La tesis doctoral sigue su curso. Concha Alós es traída de vuelta al panorama cultural. El camino investigador parece que va dando resultados. Aun así, encuentras misterios, pistas que derivan en puntos ciegos, fragmentos de la historia personal y profesional de una escritora que dejan con la miel en los labios porque no podrá saciarse nunca. Estoy hablando de datos encontrados como aquella supuesta obra de teatro que escribió en 1967. Hoy, mirando por mi ventana que da a un jardín mojado y telarañoso, me viene a la cabeza otra de esas pistas que no hacen más que inyectar el gusanillo de la curiosidad.
Como sabéis, la ruptura sentimental de Concha Alós con Baltasar Porcel fue un duro golpe para la escritora. Pero mantuvo el tipo y, aun separados y él preparando sus nupcias con otra mujer, quiso mantener cierta relación cordial con el antiguo compañero. Una suerte de prórroga amistosa para no tirar al traste de manera brusca y violenta diez años de relación y convivencia común. Sergio Vila-Sanjuán recopila en su ensayo biográfico sobre el escritor de Andratx (2021) −citado en este blog en varias ocasiones− parte del epistolario entre ambos ex compañeros en el que se intuyen intercambios amistosos y comentarios sobre sus respectivos trabajos.
Entre ese juego de impresiones y consejos creativos, Concha Alós escribe en una de sus cartas, con fecha del 26 de junio de 1971, que ella está trabajando en su nuevo libro de cuentos (Rey de gatos. Narraciones antropófagas, 1972) y que lo tiene «casi listo». Añade: «Pero ya sabes que yo soy muy lenta. Ahora tengo en la cabeza un cuento nuevo». Concha Alós escribe el comienzo de ese nuevo cuento a su antiguo compañero: «A Germán se lo comieron las hormigas. No dejaron de él más que las uñas de los pies» (cit. en Vila-Sanjuán, 2021: 286). No hay más noticias de ese cuento. No aparece en Rey de gatos, no está publicado en ninguna de las cabeceras en las que ella solía colaborar como Destino o La Estafeta Literaria…, al parecer tampoco está entre sus archivos personales. ¿Qué fue de ese cuento? ¿Lo llegó a terminar? ¿Tiró las cuartillas de notas, de mecanografiado? ¿Se perdieron una vez que ella dejó su piso de Martínez de la Rosa en pleno corazón de barrio de Gràcia?
Ante la imposibilidad de recuperar aquel cuento, se me ocurre la fantochada de escribir una versión alternativa. Como aquellos juegos de relatos en cadena que comienzan desde una frase inicial. No sé vosotros, pero yo tengo una curiosidad insana por saber qué le habría pasado al pobre Germán para que se lo comieran las hormigas de semajante modo. Visto así el planteamiento, el Germán de este ignoto cuento se parece mucho al personaje innombrado de «Rey de gatos» −cuento que da nombre al título de la obra− que acaba devorado por los mismos perros y lobos que él cría en su cabaña. Concha Alós dice también en su carta que el cuento de Germán está ambientado en un espacio de playas y vivencias de «aquí». Ese “aquí” se refiere a Calafell, que por aquella época se refugiaba allí junto a Carlos Barral y su trope del capitán Argüello. Este “Rey de gatos” vive alejado de la civilización en una casa desvencijada pegada a la ribera del mar… Pero no hay manera fehaciente de saber si el tal de «Rey de gatos» en un principio se llamó Germán y finalmente cambió las hormigas por perros y lobos.
El 25 de enero de 1979, Concha Alós publicó un artículo-homenaje en Destino (p. 46) dedicado al escritor británico afincado en la isla de Mallorca, Robert Graves, autor de obras tan reconocidas como su novela histórica Yo, Claudio (1934) que luego fue llevada a televisión con gran éxito de audiencia. La escritora tituló su artículo «Yo, Graves» en honor a aquella obra que le otorgó reconocimiento y que significaría el inicio de una carrera brillante y erudita. Siguiendo un poco este juego de palabras, me tomo la licencia de recuperar la voz de Germán y contar una historia independiente de lo que pudo ser aquel cuento, ahora sería algo así como “la versión del director” ateniéndonos a terminología cinéfila. Perdónenme los lectores sensibles. No pretendo faltar al respeto a Concha Alós. Ni siquiera igualarla. Eso está lejos de mi imaginación. Precisamente porque la admiro sobre todas las cosas, tengo la imperiosa necesidad de acallar a mi gusanillo de la curiosidad aunque sea con una versión inventada que viene a hacer las veces de una mentira piadosa.
