El 18 de diciembre de 1968 un joven escritor subió por las floridas cuestas de Vallvidrera para encontrarse con una estimada amiga. Faltaba un año para que esa amiga viera publicada su quinta novela, La madama. Así, en un apacible atardecer rojo invernal el joven escritor, periodista, editor y futuro galerista se sentó a tomar un whisky en el salón de la casa de su querida amiga Concha Alós. Miguel Fernández-Braso deseaba entrevistar a su colega De escritor a escritor. Este es el título del libro, publicado en 1970 poco después de La madama, donde Miguel Fernández-Braso transcribe las conversaciones mantenidas con otros escritores desde Gabriel García Márquez a Juan Benet, pasando por Baltasar Porcel, Max Aub, Carlos Barral, Ángel María de Lera, José Luis Castillo-Puche, el poeta Ángel González o la narradora de cuentos infantiles y traductora Carmen Bravo-Villasante.
La entrevista con su amiga transcurre relajadamente porque, en realidad, no es una entrevista al uso, es una charla distendida entre amigos donde se cuelan impresiones de escritores. La intención de Miguel Fernández-Braso es entrar en la «íntima geografía» de su amiga, desea «inflar los pulmones de la curiosidad en su atmósfera vital» (1970: 137). Sentados en ese salón con vistas a la neblina del atardecer que va palideciendo los rojos, el joven escritor adivina que es entre las montañas y las brumas del entorno privilegiado de Vallvidrera donde Concha Alós encuentra «el reposo necesario para la creación». Miguel Fernández-Braso bromea, un poco medio en serio: «Aquí no se puede escribir mal» y «Concha sonríe» (1970:138). El amigo hace alusión al ineludible asunto del premio Planeta de 1962 y, después, el definitivo de 1964. Ella admite serena: «Planeta lanzó mi nombre y mi obra al mundo literario, a las librerías, al público. […] Si mi obra se sostiene, será por ella misma» (1970: 138). Estas palabras coinciden con las reproducidas en otra entrevista del 14 de mayo de 1965 en el Diario de Burgos realizada también por Miguel Fernández-Braso que, por entonces, firmaba como Miguel Fernández.
A la pregunta: «¿Qué quisiera aportar a la novela española?», Concha Alós responde:
No sé… No me he planteado el problema de esta manera. La novela española así, como si fuera la producción de cereales y cítricos, no me dice nada. Sé lo que pretendo con mi obra, con cada una de mis novelas. Dentro de algún tiempo, críticos e historiadores, si quieren, ya me relacionarán con esto de la novela española. Sí, mi propósito es escribir novela testimonio: ser testigo del tiempo que me toca vivir, reflejar personas y hechos vivos, deshacer, dentro de mis posibilidades, los mitos impuestos, aceptados soñolientamente o por convivencia, decir la verdad (1970: 139).
Luego hablan de La madama, del mucho trabajo que le ha llevado escribirla y con la que se ha fijado mucho más en la técnica narrativa que en sus anteriores novelas. Concha Alós piensa que el escritor es como la tierra: «necesita abono para producir fruto fresco y jugoso». Miguel Fernández-Braso le da la razón y afea las palabras proferidas por Francisco Umbral en La Estafeta Literaria el 1 de octubre de ese 1968, donde afirma sin contemplaciones que «Concha Alós, nombre intermedio, no parece ya a la altura de su eclosión: esperemos» (p. 39). Así, Miguel Fernández-Braso defiende, desdiciendo al colega Umbral, que Concha Alós «es de las escritoras que avanzan con paso firme, porque se ha planteado, de manera humilde y honda, su labor» (1970: 140). Concha Alós se limita a opinar que:
Posiblemente escribo mejor ahora que años atrás. El oficio de escribir, como todos los oficios, se consigue trabajando. Pero no es fácil. Cada vez que me enfrento con un nuevo tema, con el propósito de novelarlo, encuentro dificultades, tantas dudas, que a veces llego a pensar si no habré aprendido nada. […] Palabras, ideas, personajes, todo se desborda, se amontona. El trabajo está en limar, concretar, decir escuetamente, sobriamente, cortar. Es difícil, muy difícil (1970: 141).
Miguel Fernández-Braso concluye con varias ideas sobre su amiga y colega de letras: la primera que «la prosa de Concha Alós tiene temperatura humana, escozor dramático, temblor poético»; la segunda que sin buscar «grandes pretensiones ideológicas […] en cada página hay fuertemente abrazado como un eco de nuestros sentimientos», son palabras dichas «al oído del corazón» para que «retumben en la bóveda del alma» y la tercera es que Concha Alós se alza como «una mujer estudiosa de todo lo que estimula y aprieta el corazón del hombre»; «es humanidad hecha palabra» (1970: 141-42).
Gracias, Don Miguel por este retrato tan certero de nuestra querida escritora. Desde el ámbito investigador se confirma cada una de estas delicadas impresiones, descritas con tanto mimo y admiración.
