los terrenos más quebrados o arbolados, que estaban entrenados para actuar con gran agilidad y en este tipo de escenarios, además de defender la bandera de la compañía. Las alabardas eran sustituidas por picas si formaban el grueso del tercio y no destacaban con los arcabuceros.

Eran útiles para combatir en espacios restringidos, como una brecha o a bordo de un buque, en los que la pica, de dimensiones reglamentarias, era inutilizable.

Mosquetero, piquero y arcabucero con sus respectivas armas. Grabado de 1633.

El arcabuz

La tercera parte de cada compañía de un Tercio estaba formada por los arcabuceros. Los arcabuceros de Carlos V pusieron fin a los dos modelos  que hasta entonces habían dominado los escenarios europeos: la caballería noble francesa y los piqueros suizos, inaugurando el siglo de oro de los tercios. El emperador, agradecido, afirmó que:

“La suma de sus guerras era puesta en las mechas encendidas de sus arcabuceros españoles y que en lo más arduo de sus dificultades y combates, aunque sólo se viese rodeado de cuatro o cinco mil se consideraba por completo invencible, y arriesgaba, únicamente sobre el valor de ellos, su persona y su imperio y todos sus bienes”

Refiriéndose que el servicio de la arcabucería era de gran importancia y que con sólo ella muchas veces se había alcanzado la victoria.

En principio, el arcabuz estaba formado por un cañón, montado sobre un afuste de madera de un metro, aligerado hacia la boca de fuego y reforzado en la parte de la recámara, de modo que no hubiera peligro de estallido o sobrecalentamiento. La carga de pólvora estaba más o menos dosificada, y se disparaban balas de plomo cuyo peso era variable, ya que se las fabricaba cada arcabucero. Debían tener un cañón de una longitud cuatro palmos y medio de vara, y del calibre necesario para arrojar una pelota de, según el modelo, una onza o tres cuartos. Convenía que se dejasen sin bruñir, “para que no reluzca”, lo que les haría más visibles a distancia. Su alcance se situaba en torno a los cincuenta metros, aunque habitualmente se empleaban entre los quince y los veinte. No eran muy eficaces más allá de los veinticinco o treinta metros. Había arcabuceros que para tirar se metían casi debajo de las picas enemigas. El duque de Alba consideraba que a más de dos picas de distancia servían de poco y mandaba “que las primeras salvas, que suelen ser las mejores, se guardasen para de cerca”. Ello se debía a que cargar el arma era de por sí una operación compleja. Si se hacía en la excitación del combate, los riesgos de cometer algún error  en las complicadas operaciones eran aún mayores, por lo que se pensaba que era más fiable un arcabuz cargado antes de que empezara la batalla.

Se recomendaba que la culata fuese recta, pero también las había curvadas, lo que dificultaba la puntería, que en ese caso se hacía apoyando el arma sobre el pecho, no en el hombro.

El procedimiento para usar el arma era el siguiente. En primer lugar, se echaba pólvora al cañón, y luego la bala. El conjunto se atacaba con la baqueta, inicialmente llevada sólo por los cabos, pero después por todos los hombres. Ésta era de madera al principio hasta que se generalizó el metal, siendo frágil. A continuación, se apretaba el gatillo, que hacía que la llave, llamada de serpentina, aplicara la mecha encendida a la cazoleta llena de pólvora. Ésta, al arder, incendiaba la que el soldado había introducido antes en el cañón, lanzándola. Posteriormente se adoptarían los cartuchos, que contenían tanto la pólvora necesaria para un disparo como el proyectil, lo que permitió aumentar la rapidez del tiro. Lo habitual era cargar el arma con media onza de pólvora y medir “con el segundo dedo de la mano derecha”, la longitud de la mecha que se ponía en el serpentín.

La munición se llevaba en una bolsa, aunque en combate el arcabucero acostumbraba a meterse un par de balas en la boca para cargar más deprisa, y la pólvora en dos frascos de distinto tamaño. El mayor, para alimentar el arma, el pequeño, para cebar la cazoleta. También podía ir repartida en saquetes colgados de una bandolera, los “doce apóstoles”, cada uno de los cuales contenía la necesaria para un tiro. El hombre se convertía de esta manera en un polvorín andante. no eran raros los accidentes que se saldaban con soldados literalmente volados o con quemaduras fatales provocadas por la ignición del material inflamable que llevaban encima.

El equipo o recado del arcabucero se completaba con un molde para fundir las balas. El soldado debía ser capaz, en caso necesario, de trenzar el mismo la cuerda. Naturalmente, al ser armas de mecha no se podían utilizar en tiempo lluvioso o de mucho viento, a la vez que de noche descubrían al tirador.

Otro de los inconvenientes de los arcabuces era su bajísima cadencia de fuego. Para acelerarla, a veces los soldados intentaban acortar el proceso de la carga, por ejemplo, no utilizando la baqueta, pero entonces, al no estar la pólvora suficientemente comprimida, el disparo perdía eficacia. Esta práctica, a pesar de ello, se mantendría mientras duraron las armas de avancarga. Si los arcabuces se disparaban con demasiada frecuencia en un corto espacio de tiempo, se recalentaban rápidamente, lo que también afectaba a su eficacia. Como cualquier otra arma, tenían su propío ritmo, y este era lento, se hiciera lo que se hiciera.

