La peste en Valencia. 2º parte

-Las primeras medidas: enterramientos extamuros y morberías:

A finales de octubre de 1647, la peste era ya dueña de Valencia. Las parroquias se vieron desbordadas en la recogida de los muertos, por lo que la ciudad puso a su disposición unos carros para facilitar su labor. La medida no solucionó el problema. Los cementerios de la urbe acabaron saturándose. Por esta razón se prohibieron los enterramientos intra muros, habilitándose para ello un terreno al sur de la ciudad, cerca del Hospital General.

Otro instrumento fundamental para atajar la enfermedad fue la creación de morberías a donde podrían trasladar y cuidar a los apestados. El primero que entró en funcionamiento fue el de Arrancapins, asistido por los descalzos de San Juan de la Ribera, mínimos y trinitarios. A este siguieron otros situados en diferentes distritos de la ciudad: el de Troya, situado en el arrabal de San Vicente, atendido por dominicos; el del Huerto de Arguedes, junto al portal de la Corona, del que se ocuparon franciscanos y jesuitas, el de la calle Morvedre atendido por capuchinos etc.

-Las Juntas de Sanidad:

Avanzado el mes de noviembre, las ya disminuidas arcas municipales, no podían sostener los gastos provocados por la peste. La Ciudad no tuvo más remedio que pedir ayuda al conde de Oropesa, organizándose a consecuencia de ello la primera Junta de Sanidad. El virrey y el arzobispo la presidirían, y estaría integrada por otros representantes de la corona, del Municipio y de la Iglesia.

La junta se reunió en la Sacristía de la catedral, tan solo en dos ocasiones. En la primera se planteó la situación desastrosa en la que se encontraba Valencia, con muy precarios recursos y sin nadie que pudiera socorrerla financieramente (puesto que los nobles hacía tiempo que habían salido de la ciudad). En la segunda sesión, se propusieron varios remedios para sanear la hacienda municipal. Sin embargo, las rivalidades surgidas en la junta entre el virrey y los jurados  llevaron al conde de Oropesa a disolverla.

Pero la necesidad  de dar curso a las medidas aprobadas para afrontar los gastos ocasionados por la enfermedad, obligó a que el 22 de noviembre se formara una segunda Junta de Sanidad compuesta por los mismos integrantes aunque con mayor representación municipal. Todos sus miembros acordaron que, para que no hubiera malentendidos, los fondos procedentes de los recursos arbitrados, en lugar de ser depositados en la Taula, se guardaran en la sacristía de la seo, en un arca cerrada por 3 llaves, una en poder del arzobispo, otra custodiada por el jurado en cap de los ciudadanos, y una última en poder del encargado de los censos.

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La peste en Valencia. 1º parte

El itinerario de la peste en el siglo XVII

El itinerario de la peste en el siglo XVII

La interpretación que la sociedad del Seiscientos hacía de las calamidades  como epidemias y catástrofes naturales, estaba relacionada con la mentalidad teocrática imperante en la época. Las aflicciones eran así enviadas por Dios para castigar por los pecados cometidos colectivamente. Hacia 1647, muchos valencianos parecían haber cometido suficientes errores en los últimos años como para desatar la cólera divina. Entre finales de junio y principios de julio, la peste se presentará en la capital, empeorando  una ya más que evidente crisis.

Procesiones y plegarias:

La peste llegó a Valencia a bordo de un barco mercante procedente de Argel. Las autoridades sin embargo se resistieron en principio a aceptar la realidad ya que el hacerlo suponía aislar a la ciudad. De esta forma  hasta finales de verano no se adoptarán más que unas pocas medidas preventivas encaminadas a evitar el contagio de las personas que entraban en la capital, además de otras medidas para mejorar las condiciones higiénicas de la urbe. El virrey intentará ocultar la verdadera causa de las muertes al rey pero los nobles comenzarán a huir de la ciudad, aterrados por la extensión de la enfermedad.

A comienzos del otoño el pánico se había apoderado de la ciudad. Los valencianos, desesperados, buscaron refugio en la Iglesia. Esto motivó que el arzobispo (fray Isidoro de Aliaga) tomara algunas decisiones como reforzar el clero de las parroquias con frailes de varios conventos para poder atender al espectacular aumento de demanda de administración de sacramentos.