La lectura de la conversación entre Miguel Fernández-Braso y Concha Alós reproducida en De escritor a escritor me ha permitido asomarme a un pedacito más de la vida de Concha Alós y me ha servido para reafirmarme en mi valoración sobre su obra: tan respetada y admirada por mí. Arrobada por la curiosidad y el afán investigador, trato de repetir la aventura de aquella entrevista. Pero, esta vez, cambiando Vallvidrera por la calle Villanueva de Madrid, donde se encuentra la Galería de Arte Fernández-Braso, hija de un proyecto embrionario desde que en 1971 el escritor y editor decidiera abrir la librería Rayuela junto a Carmen Muro, situada en la calle Tutor. Poco a poco, según informa la web de la galería, «los cuadros fueron ocupando más espacio e interés» que los libros. En Rayuela se dio a conocer la obra de Antonio Tàpies, Alberto Corazón, Rafael Canogar, Antonio Saura o Manolo Millares. La librería daría paso a la galería Rayuela en la calle Claudio Coello dirigida por Carmen Muro. En estos años, entre 1971 y 1980 fecha en la que Miguel Fernández-Braso crea la galería Juan Gris, el escritor se hace cargo de la editorial Guadalimar que también contaría con una revista especializada en arte con el mismo nombre. Rayuela formaría parte de la primera edición de la feria de arte contemporáneo ARCO de Madrid. No sería hasta 2011 cuando las galerías Rayuela y Juan Gris se unirían «en un espacio más amplio y adaptado a las nuevas necesidades expositivas» en la calle Villanueva.
El pasado 13 de octubre tuve el placer de visitar la galería y conocer personalmente a Miguel Fernández-Braso, tras varias llamadas telefónicas con conversaciones breves, pero muy interesantes. Llevo un par de días en Madrid. He de aprovechar al máximo mi estancia en la capital. Las visitas al Archivo General de la Administración me llevan tres días, otra consulta al Archivo Histórico de Defensa me ocupa la mañana del viernes. Ese viernes 13. En mi feliz cálculo por abarcar y concentrar al máximo las tareas, me comprometo a consultar el sumarísimo y llegar a una hora decente −las once y media, Don Miguel tiene que marcharse antes de la una− a la galería en tiempo récord. Spoiler: llego tarde, como una hora después de lo convenido. Mal. Muy mal. Me siento avergonzada. Menuda primera impresión. Encima, la gracia del retraso me resta tiempo de entrevista.
Llego apurada y sudada (he tenido que hacer un trasbordo en las líneas de metro que, para colmo, hago mal: pudiendo escoger un itinerario corto, me voy por el largo). No puede ir peor. Oigo mi rigor investigador perderse con la descarga de agua de cualquier cisterna. Pero contra todo pronóstico, abro la puerta de la galería y allí me espera el célebre escritor, editor y galerista sentado en su despacho. Un lugar apacible con sillones de terciopelo y muchos, muchos libros por todas partes: el lugar de mis sueños. Poco me importa, si afuera, el cielo está palideciendo los azules brillantes de la luz solar. Esperaba, por mi desconsideración ante la tardanza, ser recibida con algún gesto de contrariedad, algún comentario hostil, algo… Nada. Miguel Fernández-Braso me decida una gentil sonrisa y me extiende una mano amable que me dice con su cálido gesto: Tranquila, ya has llegado.
Me invita a sentarme en esos cómodos sofás de suave terciopelo. Con el apuro de las carreras por el metro, por un momento, olvido todo lo que quería decirle, preguntarle… Pero nuevamente, la mirada de Don Miguel me calma, me pone en su sitio y, sin más, comenzamos a hablar de nuestro nexo común: Concha Alós.
Obviamente, la conversación no se dilata demasiado. Pero los escasos veinticinco minutos que puede dedicarme son extremadamente hermosos y sustanciales. Me cuenta muchas cosas sobre Concha Alós, unas ya las sabía, otras no. Me confirma o desmiente ciertas informaciones que yo tengo que ir completando para el desarrollo de mi tesis doctoral. Miguel Fernández-Braso me cuenta que también él fue amigo de Concha Ibáñez y que compartía su pasión por el arte pictórico con Concha Alós. Se conocieron en un contexto formal en torno a 1962, cuando el joven escritor colaboraba en cabeceras como Pueblo, ABC o el citado Diario de Burgos. De aquellos encuentros formales fue surgiendo una amistad profunda entre él y el binomio Alós-Porcel. Le agradezco enormemente su tiempo y su paciencia. Quedamos en seguir hablando a través de WhatsApp. Me da la enhorabuena por mi entusiasmo y mi admiración sincera por nuestra novelista… De aquel encuentro del pasado 13 de octubre en la galería de la calle Villanueva puedo revelar la anécdota que me contó de Concha Alós cuando una noche, al volver a Vallvidrera en coche, en una de las oscuras cuestas vio a una mujer con un niño pequeño aferrándose a un chal deshilachado para cubrirse del helado viento de aquellas montañas. Ella pidió a Baltasar Porcel, que conducía atento a la carretera, que diera media vuelta. Tenían que ayudar a aquella mujer y a su niño. Así lo hizo Baltasar Porcel y ambos socorrieron a una mujer y a un niño que estaban en peligro de hipotermia. Esta historia me la contó Don Miguel tras preguntarle sobre la humanidad de la escritora que él describe en su entrevista del 18 de diciembre de 1968 y concluye: «Concha Alós desbordaba humanidad».
Pues sí. No puede tener más razón Miguel Fernández-Braso. Concha Alós era humana a rabiar y lo demostraba en cada palabra que salía de su pluma. Gracias, Don Miguel, por aquellos veinticinco minutos y por haberme hecho todavía «más humana» la figura de Concha Alós.