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San Pedro: un viaje al corazón del universo cristiano

En su constante discurrir por los caminos, los peregrinos, movidos por unos ideales espirituales comunes, rompían las fronteras artificiales de los hombres, constituyendo una única nación, la de los creyentes. El cristianismo tuvo desde la época del Imperio Romano santuarios especialmente venerados: Jerusalén, Roma, Tours, etc., En la Edad Media, Santiago de Compostela, fue el lugar privilegiado hacia el cual se dirigieron numerosos fieles.

De estos lugares sagrados tres rutas eran consideradas imprescindibles para que un cristiano pudiera conseguir las bendiciones y las indulgencias necesarias para alcanzar el perdón: Roma, Jerusalén y Compostela. El primer camino conducía hasta la sepultura de San Pedro en Roma; el símbolo distintivo de los peregrinos era una cruz y se les denominaba romeros; la segunda ruta se dirigía hacia el sepulcro de Cristo en Jerusalén y a los que transitaban esta vía se les llamaba palmeros porque los caminantes llevaban una palma. Finalmente, existía un tercer camino que conducía hasta los restos mortales del Apóstol Santiago enterrado en Compostela. A estos viandantes les fue dado el nombre de peregrinos, y pasaron a tener como símbolo una concha.

Cervantes fue un hombre piadoso, de religiosidad sincera y sin asomos de inconformismo. A su personaje Tomás Rodaja lo declara “penitenciario” cuando viaja a la Ciudad Eterna; y, a  Persiles y Sigismunda, protagonistas de la obra Los Trabajos de Persiles y Sigismunda, peregrinan hasta Roma para que soliciten la indulgencia del Papa para así poder unirse en matrimonio, debido a que son primos carnales.

Los Trabajos de Persiles y Sigismunda fue una obra publicada póstumamente en Madrid en 1617. Es una especie de novela bizantina de aventuras que nos cuenta las peregrinaciones de sus protagonistas, que dependen exclusivamente de lo fortuito y del azar. Gran parte de sus peripecias transcurren en exóticos países, que Cervantes sólo conocía a través de relatos fantásticos y por la consulta de cartas geográficas. Además, los personajes cruzarán España para terminar sus peripecias en Roma, donde se unirán felizmente en matrimonio.

Estos  bellísimos príncipes, que viajan aparentando ser hermanos y bajo los nombres supuestos de Periandro y Auristela, forman parte de una trama retorcida y complicada que, en ocasiones, queda en suspenso cuando un recién llegado cuenta su fantástica y maravillosa historia.

Cervantes abandona en su última producción el punto de vista realista y deja volar su imaginación para crear una bella ficción novelesca, en la que los héroes vencen y la vida es descrita con los más sugestivos colores. Probablemente, nuestro autor pretendía simbolizar la historia de la humanidad con una clara idea contrarreformista.

De este viaje de peregrinación nos cuenta Cervantes: “Pedían los tiernos años de Auristela, y los más tiernos de Constanza, con los entreverados de Ricla, coches, estruendo y aparato para el largo viaje en que se ponían; pero la devoción de Auristela, que había prometido de ir a pie hasta Roma desde la parte do llegase en tierra firme, llevó tras sí las demás devociones, y todos de un parecer, así varones como hembras, votaron el viaje a pie, añadiendo, si fuese necesario, mendigar de puerta en puerta…” Sigismunda, se muestra como una mujer inquieta que, guiada por un anhelo puro, buscará en su viaje una realización espiritual. Y su meta es Roma.

Es en Roma donde se encuentra la tumba de San Pedro, el primero de los apóstoles, y las de numerosos mártires de la Iglesia. Desde la gran renovación de Europa bajo los carolingios, la fascinación por la ciudad de San Pedro había hecho concurrir a ella a la mayoría de los poderosos de todos los reinos cristianos, no sólo atraídos por la enorme supervivencia cultural que atesoraba, sino por la autoridad espiritual que emanaba del pontífice y de los cuerpos de tantos santos que allí reposaban.

Ya en el siglo II, el presbítero Gayo cifraba la grandeza de Roma en el hecho de poseer -en la colina del Vaticano y en la vía Ostiense, respectivamente- los “trofeos” de los apóstoles Pedro y Pablo. Razones filológicas indican que “trofeo” significa cuerpo mismo de los mártires. Las excavaciones, iniciadas en 1939 por mandato de Pío XII, han conducido al descubrimiento de un sepulcro situado bajo el centro de la cúpula de la basílica de San Pedro del Vaticano. En el siglo I, aquel lugar quedaba junto a la vía Cornelio y cerca del circo de Nerón, donde Pedro debió padecer martirio. Allí mismo, Constantino, pese a las ingratas condiciones del terreno, mandó construir una basílica.

(Imagen: Grabado de la edición de 1805: Persiles y Sigismunda en peregrinación a Roma [www.h-net.org])