A los clérigos se les dará una serie de indicaciones  para evitar el contagio: vestir sotanas de bocacín y manteo y hacerse acompañar de un seglar  con báculo y un hacha, que encenderían al entrar en la casa de los enfermos y moribundos para oírles en confesión.

Además el arzobispo  autorizó la celebración masiva de procesiones. La Compañía de Jesús, los mercedarios, el Municipio, la cofradía de la Sangre, la parroquia de Santa Catalina, el Estudi General, entre otros, recorrían día tras día las calles y plazas implorando misericordia. Sin embargo, estas continuas aglomeraciones de gente solo contribuyeron a extender aun más la enfermedad.

La expulsión de los moriscos. Efectos económicos

La expulsión de los moriscos, hecho de enorme importancia en la Historia de nuestro país, se tomó ya en el Consejo de Estado de 1602, pero quedó aplazada hasta enero de 1608, cuando se decide definitivamente llevarla a cabo empezando por los moriscos de Valencia.

En vísperas de la expulsión, la sociedad morisca está compuesta por: una gran masa de campesinos con poca tierra, en parcelas muy reducidas, jornaleros a tiempo parcial o, artesanos y arrieros subempleados (cabe destacar que condiciones económicas bastante precarias); sin embargo al mismo tiempo existen también otros sectores  de posición más o menos acomodada, con una propiedad  de pequeño o mediano tamaño, e incluso se podría mencionar  una capa social minoritaria de mayor poder económico, con una actividad mercantil importante (arrendamientos, compraventas, préstamo…), siendo su fuente fundamental de ingresos. Sus patrimonios  corresponderían a una pequeña burguesía de campesinos y comerciantes acomodados que asume el liderazgo político (y con frecuencia el religioso) de la comunidad morisca.

La expulsión se llevó a cabo en 1609, perdiendo un tercio de la población del Reino.

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La expulsión  implicó la desaparición  de dos grupos sociales importantes: uno empobrecido y en vías de proletarización, que tenía que recurrir cada vez más al trabajo como jornalero o a actividades marginales que le permitiesen sobrevivir; y otro de una clase media rural de propietarios de tierra, comerciantes, arrendatarios de diezmos, regalías o señoríos etc. lo cual contribuyó a extender la propiedad de la nobleza en los señoríos abandonados (a costa de los alodios moriscos).

La expulsión de esta sociedad supuso que  muchas localidades vieran reducidos sus efectivos humanos  a causa de que muchos de sus habitantes  debieron acudir a repoblar otros lugares abandonados -en 1620 se afirmaba que en la ciudad de Valencia había 1200 casas vacías desde la expulsión-.

La repoblación en gran parte cristaliza en  la extensión de la enfiteusis con jornaleros o pequeños propietarios cristianos y con algunos artesanos que se iniciarán como agricultores, debiendo abandonar su anterior residencia y “avasallarse” en el nuevo lugar. Además se produjo una disminución de la mano de obra y consecuentemente un aumento de los salarios.

Además se puede observar también: reducción del consumo de manufacturas (ante la ruina de nobles y censalistas); descenso de la recaudación de impuestos municipales al disminuir los intercambios comerciales; la escasa pericia como agricultores de muchos repobladores…

Sin embargo se puede señalar también algunos aspectos algo más positivos. La expulsión permite una redistribución más racional y equilibrada de la población en atención a las posibilidades agrícolas, en particular en zonas de media montaña. Posibilita el reagrupamiento de las antiguas pequeñas parcelas en otras de mayor tamaño, lo que podría redundar en un aumento de la productividad.

Y es ese mismo trasiego de tierras que prosiguió a la expulsión, el que ayudó a potenciar los patrimonios inmobiliarios de los sectores sociales solventes. Campesinos y artesanos ricos, profesionales de todo tipo y miembros de la pequeña nobleza serán los compradores de tierras de moriscos en lugares de realengo.