Todas estas limitaciones dictaban las condiciones de su empleo. por una parte, hacían aconsejable, sobretodo en terreno abierto, que no se utilizasen demasiado alejados de alguna fuerza dotada de armas de asta, alabardas o picas. De esta manera se intentaba proteger a los arcabuceros de un ataque de la caballería mientras cargaban sus armas, cuando se encontraban indefensos. De ahí que fuese recomendable, que las compañía de esta especialidad incorporaran alabarderos.

El arcabuz se adaptaba perfectamente a algunas de las características que se atribuían a los españoles. era una arma idónea para hombres de no gran estatura, nervudos y ágiles y se utilizaba sobre todo en despliegues relativamente abiertos y en destacamentos, golpes de mano, sorpresas y emboscadas, lo que requería iniciativa individual. Por estas razones se consideraba a los españoles los mejores arcabuceros.

El mosquete

A partir de la década de 1560-70 se introdujo el mosquete, un arma superior al arcabuz que sólo había sido utilizada en la defensa de plazas. En 1567 el duque de Alba lo hizo adoptar a las unidades que llevó a Flandes, pensándose que era un arma demasiado pesada para la infantería. Se utilizaban  con frecuencia en fortificaciones, pero hasta entonces no se había pensado distribuirlo a los infantes por parecer que no se podía llevar al hombro.

Alba ordenó que cada compañía, fuese de piqueros o de arcabuceros, contase con quince mosqueteros.

Al ser más pesados y ser su cañón más largo que los de los arcabuces, necesitaba de una horquilla de madera sobre la que se apoyaba para apuntar. pero este inconveniente era ampliamente compensado por sus mejores prestaciones en lo que se refiere a alcance, capacidad de penetración y calibre (un arcabuz podía hacer dos disparos en el tiempo que el mosquete tiraba uno, pero era más eficaz). Las balas eran de mayor tamaño, de una onza y media o dos, el doble de un arcabuz, aunque se mantenía el sistema de disparo del arcabuz. La longitud del cañón era de seis palmos y sus disparos atravesaban una rodela reforzada (teóricamente a prueba de balas) o cualquier armadura, lo que no conseguía un arcabuz. lo usual era que cada hombre llevara 25 disparos de dotación. Se decía que tenía un alcance de 200 m, aunque esto es discutible, si que llegaban notablemente más lejos que el arcabuz.

Al ser básicamente iguales, compartían el uso de la mecha o un soporte de disparo iguales. cargar el arma era un proceso aún más largo, que exigía hasta 44 movimientos distintos, según algunos manuales, complicado además por la presencia de la horquilla, que obligaba al soldado a manejar simúltaneamente ésta, el arma y la baqueta. Al igual que sucedía con el arcabuz, era recomendable apuntar un tanto alto, no sólo para reducir la posibilidad de reducir la posibilidad de herir a un compañero sino también porque el proyectil salía con una velocidad relativamente baja y a los pocos metros empezaba a caer. Se tiraba con él apoyándolo en el hombro, a la manera española, no en el pecho; ya que si la culata era curva, a la manera francesa, pocos o ninguno resistirían el retroceso al disparar con el arma en el pecho, pero si se descargaba desde el hombro, a la manera española, no había peligro ni daño para el tirador. Se calculaba que la cadencia no pasaba de un tiro por minuto, y que, por distintos motivos relacionados con problemas de funcionamiento, un 50% de los disparos no llegaban siquiera a producirse. Cuando se efectuaban más de 4 disparos continuados, era necesario parar y refrigerar el cañón para que no se fundiera el plomo de la recámara.

Con el tiempo las armas de fuego mejoraron. Se introdujo de forma paulatina la llave de rueda. Esta producía la chispa necesaria para incendiar la pólvora que lanzaba el proyectil mediante el choque de un pedazo de pirita, montado en el serpentín, con una rueda de hierro, eliminando así la mecha, con sus limitaciones y peligros. Era un mecanismo, sin embargo, caro, complicado y sujeto a muchas averías, por lo que se utilizó solo para las pistolas de la caballería y para armas de caza. De mayor transcendencia fue la llave de chispa. Esta sujetaba un trozo de pedernal, y se montaba simplemente moviéndola hacia atrás. al apretar el gatillo, la piedra tropezaba con una pieza de metal, el rastrillo, levantándola y produciendo al mismo tiempo una chispa que encendía la pólvora de la cazoleta, provocando el disparo. Era un método más barato y sencillo que la rueda, y más fiable que la mecha.

También se aligeró notablemente el peso del mosquete, hasta el punto de que se pudo prescindir de la horquilla, lo que hizo que acabara por sustituir al arcabuz. Además, se adoptaron los cartuchos previamente preparados. Todo ello se tradujo en un incremento sustancial de la eficacia de esta clase de armas, por ejemplo, aumentando casi tres veces la cadencia de tiro, y reduciendo a una tercera parte los fallos en el mecanismo de fuego.

La artillería

No es que el Tercio contara con una unidad propia de artillería, ya que tenía una estructura propia dentro del ejército dada su complejidad. Estaban hechos en bronce, pero también los había de hierro. El “favorito”, por llamarlo de alguna manera, era el de 24 libras, más que nada por su relación calidad-precio.