Me he traído a Concha Alós a Budapest. No es posible saber a ciencia cierta si realmente ella visitó la ciudad. No se han encontrado referencias −cartas, postales o anotaciones en la agenda personal− sobre si estuvo alguna vez en la capital húngara. Tenemos en cambio, gracias a las pistas de Amparo Ayora del Olmo, una carta del 9 de septiembre de 1966 en la que cuenta a su hermana que estará en Bruselas dando conferencias hasta finales de mes. Lástima no disponer de una prueba tan rotunda como esta sobre una estancia en Budapest. Quien muy posiblemente pisó la tierra de los magiares fue su ex pareja Baltasar Porcel. No puedo determinar la fecha exacta de su viaje, si es que realmente lo hizo; aunque puedo intuir que así fue.
La sospecha viene incentivada a partir de la localización de un cuento de él publicado en el semanario catalán Destino el 28 de marzo de 1985, justo cuando la revista decidió volver a las andadas tras varios años de silencio en los quioscos. El cuento, «Las pasiones de un rumano» (pp. 95-98), narra las reflexiones de un intelectual rumano que se aburre en sobremanera charlando con una dama de postín, la señora Rákos, bien emperifollada con pieles y piedras preciosas, en la cafetería más emblemática de la ciudad de Pest en el corazón de la plaza Vörösmarty: el café Gerbaud, cercano «al silencioso Danubio», tal y como lo describe el narrador del cuento. Ese café, uno de los más antiguos de Europa −inaugurado en 1858−, pronto se convirtió en un lugar relevante y distinguido para las tertulias. El relato, independientemente de mi gusto personal que aquí me ahorraré, aprovecha las alusiones históricas sobre intrigas palaciegas de los tiempos de Beatriz de Aragón y sus nupcias con el rey Matías Corvino (s. XV) para transmitir la desidia del protagonista que vive apáticamente su estancia en Budapest. Describe, además, la atmósfera mortecina de la ciudad otoñal en los albores del invierno. Es decir, frío y largas tardes sumidas en la oscuridad del hemisferio norte. La recreación del ambiente budapetense resulta vívido, verosímil, real. Sólo si se ha estado en la ciudad se puede captar esa ambientación con ese nivel de nitidez, de ahí mi sospecha.
El caso es que leí este cuento justo en mitad de mi estancia en Budapest. La lectura, quizá sea por el apego que siento hacia nuestra escritora, me movió algo por dentro. Me dio por divagar y se me ocurrió la fatal ideal de que, seguramente, Baltasar Porcel viajara a Hungría después de abandonar a Concha Alós. Me dio mucha pena pensar, con lo enamorada que ella estaba, que hubiera perdido la oportunidad o el interés de conocer una ciudad tan bella y monumental como Budapest, llena de rincones secretos increíblemente acogedores. Concha Alós habría disfrutado muchísimo los paseos junto al Danubio que, aun callado, es majestuoso y encandila. También puede ponerse bravo y bajar crecido y abombado como un vientre, pero las nieves del invierno mitigan la amenaza. De haber visto Concha Alós Budapest, no me cabe duda, ella habría escrito un cuento mucho mejor que «Las pasiones de un rumano». Apuesto mi mano derecha a que su relato sería más humano y menos pedante.
Al margen de mi juicio personal −que no he podido evitar emitir la cuña publicitaria−, la lectura de ese cuento me condujo a tomarme más a pecho la reivindicación de su figura como escritora indispensable dentro de las letras españolas en la capital húngara. Entre las labores académicas que he de desempeñar aquí, doy clases a unas alumnas magníficas de la Universidad Eötvös Loránd (ELTE). Se trata de una asignatura planteada a modo de seminario donde trabajamos textos de autoras españolas pertenecientes al siglo XX. Justo ayer, tocó hablar de Concha Alós. Tenía claro que nuestra escritora iba a formar parte, sí o sí, del plan de estudios de la asignatura. Pero cuando leí el cuento de Baltasar Porcel, entendí que la clase dedicada a Concha Alós tenía que brillar más que ninguna otra. Y así lo intenté.