Eduardo Álvarez de Toledo y la crisis de mediados de siglo

Tras las cortes de 1645, don Eduardo Álvarez de Toledo, conde de Oropesa, fue nombrado virrey de Valencia. El primer problema que tuvo que abordar fue la recuperación económica de la ciudad de Valencia. Desde sus primeros meses, el virrey se interesará por esta cuestión, convocando numerosas juntas para valorar el alcance de la crisis y tratar de poner remedio.  Entre las soluciones propuestas se encontraba la recuperación de algunas sumas adeudadas. Sin embargo  la crisis que afectaba a la ciudad era más compleja  y su resolución pasaba inmediatamente por la desarticulación de las facciones oligárquicas que controlaban el municipio y cuyos máximos dirigentes eran en ese momento Guillem Ramón de Anglesola y Joan Sabata. Responsables en buena medida de la corrupción que padecía la capital valenciana.

En este contexto, el virrey escudándose en el lamentable estado de las finanzas, propuso al rey la revocación del privilegio insaculatorio que gozaba Valencia desde el 1633, intentando así limitar el acceso a los puestos de gobierno a los miembros de las oligarquías enfrentadas. Así se hizo, pero esto provocaría una fuerte oposición, especialmente la de aquellos que se veían afectados por la suspensión del privilegio. Vista la situación, el Consell cambiaría de opinión y decidiría no apoyar la medida solicitando al rey la inmediata restitución del privilegio.

El virrey tuvo que convocar un gabinete de crisis y la situación durante los meses siguientes se hizo insostenible. El virrey acabará enviando a Felipe IV un memorial describiendo los alterados ánimos de los valencianos y proponiendo, como único remedio para establecer la paz pública, que se otorgara de nuevo la insaculación. Aunque también contemplará la posibilidad de proceder posteriormente contra los principales responsables de ese clima tempestuoso.

La irrupción de la peste sin embargo, aplazó la resolución de esta crisis general.

El Comercio

De la red de caminos valenciana no se sabe mucho. La ruta más importante del Reino seguía siendo la que unía a Madrid con Valencia por Albacete -mejorada en tiempos de Carlos III y Carlos IV- y que se bifurcaba sobrepasada Almansa hacia Valencia y Alicante a través del Valle del Vinalopó. El resto de los caminos eran deficientes y en su mayoría de herradura, inadaptados a la difícil orografía.

Los intereses marítimos de la ciudad de Valencia chocaron siempre con la geografía, ya que suponían una serie de deficiencias en el Grao ya que se abría a los vientos de levante, con aterramientos por su proximidad a la desembocadura del río y una costa baja y arenosa.  En el siglo XVI existía un rudimentario embarcadero, deteriorado con frecuencia e inservible la mayoría de veces. Desde finales del siglo XVII se sucedieron en consecuencia las propuestas de mejora, como por ejemplo hacer navegable el Turia desde su desembocadura hasta la ciudad, y construir en ella los muelles; desviar el cauce del Turia para evitar los aterramientos; y construir un puerto en Culera utilizando la Albufera como canal de navegación.

Alicante era por lo tanto el puerto principal del Reino, ya que las características de su puerto, abrigado, con buenos accesos y de considerable amplitud eran una excepción entre la mediocridad portuaria valenciana, limitada por una costa en la que a los acantilados se suceden playas abiertas y de escaso fondo.

Hay que destacar que en el siglo XVI se dio una fuerte expansión del comercio. Aunque esta situación de auge comercial se vio interrumpida bruscamente en el 1605 ya que se inició un fuerte descenso en el número de embarcaciones llegadas al Grao. Sin embargo hacia 1635 la coyuntura negativa comenzó a mejorar gracias a las relaciones comerciales entre Valencia y los puertos franceses, entre los que destacaba Marsella.

En las dos últimas décadas del siglo XVII se detectan ya  señales de vitalidad: aumento del tráfico, solicitud de puerto franco para Valencia en 1679, y la creación en 1692 de la Junta de Comercio con la intención de canalizar la favorable situación de la economía valenciana en las directrices mercantiles de la monarquía de Carlos II.

La tímida política mercantilista ensayada en los últimos años del XVII tenía escasas posibilidades de prosperar en Valencia ya que era una ciudad necesitada de la importación de cereales para su consumo y que, con elevadas entradas de pescado salado y géneros manufacturados, solo podía corresponder mediante la exportación de frutos secos, sal, vino, sosa y, sobre todo, seda en crudo.

A pesar de todo los estudios sobre el comercio valenciano en el siglo XVIII son, aun hoy insuficientes por lo que puede ser esta una línea de investigación interesante.