Y sin más demora, ahí va mi aportación a la causa perdida:
A Germán se lo comieron las hormigas. No dejaron de él más que las uñas de los pies. Germán era un tipo normalucho. De esos que no despiertan suspiros, pero tampoco pasan inadvertidos. Al menos para su vecina Marisa era un tipo interesante, atractivo. Le espiaba por la ventana del patio interior que daba a su cocina. Lo veía por las mañanas preparándose el café en calzoncillos y camiseta de tirantes y con una colilla en la boca con medio cañón de ceniza amenazadoramente inclinado hacia abajo. La vida anodina de Germán, realmente no suponía nada exótico, pero a los ojos de Marisa esa pinta de bohemio pasado de moda, o de escritor fracasado que tiene sobre su escritorio un montón de cuartillas con borrones, ceniceros atiborrados con colillas mal fumadas y vasos de licores a medio beber, le hacía mucha gracia con sólo imaginarlo y le daba un no sé qué a Germán que a Marisa le subía la libido.
Germán y Marisa nunca cruzaron una palabra más allá de la frase breve del ascensor. A Marisa le daba pena dejar su apartamento en verano para dar paso a los turistas que deseaban llagarse la piel en la playa. Marisa se preguntaba qué haría Germán durante esos veranos tórridos y pegajosos de la vera mediterránea. Germán, ajeno a todos los barruntos de su vecina del cuarto B, vivía ensimismado encolando maquetas para la diputación provincial. Efectivamente, por las mañanas se levantaba enciendo un cigarrillo e iba a la cocina con la cara sin lavar a poner la cafetera. Para él, el verano era sinónimo de más trabajo, más maquetas y más eventos de corbata y cintas rojas que partir por la mitad con unas tijeras que apenas cortaban. Germán no iba a esos eventos, bastante tenía con no dormir la noche anterior para terminar la maqueta dichosa del museo de turno que se pensaba construir.
Germán, tan atontado con el mecanicismo de su trabajo, no se dio cuenta un día de esos veranos tórridos y pegajosos en los que las fiestas de los turistas en el piso de arriba no le desvelaban, porque él seguía trabaja que te trabajarás, que un naciente hormiguero había invadido coquetamente el hall de la maqueta del complejo de apartamentos Vistazul, próxima construcción. La primera hormiga apareció campante por el jardín en miniatura de aquella monería de arquitecto de turno. Germán la aplastó con el dedo como si tal cosa y siguió con la cola de maquetar dale que dale. La segunda hormiga no se hizo esperar, ni la tercera, ni la cuarta… Al cabo de un rato, Germán ya mataba hormigas con obstinación de exterminio. Pero aquellas hormigas no parecían acabarse nunca, salían como ejército del hall del edificio principal de Vistazul.
Germán estaba desesperado. La invasión era completa. Ya estaban instaladas por el salón, en la cocina, se bebían los restos de la cafetera y retozaban en las colillas de los ceniceros. Las tenía por la cama. Se le subían por las piernas, los brazos… Las hormigas tuvieron todo el verano para devorar a Germán. Nadie escuchó los gritos de Germán porque la música machacona de los turistas del cuarto piso era insufrible. Si Marisa hubiera estado en casa, quizá habría visto las hormigas de la cocina o, al menos, se habría percatado de que hacía varios días que Germán ya no iba en calzoncillos a prepararse su café. Pero Marisa volvió a su apartamento en octubre cuando el verano ya no era ni tórrido ni pegajoso y el silencio volvía a reinar en el edificio. La maqueta del complejo de apartamentos Vistazul se quedó a medias de pegar sobre la mesa del salón. Los tipos de la inauguración tampoco la echaron de menos porque tenían a otro Germán que hacía el mismo trabajo (por si acaso). Sólo en octubre pensaron en la posibilidad de hacerle otro encargo. Una exposición de arte figurativo. Como Germán no contestaba al teléfono, ni al timbre, tuvieron la deferencia de subir al cuarto a tocar a la vecina para dejar el sobre con las instrucciones del nuevo proyecto. Marisa abrió la puerta muy amable y solícita, ajustándose la bata por el escote. Tomó el sobre muy extrañada de que aquellos tipos no lo hubieran dejado en el buzón sin más ceremonia. Sonrió y se despidió de aquellos hombres encorbatados. Cerró la puerta y se quedó plantada con el sobre en la mano, sopesando el contenido. Pensó emocionada que aquel sobre podría ser la excusa que necesitaba para hablar con Germán. Con el barullo de sus pensamientos, no se percató de que varias hormigas se habían colado en su piso, tan campantes por la entrada principal, y ya subían estratégicamente por las cortinas.