El cuatrimestre está ya llegando a su final, en apenas dos sesiones más la asignatura habrá concluido y, con ella, el periplo por las escritoras españolas del XX. En este tiempo, si he conseguido algo como docente −me parece− ha sido motivar a las chicas a partir de la creación en manos de mujeres que, por cuestiones del guion patriarcal que todas y todos conocemos, han sido mayormente arrinconadas en la periferia del canon. Para la clase de ayer propuse la lectura de tres cuentos de Concha Alós recopilados en Rey de gatos. Narraciones antropófagas (1972): «El leproso»; «Sutter’s Gold» y «La coraza» que cierra la colección de relatos del libro. Con el primero, se sintieron intrigadas: «una lectura muy diferente a las otras», me dijo una alumna. El segundo levantó cejas de ambigüedad. Pero el tercero, el tercero las dejó boquiabiertas. Dimos más espacio a este último. Concha Alós plantea desde el elemento insólito, un tanto al modo kafkiano, un debate pertinente sobre los derroteros de la liberación sexual de la época: está bien trivializar el sexo, sí, divertirse con él, por supuesto, pero de qué manera y a qué precio, ¿están las dos partes implicadas al mismo nivel de comprensión y aceptación?
La protagonista de «La coraza» se cuestiona en un monólogo interior si realmente desea o no al hombre que tiene encima de ella besándola, apretándole los senos, penetrándola. Se pregunta en cada embestida por qué consintió aquel encuentro, por qué se dejó llevar por los consejos de su psicólogo cuando le dijo la tópica frase de «un clavo saca a otro clavo», aunque la autora utiliza otra expresión para decir lo mismo. Finalmente, la protagonista se transforma en un insecto, parecida a una mantis religiosa, le ha crecido una coraza que la protegerá en adelante de esas relaciones vacías, mecánicas, porque sí. Ella será en lo próximo quien utilice a sus amantes para su placer, cual objetos desechables, del mismo modo que lo estaban haciendo ellos. La denuncia es obvia: a eso se reduce, según los dogmas de la liberación sexual, la mercantilización de las relaciones, sin reflexión, sin debate, sin verdadera comunicación entre los interesados.
Quiero pensar que la lectura de «La coraza» haya calado hondo −porque el mensaje creo que es potente− a estas alumnas inteligentes y despiertas que me han tocado en suerte. Quiero pensar que la clase de ayer, aunque sea a pequeña escala, acercó a Concha Alós a un contexto universitario que de otra manera hubiera pasado desapercibida. Concha Alós, quizá nunca estuvo en Budapest. Estoy segura de que, si hubiera tenido oportunidad, le habría encantado pasearla colgada del brazo de su amado que, como en el cuento «La coraza», la abandonó por otra mujer más joven. Leyendo «Las pasiones de un rumano», se me ocurre que casi ha sido mejor no haber estado en Budapest al lado de un petulante intelectual. Creo que Budapest cerró su «cielo plomizo» asqueada, aburrida. Mi fantasía me hace pensar que Concha Alós habría venido en primavera cuando los árboles rebosan verde y las flores estallan en miles de colores con olores dulzones y pegajosos, la vitalidad que a ella le gustaba resaltar en su literatura. El cielo habría estado alto y azul con nubes graciosas pintadas en el rosa atardecer del Danubio. Concha Alós habría dibujado la ciudad con otros tonos, estoy completamente segura. Yo no tengo su gracia, ni su talento… por lo que ni me atrevo a hacer un intento al modo que ya hice con la entrada de «Yo, Germán». Me conformo con traer a Concha Alós conmigo y exponer su palabra allá donde voy. Humildemente, desde el ámbito académico, pongo mi granito de arena y dejo que a las alumnas les brillen los ojos con su escritura, porque Concha Alós tiene mucho que decir a la juventud y «La coraza» es un cuento robusto, ambarino como el abdomen de la protagonista mutante: la trivialización del sexo conduce al consumo de carne en busca de sangre fresca, pero no se disfruta, no es una experiencia auténtica. El placer no va de eso. Concha Alós lo sabe bien. Las alumnas así lo entendieron. Y Budapest, ayer, hizo a su cielo llorar.