La Taula de canvis y la Hacienda

La Ciudad realizaba toda su actividad económica a través de un organismo que propio: la Taula de canvis o Banco Municipal, y de una administración hacendística dividida en tres claverías, dos de las cuales están dedicadas al  censal: la Clavería dels Censals, que pagaba las pensiones, es decir, el interés o for que generaba la deuda, y la del Quintament, destinada a amortizar dicha deuda. La tercera Clavería, llamada Comuna, recoge todos los demás gastos, y se desdobla a partir de 1555, dedicándose la Clavería de Avituallament, esencialmente a ese menester, pero sin dejar de pertenecer a la primera.

El sistema hacendístico es en realidad muy simple: los ingresos y gastos regulados en los Capítols de Quitament y repartido entre las tres claverías y las dos administraciones se realizaban por medio de la Taula. Las cantidades consignadas a estos, lo eran por ese conducto, con lo que no podían disponer directamente de las mismas ni organizar una mínima racionalización económica (tarea que, por otro lado, no era de su competencia). Era, por tanto  en la Taula donde coincidían todos los ingresos de la Ciudad, y en la Taula “entraba” el Clavari del Comú para atender todos los pagos que ordenaban los Jurados.

El dinero de la Taula permitiría hacer frente a necesidades inmediatas, hasta que la constitución de censos traiga dinero efectivo.

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Crisis financiera en el siglo XVII

La crisis que vivió la ciudad de Valencia fue fundamentalmente de carácter estructural, a causa del frágil sistema hacendístico e impositivo del que estaba dotada. No poder atender a sus gastos con sus propios recursos, la hipotecaba y la hacía vulnerable. La solución a la que se acudió fue la de recurrir a la deuda pública, es decir, a los censales. Esto consiguió encerrarla en un círculo vicioso. Pagar las pensiones y mantener a la Ciudad abastecida eran los principales problemas de la oligarquía urbana que la gobernaba.

Otro factor que incidió muy negativamente fue la caótica administración hacendística. Todos los fondos estaban en la llamada Taula de Canvis y de ellos disponía el Consell para ir atendiendo a las principales necesidades a medida que se iban presentando (principalmente el abastecimiento de la ciudad, el pago de las pensiones y la devolución del capital entregado al censo por los ciudadanos). Siendo así la situación, lo cierto es que no estaba preparada para resistir una acumulación de coyunturas negativas, enmarcadas en este caso en una crisis generalizada más amplia como la del siglo XVII.

La tónica mediterránea de la crisis del siglo XVII, unida a una serie de circunstancias políticas y económicas produjeron (especialmente en los años centrales del siglo) la crisis valenciana que, por otro lado no fue tan profunda como para no permitir que la ciudad se ajustara a  la recuperación generalizada de tipo europeo, que hacia el 1680 afectó, a la periferia de la península.

Sin embargo hay que destacar que la crisis de la Ciudad de Valencia tenía su propia dinámica interna: una mala gestión administrativa, corrupción, mentalidad rentista, carácter oligárquico y endogámico de sus gobernantes, una cierta traición de la burguesía; todo ello unido a una serie de factores externos que agravaron las circunstancias.

Además se dieron  entre 1605 y 1625  una serie de factores determinantes que precipitaron  su propia crisis: expulsión de los moriscos en 1609, una gravísima crisis triguera en 1611-12, la bancarrota de la Taula en 1614 (la 1º del siglo), el desesperado recurso al censal que endeudó a la Ciudad más todavía, evidentes malversaciones de fondo, el precario momento por el que pasa el difícil entendimiento entre oligarquía urbana y monarquía por el control económico y político de la Ciudad…

Locura y sociedad en la Valencia Moderna

En la Valencia del siglo XV, la locura implicaba una segregación; separar a los enfermos y aislarlos del cuerpo social, reuniéndolos en zonas específicas y periféricas.

Sin embargo, el Hospital de Inocentes no se edificó fuera del recinto urbano y alejado de este sino que se integró en el sistema asistencial de la ciudad, construyéndose en unos terrenos situados en la parte suroeste de la muralla, donde ya existían otros tres hospitales.

El Hospital de Inocentes se planificó para alojar a los internos en función de su grado de peligrosidad y atendiendo a una estricta separación de sexos lo que, a pesar de todo, no impidió que varias enfermas dieran a luz.

En el plano que un delineado entre 1701 y 1704 por el padre Tosca, se ven, contiguos a la muralla, tres edificios: uno en forma de T y, al otro lado de la iglesia, otros dos, separados entre sí. En otro plano del XIX se identifica la construcción en T como la «Casa de las locas», por lo que se podría suponer que una de las otras edificaciones fuera el alojamiento de los varones y la otra albergase las celdas de aislamiento o jaulas para los casos más graves y violentos.

En el siglo XVII se llevaron a cabo obras en esos edificios aunque no parecen haber modificado la configuración de los espacios reservados a los locos ni la voluntad de mantenerlos algo alejados del centro de la ciudad. Estas obras sirvieron de hecho para confinar aún más a los internos. Las obras que se realizaron con el paso del tiempo,  tendieron a aislar a los internos del mundo exterior y a compartimentar cada vez más el espacio, primero en función del sexo y después, dentro de cada casa, en función del comportamiento y del grado de reclusión necesario.

En estas instituciones también encontraríamos  medios de sujeción para controlar la furia destructora de ciertos dementes: grilletes, cepos, cadenas y collares de hierro e incluso primitivas camisas de fuerza fabricadas con pieles de animales, que les cubrían de la cabeza a los pies.

En resumen, el tratamiento de la locura consistió, primero, en aislar a los locos del resto de los ciudadanos y separar a hombres y mujeres, a los pacíficos de los furiosos y a los distinguidos de los ordinarios y, después, en atajar su enfermedad confinándolos en recintos cada vez más estrictos hasta que, en el siglo XVII, se les apartó de los enfermos comunes del Hospital General.

Según los documentos, también se atendió a la higiene de los internos, por ejemplo se les afeitaba y bañaba con regularidad y se procuraba acabar con la tiña y la sarna (afecciones muy frecuentes).

En cuanto a los tratamientos se puede destacar que, siguiendo a Galeno, se creía en la época que la perturbación provenía de un desequilibrio humoral por lo que a los enfermos se les administraban purgantes, laxantes, sedantes, compuestos cordiales y jarabes reconfortantes. Así se purificaban los humores pletóricos, se calmaba la ruidosa agitación de los frenéticos y se intentaba sacar a los simples y apáticos de su postración.

En el inventario de 1590 se mencionan narcóticos como la adormidera o el beleño y somníferos como el jarabe de absenta, a los que se suman en los de 1668 y 1691 otras sustancias como la belladona o el eléboro.

Si salían del hospital, los locos llevaban signos distintivos que los identificaban, objeto a la vez de segregación y asistencia y con los que habría que usar tanto la prudencia como la misericordia. Para ello se les daban por ejemplo ropas vistosas.

Por último, hay que señalar que los locos participaron a menudo en los distintos cortejos y procesiones que recorrieron la ciudad, casi siempre a la cabeza de los mismos y, a veces, en compañía de huérfanos y expósitos. Niños y locos ofrecían a los transeúntes el rostro de la inocencia y servían como propaganda de la bondad de las autoridades civiles y religiosas. Su presencia era asimismo motivo de diversión.

Philippe Pinel, en La Salpêtrière (Asilo de París para mujeres locas), liberando de sus cadenas a una paciente. Cuadro de Robert Fleury (1795)

Philippe Pinel, en La Salpêtrière (Asilo de París para mujeres locas), liberando de sus cadenas a una paciente. Cuadro de Robert Fleury (1795)

Las banderías nobiliarias en el siglo XVII

Desde mediados de los años 30, y prácticamente hasta final de la guerra de Cataluña, Valencia vivió unos años difíciles. Diferentes virreyes se sucedieron en el gobierno sin que ninguno fuera capaz de resolver uno de los mayores problemas que afectaba al reino, el bandolerismo, conectado con las ramas oligárquicas de la capital. La situación se agravó con el paso de los años, desatándose grandes tensiones entre las oligarquías municipales, polarizadas en torno a dos facciones o parcialidades y aglutinadas por Guillem Ramón de Anglesola y Juan Sabata, cuyo enfrentamiento no hizo sino acentuar el caos que asolaba la Ciudad. A ello se sumaría la terrible peste de 1647-48, sumiendo a los valencianos en una de las peores crisis de su Historia. Solo un virrey enérgico, como el conde de Oropesa, pudo hacer frente a esta situación, eso sí, con la ayuda del arzobispo Aliaga.

En la década de los 1635-45  las facciones de la capital valentina dirimieron sangrientamente sus diferencias sin que la corona pudiera impedirlo. Especialmente hablamos del enfrentamiento mantenido entre dos de las facciones más famosas del momento, que acogían en su seno desde aristócratas hasta simple bandoleros, los Anglesola y los Minvarte. La adscripción a uno u otro bando venía determinada por las relaciones familiares o por la influencia de algunos grandes nobles sobre otros menos influyentes, lo que convertía estos bandos en verdaderas clientelas políticas.

Los Anglesola, gente de la nobleza, eran favorecían a Francisco Folch de Cardona, almirante de Aragón, marqués de Guadalest, y baile general del reino. La facción contraria, integrada en su mayoría por ciudadanos miembros de las oligarquías  urbanas, estaba dirigida por Jerónimo Minvarte

El arzobispo de Valencia mantenía una relación con los Minvarte desde que estos entraron a su servicio en algunos puestos clave de la diócesis.  Precisamente debió de ser la influencia del prelado sobre esta facción lo que llevó al rey Felipe IV a pedirle en 1636 que, ante el fracaso de las sucesivas medidas dispuestas por la monarquía para acabar con las parcialidades, colaborara con el virrey, Fernando de Borja en la desarticulación de las mismas. El prelado se comprometió a hacerlo y en verano de 1637 habría logrado junto al lugarteniente general, que ambas facciones hicieran aparentemente las paces. Sin embargo se había tratado solo de una tregua ya que el asesinato de Jerónimo Minvarte a finales del 38 desató una nueva oleada de crímenes y asesinatos, sumiendo a Valencia en un nuevo caos.

La orden de Montesa en el siglo XVII

La orden de Montesa fue fundada en 1319 por Jaume II y se convirtió en una de las cuatro órdenes militares española que existían ya en la Época Moderna. Josep Cerdà ha investigado y rastreado para su tesis doctoral (expuesta hace tan solo un año) los miembros de esta orden valenciana centrándose en el siglo XVII,  y los resultados han sido cuanto menos reseñables.

Concretamente el periodo estudiado por este historiador va de 1592 (año en que la orden se incorpora a la Corona española, perdiendo su independencia) al 1700 con la muerte del último monarca de la casa de los Austria. En este estudio, Josep Cerdà ha identificado a los 661 miembros de la orden, dando como resultado 431 caballeros, 205 religiosos y 25 frares barbuts. Sin embargo, al estudiar más profundamente la situación y origen de estos miembros, se ha descubierto que la orden estaba formada por una gran mayoría de burócratas, siendo solo el 18% del total los miembros que sí habían servido en el Ejército. Por otra parte, sin embargo, el 39% de estos miembros había ocupado algún cargo en la Administración. Por tanto este último grupo, el que procedía de la Administración, era el grupo más abundante dentro de la orden militar.

La realidad es que al pasar la orden a depender de la Corona, el hábito se convierte más bien en una moneda de cambio, siendo utilizada por los monarcas para conseguir dinero y beneficios. Así, por ejemplo, Felipe II comenzaría a otorgar estos hábitos como premio a la fidelidad de sus súbditos.

Es cierto que todavía en esta época, los caballeros de la orden representaban y recordaban el ideal caballeresco, el espíritu de las cruzadas, de la lucha contra el infiel, de la pureza de sangre… en definitiva, el prestigio caballeresco típicamente medieval. Sin embargo, la realidad es que la última acción bélica en la que esta orden participaría activamente sería en 1492, durante la conquista de Granada.

Al mismo tiempo, los religiosos de la orden habían ido asumiendo cada vez más el control de la misma, creando muchas tensiones entre estos y los caballeros por motivos jerárquicos y jurisdiccionales.

A pesar de  la disminución del carácter militar de la orden, continuó preservando su participación política a través de su escaño en las Corts del Regne de Valencia. De hecho, el voto de la orden de Montesa se situaba por detrás del del arzobispo de Valencia pero por delante de obispos, abades e incluso de otras órdenes militares. Pero a lo largo del siglo, incluso su prestigio fue decayendo, dándose cada vez más importancia a los hábitos castellanos antes que los del propio Reino. La castellanización a lo largo del siglo XVIII fue un hecho imparable.

En resumen, la orden militar de Montesa durante la Época Moderna sufriría una progresiva decadencia, una pérdida de sus ideales iniciales para los que fue fundada, componiéndose en su mayoría por burócratas cuyos hábitos habrían sido obtenidos en muchos casos como premio a su fidelidad al monarca. Nada quedó finalmente de aquellos aguerridos guerreros que formaban la orden antaño excepto su fama.

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La esclavitud

No es fácil conocer las condiciones de vida de los esclavos ya que no aparecen narradas en ninguna fuente de forma directa.

El esclavo era en esta época un objeto más de comercio, siendo comprado y vendido usualmente; existía para ello un mercado de esclavos, aunque las operaciones se podían llevar a cabo en cualquier lugar, siendo los más acostumbrados La Lonja de Mercaderes, la plaza de la Seo o el mismo mercado; a estos lugares acudían los comerciantes o personas interesadas en adquirir cualquier objeto o alimento y también, esclavos. La venta de esclavos no era por tanto esporádica, sino más bien algo habitual.

Cualquier persona podía comprar o vender un esclavo, tanto los hombres como las mujeres. A veces las gestiones eran llevadas por un procurador o representante del interesado, y es que cuando alguien quería vender un esclavo  podía hacerlo él mismo, pero generalmente acudía a una persona que realizaba la operación como profesional; estos eran los llamados “Corredores”.

Mientras los Fueros de Valencia estuvieron vigentes, la esclavitud en el Reino de Valencia fue una institución esclavolegal, controlada y vigilada. El último documento encontrado de Bailía que hace referencia directa a  esclavos  lleva fecha de 24 de diciembre de 1686.

¿Cómo se podía identificar a  un esclavo?

-Hierros. Se han encontrado escasos datos referidos a las medidas de seguridad adoptadas contra la fuga de sus esclavos, pero es frecuente que citen las sujeciones con ramales y hierros. Aunque no se cree que fuera norma general, sí parece cierto que se trataba esta de una práctica bastante generalizada.

-Marcas a fuego. En ocasiones se cita en las descripciones de los esclavos determinadas marcas o señales a fuego que los esclavos exhiben en su rostro generalmente y que indican su condición de esclavo y la propiedad de determinado amo. Aunque  no todos los esclavos las llevan. Muy a menudo se observaba  una S en una mejilla y un dibujo de un clavo (clau) en la otra (sclau).

-Ropas del esclavo. Por lo general un esclavo vestía de forma muy sencilla, como máximo disponía de tres o cuatro prendas, fundamentalmente  las alpargatas, la camisa y el típico “saragüells”, especie de calzón ancho y corto. Hay que decir que  los nobles tenían esclavos como signo externo de riqueza  por lo que procuraban que estos fuesen bien vestidos.

-Los esclavos tenían orígenes muy diversos siendo muy grande la variedad de razas.

-La edad de los esclavos  es de gran variedad, pero el mayor grupo abarca de los 15 a los 25 años, que eran los más apreciados por encontrarse en la plenitud de sus fuerzas físicas.

Sobre sus derechos cabe destacar que el esclavo que no cumplía la voluntad de su amo quedaba sujeto al castigo que aquél quisiera imponerle. Parece ser que lo único que se prohíbe son las mutilaciones. Los esclavos carecen de derechos y, entre ellos, el de contraer matrimonio aunque sí  se aceptaban las uniones de hecho.

Por otro lado el amo estaba obligado teóricamente a defender a su esclavo frente a terceros, ya que este no tiene capacidad para entablar demandas, pues prácticamente carece de capacidad jurídica.

Presentación

¡Hola a todos!

Somos Aitana Finestrat, Vanessa Blanes y Miriam Giner, tres alumnas de 5º de Licenciatura de Historia de la Universidad de Alicante. Nuestro objetivo con este blog, relacionado con la asignatura de Historia Moderna del País Valenciano, es hacer una introducción al estudio de la Valencia del siglo XVII y hacer accesible esta información a cualquier internauta interesado en el tema.

¡Esperamos que os guste y os sea útil!

BIBLIOGRAFÍA del BLOG

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